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Escritoras para el Nuevo Milenio XXV

Dos relatos de Angélica Santa Olaya
A LAS ORILLAS DE ESTIGIA
Date cuenta ya. Nadie te va a querer con esa tristeza descamando tus talones. Los que sonríen a la luna sentados sobre el hierro no gustan del silencio que se esconde tras el humo ceniciento de un recuerdo. El día nace y duerme con los gemidos que se retuercen bajo las quebradas hojas. Servimos, ya lo ves, para poner puntos finales en otras historias y guardar los suspensivos bajo la indecisa lengua. No has querido abrir los ojos y lamer el rostro que te mira tras el vaho indecoroso de la espera. Insistes en agitar el pantano buscando un remo que no existe. Nadie ha inventado todavía el hechizo que provoque el naufragio de Caronte. Las estrellas y los chupamirtos no fueron creados para nuestros ojos. Nadie puso una moneda de oro en nuestras bocas. La muerte nos llegó con el primer aliento. Te entiendo porque he tragado los mismos guijarros a cogote abierto. Fuera de nuestras terregosas memorias no hay relámpagos que alumbren nuestras lágrimas. Tienes razón en querer esconderte de mis negras plumas. Sabes quién soy porque te conoces. Temes que roya el interior de tus mejillas y arroje el encarnado bagazo al rincón de los perros sin dueño. No puedo culparte. Yo también me arranco a veces las uñas a mordiscos y luego duermo cuarenta noches acurrucada en las corvas sudorosas de esta ciudad. No quiero ser ya la que intenta correr sobre el espinazo de la laguna. Mis pies planos no saben obedecer las señales del camino ni mis ojos leer las tablas de Moisés. Siempre tropiezo con corazones ocupados que prefieren circular por la autopista de cuota. Estoy cansada de trashumar las costras purulentas del tiempo que no muere. Harta de limpiar las secreciones del amor con las manos desolladas. Ofrezco mi sal a cambio de tu veneno. Prometo tragarlo gota a gota sin hacer gestos. Acércate. Intercambiemos el ajenjo que impregna nuestras lenguas. Sangremos en el único acto posible que humedece las cicatrices. Borremos las comas y los apóstrofes. Salgamos a exhibir las heridas con la lenta seguridad de los escarabajos que tejen hilos de mierda ayudados por la mano de Dios.

EL ZAPATO EN LA PARED
“¿Por qué existirán los lunes? Por más que una se levante temprano no hay chamba. Los clientes andan sin dinero luego de curarse la cruda el sábado y llevar a su runfla a almorzar barbacoa el domingo. Los solteros, como siempre, se pusieron una peda de tres días seguidos para no desperdiciar ni uno solo y regresar al trabajo con la ilusión de que hicieron lo que les dio su chingada gana el fin de semana. Unos cuantos eructos que apesten a chela son suficientes pa’ darse valor, pa’ agachar la cabeza sin rezongar ¿verdá que sí cabroncitos? Y a la puta que se la traguen los gusanos.”
Beatriz los mira pasar con sus miradas cansinas de gatos trasnochados. Arrastran los pies. Alentan el paso al acercarse a ella para observar sus muslos morenos que asoman con descaro bajo la minifalda roja de lycra que le costó veinte pesos con el chino Yuan. Luego, siguen su camino resignados. Otro día será.
Los más asiduos fingen molestia estirando los labios y encogiendo los hombros para indicar que no hay dinero y que “ni modo”. Algún animoso le grita: “¡Ái pa’ la próxima mi morena!”. Ella sonríe y los mira de lado, mueve la cabeza de arriba abajo con lentitud entrecerrando los ojos en señal de entendimiento al tiempo que lanza un filón de humo por la esquina izquierda de la boca.
“Según la Juana donde pongo el ojo pongo la bala. Pero los lunes, ni madres, no hay puntería. Ya son cuarto pa’ las nueve y no me he persinado. De aquí pa’l real ya me fregué. Todos quieren llegar a tiempo a la chamba. A ver si por ái de las once algún urgido se anima a un rapidín a la hora del almuerzo.”
Beatriz es grande y ancha de caderas, de buen cuerpo. Plena de turgencias, detiene a los hombres sin hablar como esos cerros que se atraviesan al paso del caminante para obligarlo a hacer un alto. No tenía ni once años cuando sintió sobre ella, por vez primera, sofocándola, el peso del deseo que provocaba en los hombres, incluyendo el de su papá.
Su piel morena reluce, como el negro charol de sus zapatos, con el sol que se unta a su figura. Las demás van llegando poco a poco a ocupar sus lugares en la avenida Circunvalación. Ahí esperan recargadas en la pared apoyando un pie en el piso y el otro en el muro para no romper la tradición. Es algo así como lo que sucede con los Reyes Magos, si no se pone el zapato debajo del árbol no hay regalos. Sólo que aquí el zapato va recargado en la pared y no hay regalos; el pan se gana con el sudor de las entrañas.
“Ahí viene la Lola. Ni trece años tiene la pinche chamaca y ya anda aquí moviendo el culo. Debería verla su madre. Ya mero y un día de estos le canto lo que anda haciendo su pollita.”
¡Eh, tú, chamaca! ¡No le busques tres pies al gato...!
La Lola sonríe burlona y recorre a Beatriz con la mirada, conciente de la ventaja que le asegura su juventud. Como si le adivinara el pensamiento Beatriz le arroja unas palabras.
Tás muy verde escuincla pa’ compararte conmigo.
Al poco rato pasa la Lola con un gandul hacia el hotel del “Roscas”. Beatriz lanza un disparo de rabia con la mirada. “Chamaca pendeja, no sabe lo que hace”, se consuela a sí misma y se conduele de Lola al mismo tiempo.
Llegan la Taconcitos y la Juana. Beatriz las saluda con la cabeza en un gesto que transita entre la camaradería y la arrogancia. Juana es flaquita pero sustanciosa. Sus nalgas son redondas y chiquitas como dos canicas. Sus pechos no son muy grandes pero tienen pezones amplios y esponjados que se revelan a través de la blusa como dos malvaviscos. Juana no usa brassier.
La Taconcitos le presume sus zapatos nuevos. Son dorados y tienen una correa ancha que envuelve el tobillo. “Ta’ bueno mi Tacones... es el único gusto que te das luego de alimentar a los chamacos”.
¡Tan chidos manita!
La pereza se adhiere a los pies y manos de los vendedores ambulantes que intentan sacudirla con un café negro y un pan dulce. Los carros se van haciendo más abundantes en la avenida. Eso es bueno, puede salir un cliente que se decida de pasadita. Se acerca un Tsuru gris. Beatriz se acomoda el escote de la blusa y con la mano derecha se esponja la melena. El carro pasa de largo. De pronto, las tripas se le anudan en el vientre. Javier aparece en Lecumberri y avanza por la avenida hacia su local balanceando los brazos con donaire.
“Ahí viene mi rey. Puntual como siempre. ¡Mírame rey, mírame! Si tú quisieras…”
Beatriz se olvida de los clientes. Su pie abandona la pared para colocarse junto al otro como si fuera una mujer más esperando un taxi. Se separa un poco del muro y coloca su bolso en el hombro derecho mientras escucha con atención sus pasos firmes sobre la acera.
“Podría arrodillarme ante ti ahora mismo delante de toda esta bola de pendejos. Solamente tienes que pedírmelo”.
Beatriz lo mira de reojo. Las ganas le brotan por los poros. Mientras su atlética figura se aproxima ella imagina, una vez más, sus bocas unidas por unas lenguas que se enroscan como dos serpientes. Él la recorre con su lengua desde la frente hasta las uñas de los pies. Luego la penetra y la mira a los ojos mientras hacen el amor.
Las pupilas soslayadas de Beatriz la traicionan revelando los orgasmos pendientes que ella riega con pensamientos y solitarias humedades. Él la mira como si en vez de mujer fuera un poste. Un muro de hielo detiene la mirada rabiosa que todos los días lo sigue como perro apaleado por el amo.
“Daría lo que fuera por verte venir hacia mí. Serías el único hombre sobre la tierra al que no le cobraría, al único que besaría en la boca. Pero no quieres estar conmigo ni pagando ni de gratis. Eso está muy claro.”
Y siente un dolor en el cuerpo. Un dolor ancho como su propio orgullo.
“Ya sé que no soy ninguna princesa, pero sí la mejor de todas las putas de por aquí. Varios me han dicho que soy bonita.”
Beatriz se sacude el cabello con un altivo movimiento de cabeza. Lo observa, lo saborea acercándose a ella, le gusta el ruidito alegre que hacen sus pantalones de mezclilla al chocar en su entrepierna a cada paso. Lo desea con todo su cuerpo que conoce de calores y sudores y a la vez lo odia por ignorarla. Su perfume de maderas se diluye con el humo de los escapes gruñendo en la avenida al pasar frente a ella.
Javier se acuclilla para abrir los candados y su trasero se marca en el pantalón estirado por el esfuerzo. Beatriz quiere correr y abrazarlo por detrás. Embarrarse en él y besarle la nuca. Javier levanta la cortina y se quita la chamarra. Su espalda es un triángulo de músculos. Toma en sus brazos los maniquíes con gran delicadeza a sabiendas de que Beatriz lo mira y los coloca sobre la banqueta.
Lentamente desabrocha los botones de la blusa que se exhibió el día anterior. Desliza la tela por los hombros de la muñeca acariciando con las palmas de sus manos las rosadas protuberancias de pasta como si se tratara de una mujer. Ensarta las mangas en los brazos y antes de abrochar los botones roza como al descuido las tetas duras, sin pezones, del maniquí. Los pechos de Beatriz, vivos, se estremecen al imaginario contacto de esos dedos crueles que se solazan provocándola.
Javier termina de vestir y acomodar los maniquíes frente a su tienda de ropa hindú. La más grande del lugar. Se introduce al local no sin antes dedicar a Beatriz una mirada matizada de sorna y una sonrisa ladeada. Beatriz hincha el pecho con gravedad y sus senos se inflan como las velas de una embarcación. Se muerde los labios rojo escarlata y redobla el fuego de su mirada. Los nudillos blanquean sobre la correa de la bolsa.
Pasan los ñeritos tratando de tocarla. La realidad cae sobre Beatriz como un palazo de tierra sobre un ataúd.
“Pa’ qué te haces pendeja, Beatriz. Sabes muy bien que nunca será tuyo. Él es todo un empresario y tú una pobre puta. Sí, seguro que se va de putas, pero de las catrinas, de las que se contratan por teléfono y cobran un lanal. ¡Qué bueno! ¡Alégrate! Porque si alguna de las muchachas te dijera que se fue con él, te morirías de la tristeza... Ya mejor habías de olvidarlo, total... un día de estos se casa con alguna riquilla, hija de algún comerciante... pa’ juntar las fortunas y ser muy felices, como en las telenovelas. ¡Qué chingadera es tu vida Beatriz! Te acuestas con cinco o diez hombres al día y no puedes acostarte con el que tú quieres.”
El ánimo de Beatriz se hace chiquito como un pedazo de carne en el fuego: quemándose, secándose... pero algún intacto residuo se resiste a las cenizas.
La cara chamagosa de Verónica Castro acude a su recuerdo y Beatriz sueña que puede ser Rosa Salvaje. “Diosito haz que me caigan muchos clientes pa’ juntar dinero y estudiar pa’ secretaria. Podría pedirle chamba al Javier y luego hacer que se enamorara de mí. A lo mejor... vestida de otro modo, portándome bien...”
- ¡Fiiuuuiii! ¡Acá la papa, manita, la papa!
La Juana le chifla y señala un carro que alenta la marcha sobre la avenida. Beatriz se desenreda los sueños del cabello y los echa a la alcantarilla con una colilla de cigarro coloreada de bilé. Se acomoda la falda con un sensual movimiento de caderas, se soba un muslo y rescata la mirada del vacío mientras su pie busca el apoyo, siempre presente, de la pared.
Angélica Santa Olaya D. R. ©

Angélica Santa Olaya nació en 1962 en la ciudad de México. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Colectiva, con mención honorífica, por la ENEP Acatlán, UNAM. Es egresada de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). Forma parte del Diccionario Biobibliográfico de Escritores de México del Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha trabajado en radio, televisión y prensa escrita. Formó parte de un grupo de teatro independiente y estudió pintura. Obtuvo el Primer lugar en dos concursos de cuento breve e infantil en México (1981, con el diario El Nacional y 2004, dentro del programa Alas y Raíces a los niños del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato) y el Segundo Lugar en el V Certamen Internacional de Poesía "Victoria Siempre 2008" celebrado en Entre Ríos, Argentina, por su poema Dos más una, ocho.
Ha participado en diversos encuentros literarios en México, Argentina, Brasil, Cuba y Uruguay. Ha sido publicada en una docena de antologías latinoamericanas de cuento, poesía y teatro. Autora de Habitar el tiempo (Editorial Tintanueva, México, 2005), Miro la tarde (Editorial La Rana, Guanajuato, 2006), El Sollozo (Ed. Tintanueva, México, 2006), Dedos de agua (Ed. Tintanueva, México, 2006) y El lado oscuro del espejo (Editorial La Bohemia, Argentina, 2007) el cual fue publicado y, recientemente, presentado en Argentina.
Ha sido publicada, también, en revistas electrónicas de Chile, Brasil, Cuba, España, Italia, Argentina, Venezuela, Panamá y México así como en las revistas impresas Alforja, Solar, Navegaciones Zur, El Universo del Búho, Parteaguas, El puro cuento, Plan de los pájaros, Yuku Jeeka, Registro, Avance, Ritmo, Letras en Rebeldía, AM, Cultura de Veracruz; Papalotzi; periódico El Nacional, Milenio Diario, Carajo (Chile) y Panorama da Palabra (Brasil). Es profesora de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y miembro del Círculo Internacional de Literatura Vanguardista LALUPE. Becaria del CONACYT (programa 2008-2010) para realizar la maestría en Historia y Etnohistoria en la ENAH.
santaolaya62@yahoo.com.mx