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Arrebatar la palabra

Había sangre, había
la que tú derramaste, Señor.
Resplandecía
Paul Celan

En su ensayo Escrituras de sobrevivencia, Sandra Lorenzano reproduce esta frase harto curiosa que la también escritora argentina, Sylvia Molloy, atribuye a su madre: “Las escritoras son todas unas extravagantes”. Los ejemplos citados a continuación, se restringen a dos autoras, ambas argentinas: Nora Lange y Alfonsina Storni. Me llamó la atención la coincidencia de nacionalidades en ambos ejemplos de extravagancia femenina, por una razón muy simple: siempre me ha cautivado el afán transgresor de las autoras argentinas, enfatizado, por lo general, en el terreno del lenguaje. Aunque posiblemente pudiéramos decir lo mismo de los autores argentinos, pues nada convencional hay en Borges, Cortazar, Artl, Piglia, Saer, Walsh, etcétera.
De cualquier modo, y en eso tiene toda la razón la madre de Molloy, la transgresión de las plumas femeninas de la literatura argentina es algo distinta, muy suya. Acaso sea que la mujer argentina, en especial la que vivió en carne propia el ultraje de la dictadura militar de la década de los setenta, transpira desde dos heridas, doble fractura con el mundo: una, la de que experiencia semejante produce en el lenguaje que se transforma en otro muy distinto cuando lo corrompe el miedo, el dolor, la incertidumbre, la indignación y, sobre todo, la necesidad de enmascarar los sentimientos, y dos, la que representa el mero hecho de nacer mujer. El parapeto más habitual en estos casos es el de la ironía, que sería el caso de casi todas las célebres autoras argentinas que escriben sobre/ a partir de la dictadura, aunque cada una a su manera pues las particulares circunstancias de cada una han definido su tono, su punto de vista, su método. No es raro, por tanto, que Sandra Lorenzano, en su faceta novelística, aporte una visión radicalmente distinta de esa vivencia que es una cicatriz fresca en la literatura argentina contemporánea, más próxima a la de la arriba citada Molloy, que a la de autoras, también excelsas, como Luisa Valenzuela, Ana María Shua o Angélica Gorodischer.
Nacida el 7 de marzo de 1960 en Buenos Aires, Argentina, Sandra llegó a la ciudad de México el 9 de julio de 1976, donde radica desde entonces. La aparición de su primera novela, Saudades (FCE, México, 2007), demora más de treinta años respecto a esta segunda fecha de nacimiento, lo cual no significa que no haya trabajado abundantemente los temas del exilio, el desarraigo, la nostalgia y la literatura escrita durante el periodo de la dictadura. A diferencia de la mayoría de los académicos, Sandra se ha permitirlo abordarlos sin guardar distancia y deja fluir una pasión crítica y contenida pero vibrante. Ahí está el dolor, en cada palabra, dándoles vida. No agazapado, como decretan los académicos desde sus torrecitas de marfil (¿Será, me pregunto, la razón por la que el extraordinario libro Escrituras de sobrevivencia tuvo que “conformarse” con una “mención especial” en el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas 1999?) Aunque la intención de denunciar no sea eje, la autora es lo bastante hábil para recrear los hechos en que tienen origen las obras analizadas y desmenuzar cuanto dicen u omiten (y en la literatura argentina las omisiones son harto significativas) y aluden directa o indirectamente a lo que se pretende enunciar/ denunciar. Las fotografías de desaparecidos, más exactamente, “borrados”, se vuelven imprescindibles para ilustrar la intencionalidad de las aparentes borraduras reconstruidas en los textos analizados y, sobre todo, para involucrar a un lector no familiarizado con el dolor y con la indignación, los cuales rasgan tanto las obras aludidas como en análisis mismo de las obras emprendido por Sandra: “El discurso arbitrario –escribe la ensayista –enaltece el papel de las mujeres, dentro de cada familia –madres por antonomasia-, y establece que su comportamiento debe tener tres vertientes fundamentales: ser defensoras (de los valores “occidentales y cristianos”), controladoras (“¿Sabe dónde está su hijo ahora?”, repetía el conductor de un popular programa de televisión) y educadora (…)Llevar el conflicto “privado” al terreno social, como lo hacen las Madres de la Plaza de Mayo por ejemplo, constituye una transgresión al lugar que les ha sido asignado en la sociedad (…)” (p.p 41 y 85).
A simple vista, Sandra es la última mujer que uno asociaría a la parte herida del discurso de Saudades (con la poética: definitivamente); a la ensayista que recrea no sin dureza, no sin hundir el puño, la impresionante concentración de madres despojadas y furiosas que exigen saber del destino de sus hijos en Plaza de Mayo. Es muy guapa, desparpajada, bronceada, con una larga melena negra flotándole hasta la cintura y una radiante sonrisa que encuentra réplica en sus grandes ojos oscuros. Es una madre que goza de la presencia de su hija y que pudo haber quedado huérfana… o asesinada ella misma, y esa felicidad que irradia, viéndolo bien, podría deberse a ello, a ese no permitir que sucediera, aunque, como bien escribe la propia Sandra: todos somos huérfanos. Eso no significa que no haya sufrido pérdidas irreparables: no escribiría como lo hace si no fuera así. Dudo, además, que exista algún argentino, contemporáneo suyo, que no sepa lo que es perder, por lo menos, a un amigo querido. Basta leer esta frase del General Ibérico Saint Jean, gobernador de la provincia de Buenos Aires, para darnos cuenta de que nadie había a salvo: “Primero matamos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después… a sus simpatizantes, enseguida… a aquellos que permanecen indiferentes y finalmente mataremos a los tímidos.” Prácticamente cualquiera se adecua a una de esas clasificaciones. Cualquiera. Y eso lo refleja el perfil de varios borrados, ni remotamente comunistas… quizá indiferentes en apariencia, o demasiado tímidos. Eso originó, entre las borraduras, el canje de identidad de cientos y cientos de bebés que, una vez arrebatados a la madre, asesinada tras el parto, eran dados en adopción a familias simpatizantes del régimen (¡que las había!) No eran los comunistas los perseguidos: eran todos. Éramos todos. Y
necesariamente esta incertidumbre de no saber si eres o no eres, según otros, afecta el lenguaje, los vínculos de identificación, de comunicación, creando una ruptura dolorosa con el resto de la literatura castellana.
Las palabras, en ese entonces más que nunca, quedaron flotando, petrificadas, muertas de espanto, con lo cual no quiero decir que hayan perdido importancia, antes bien: importaban demasiado. Eran la única manera de recobrar la identidad… la dignidad. Bastaba una palabra para matar. O para salvar. Bastaba nombrarse de tal o cual forma. Como bien lo expresa Sandra: “Palabras balbuceantes. Palabras en duelo. Palabras lastimadas que atraviesan los muros, las alambradas, los ríos. Palabras que son a la vez su propio enmudecimiento. Palabras para nombrar el dolor y las ausencias. Palabras como desgarraduras, como huellas olvidadas, como conjuro. Palabras en cualquier idioma. Palabras en ninguna lengua. Palabras para ahuyentar a los lobos en luna llena (…)” (“Palabras e imágenes balbuceantes”, Políticas de la memoria, tensiones en la palabra y la imagen, Sandra Lorenzano y Ralph Buchenhorst, editores, Universidad del Claustro de Sor Juana, Editorial Gorla, p. 455).
Para cualquier escritor de oficio, la Palabra significa más que eso: trasciende su significado, cualquiera que este sea, para transformarse en organismo vivo, autónomo, palpitante… en presencia o en cadáver, en vida o en muerte. Diría George Steiner, citado por la propia Sandra: “Si el silencio hubiera de retomar a una civilización destruida, sería un silencio doble, clamoroso y desesperado por el recuerdo de la Palabra.” Las visiones de Sandra exigen determinadas palabras para no ser simplemente la joven pareja que carga un bebé, o la madre con un pañal de su hijo desaparecido en la cabeza u otra más con la foto del esposo borrado colgada al cuello. Para expresarte en la lengua de tus verdugos, que para Paul Celan, por ejemplo, era la alemana (la misma en que su madre le había arrullado), hay que resignificarla, ponerla de tu lado, hacerla tuya, arrebatársela a quienes la usurparon para asesinar, torturar y censurar. Sandra así lo ha asumido; ya desde sus magníficos ensayos pero más radicalmente en su novela donde el lenguaje y el género novelístico mismo sufren un vuelco radical. De Saudades podría decirse un poco lo que Sandra concluye en su análisis en torno a la obra de Sylvia Molloy: “(…) a través de las palabras deja de depender de la percepción de los demás para ser ella misma (…) “Escribe para saber” pero ese saber tiene menos que ver con el conocimiento racional que con las marcas de la historia sobre su cuerpo (…)” (“¿Historias de amor?”, Escrituras de sobrevivencia, p. 101).
Detengámonos brevemente en el término “marca”. Cuando se refiere a las autoras argentinas, en concreto a Molloy, Sandra opta muy convenientemente por suplir “influencias” por “marcas”, y si bien en Saudades queda muy claro a qué se refiere con esta curiosa sustitución de términos, no creo que esté de más ponerlo en sus propias palabras: “La marca recuerda que también se lee y se escribe desde la piel”. Sylvia Molloy plantea, además, la alternativa de elegir voluntariamente un linaje literario, esto es, lo que tenemos por “influencias” se trastoca en marca cuando la escritora se permite andar en otros textos, “encontrar un respaldo cuando siento que lo que escribo es particularmente tentación inerme”, concluye Molloy. Cuando el destino o la historia te fuerzan a elegir, no puede uno permanecer, esperar a que la palabra te tome por asalto y te seduzca: eres tú quien debe ir por ella. Me atrevería a afirmar que Sandra se identifica en más de un punto con su autora analizada, pero muy especialmente en este. Eso queda más que claro leyendo Saudades, que es, entre otras cosas, un homenaje a las lecturas elegidas por su autora para acompañarla en un periplo que inició a los dieciséis años. Nada en este orden literario es casual, nada. Ahora es Molloy quien se refiere a Sandra: “(Saudades) es un rumor de ausencias donde el cuerpo erótico ofrece pasajero refugio mientras que la cita literaria (otro cuerpo, otra voz más) funciona como aguijón, acentuando la falta, manteniendo vivo el llamado. Saudades es también –sobre todo- una reflexión sobre las grandezas y miserias de ese lenguaje “que no va a ninguna parte” y a pesar de ello nos solicita (…)”
Saudades es una palabra portuguesa, acaso la más bella palabra del mundo, que inevitablemente trae a la mente a Fernando Pessoa o a la Monja Mariana; una de las marcas más notorias en el cuerpo textual de Sandra y que no encuentra traducción fidedigna a ningún otro idioma, de ahí que no se le traduzca. En castellano la que más se le acerca es “nostalgia”, pero no la abarca en lo absoluto. Saudade remite, en efecto, a la nostalgia por lo atrás dejado… pero sobre todo, y he ahí su diferencia fundamental con la misma palabra que la contiene, es una nostalgia por lo que no fue. Nostalgia por el futuro truncado, pues. Es lo que experimentan las madres a quienes no se les permitió ver crecer a sus hijos y no pudieron nunca ser abuelas de sus nietos. Es, pues, el futuro interrumpido por un presente perpetuo que nunca será pasado, no mientras no sea posible borrar el recuerdo de quienes a su vez borraron a tantos seres humanos cuya ausencia representa todavía la más terrible huella: “¿Ves las cuatro columnas? Son las madres… las columnas tienen algo de tu ronda dolorosa de los jueves, allá, al sur de todos los sures (…) cada una de las columnas es una de nuestras madres, por eso si te paras aquí, en el medio, es como si ellas te abrazaran. (p. 153).
Saudades, como la palabra que le da título, presenta múltiples facetas de palabras como nostalgia, exilio, olvido, ausencia o memoria. Empezando por el manejo del género novelístico que fluye como la memoria. Es y no es novela, porque la vida no conoce principio ni desenlace, simplemente es. Hay una historia, protagonizada por personajes que surcan el libro y pertenecen a un núcleo familiar y amistoso desmembrado por la dictadura argentina, así como otro más que conoce íntimamente el drama y se suma a la reconstrucción de los desaparecidos Paula y Andrés. Pero esta historia evoca muchas, muchas más cuyo eje temático es el exilio, el destierro y el desarraigo, es decir, una invocación de las historias que conforman la Historia. Una narración en la que los fantasmas y los vivos se confunden porque sueñan exactamente lo mismo: con el futuro que les fue robado. Ha sido la Palabra el punto de partida y de llegada, tanto del mito como de la memoria colectiva. Esta intención de colectividad es consumada a través de evocaciones de otras voces literarias, marcas intercaladas con el discurso de los personajes ficticios y en el que, afirma la autora, no ha incluido su voz propia ni su vivencia. La autora, en realidad, se escribe a sí misma a partir de estas múltiples voces, las voces de sus marcas, sean físicas, afectivas o literarias. Ella se mete en su prosa del mismo modo que A. se mete en el mundo que crea a partir de un lienzo: “La ciudad y esas páginas acompañan tu desasosiego; y tus cuadernos, claro, en los que dibujas durante todo el día (…) Los dibujos eran un modo de ir metiéndote en ese mundo en el que habías decidido a vivir tu exilio (…) esos bocetos hechos con tu lápiz sanguine eran algo así como tu diario, cargado al mismo tiempo de dolor y de sorpresa, de memoria y descubrimientos (…) Era una manera de estar y no estar a la vez, de comulgar con las despedidas y las saudades (…)” (p.p 30 y 31).
Los personajes, sean una desmembrada familia argentina o judía, o un rey portugués cercenado del cuerpo amado cuyo cadáver convierte en objeto de la reverencia de sus propios verdugos… cualquiera de los que surcan estas evocadoras páginas, se ven orillados a elegir. Y a veces la elección significa continuar viviendo o morir. O vivir muriendo. Nada pueden conservar estos náufragos como no sea lo que los define, lo que los constituye tanto en memoria como en identidad. Lo que ha contribuido, por ejemplo, a la permanencia del pueblo judío que se ha ido pasando un metafórico álbum de fotografías verbales de generación en generación. Sandra, como A., sabe lo es eso: tener que conservar estrictamente lo necesario, elegir, dejar atrás muy atrás todo lo que fue y pudo haber sido. A veces solo un libro, un cuaderno, un retrato, una carta… algo que nos confirme que somos y no éramos, que estamos vivos y pertenecemos al mismo lugar de siempre, sin importar que haya adquirido la fisonomía del verdugo. Saudade se transforma entonces en un equivalente de “sobrevivencia”. Es, sobre todo, la Palabra que da sentido a quien eres: “(…) Un silencio sabio, el horizonte protector del que ha vuelto ya de todas las historias, de todas las palabras. No el silencio del bosque que se ha quedado sin pájaros, no el silencio del disimulo cómplice (…) Imágenes para volver a mí misma después de cada naufragio (…)” (p. 62).
Sandra Lorenzano, quien se define a sí misma como “argen mex”, es doctora en Letras por la UNAM, especialista en literatura y arte latinoamericanos. Es profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma casa de estudios y vicerrectora de la Universidad del Claustro de Sor Juana.
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Bono: Homenaje a las Madres de la Plaza de Mayo