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Tributo al Segundo Oficio Más Antiguo del Mundo

Muchas cosas se dicen sobre la escritura de la mujer para simplificar algo que puede ser tan similar a la escritura patriarcal y sin embargo tan sutilmente diferente.

Luisa Valenzuela,
Peligrosas palabras

Si alguien tiene un destino, se trata de un hombre, si alguien consigue un destino, se trata de una mujer.
Elfriede Jelinek
Las amantes

El verdadero origen de mi columna “La trenza de Sor Juana”, del suplemento dominical Arena de Excélsior, no tuvo lugar el 31 de diciembre de 2001, sino mucho, mucho antes. La fecha exacta no la sé, pero recuerdo nítidamente aquel verano de 1990, de 45 grados a la sombra, en que advertí, no sin sorpresa, que el programa de estudios de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Universidad de Sonora no incluía a ninguna mujer, excepto a Sor Juana (el colmo hubiera sido que no) y acudí ante el académico responsable de diseñar dicho programa para comentarle lo que creí una omisión accidental. El profesor en cuestión rió ante lo que juzgó, además de un arrebato feminista, una exhibición de ignorancia, ¿es que acaso no sabía yo que eran poquísimas las escritoras en el mundo, y, de entre esas excepciones, malísimas la mayoría? No tenía caso, pues, perder el tiempo estudiándolas.
Por aquel entonces, mi ignorancia en este rubro era grande, probablemente superior a la de ese profesor que, en ese instante, exhibió apenas un destello de la misoginia que lo caracterizaría el resto del curso. Realmente pensaba que las únicas escritoras en el mundo eran Rosario Castellanos (cuyo libro, Mujer que sabe latín, que por entonces hallé revoloteando en la mesa de saldo de una de las tres librerías de Hermosillo, manchado de café, lleva conmigo veintidós años y otras tantas relecturas)
[1], las Hermanas Brontë, Elena Garro, Isabel Allende, Laura Esquivel, Sara Sefchovich y Agatha Christie. Nunca localicé a las autoras que analiza Rosario en Mujer que sabe latín: (Isak Dinesen, Virginia Woolf, Mary McCarthy, Simone De Beauvoir, Lillian Hellman, Ulalume González de León, Violette Leduc, Simone Weil o Yvie Compton-Burnett); en ninguna de las dos bibliotecas de Hermosillo habían escuchado hablar de ellas siquiera. Un par de años más tarde, una amiga feminista (de esos exóticos especimenes que en Hermosillo no se daban precisamente en maceta) me introdujo en la lectura de Virginia Woolf, Simone De Beauvoir y Erica Jong que ejercieron sobre mí un deslumbramiento difícil de describir. Puedo suponer que fue como engancharse a una droga o a una secta secreta, porque mi lectura de estas maravillosas escritoras azuzó mi necesidad de enviar más señales de humo y convocar a otras tantas. Una de las pocas maestras que quebrantaban la atmósfera bohemia (en el mal sentido de la palabra) y excluyente de la escuela de Letras, Josefina de Ávila Cervantes, puso en mis manos a Igor Caruso (que no es mujer pero fue como leer a una, por lo bien que nos conoce), a Susan Sontag y a Sylvia Plath. Posteriormente, un doctor en Letras Españolas invitado a impartir un curso de Literatura Latinoamericana, Rubén Sandoval, hizo engordar a la planta carnívora al fotocopiarme libros enteros de Luisa Valenzuela, Alejandra Pizarnik, Carmen Boullosa, Inés Arredondo, Ana María Matute y Francesca Gargallo (que, nunca imaginé, se convertiría, a la vuelta de unos cuantos años, en una de mis más entrañables amigas y maestras), contribuyendo a armarme para lo que parecía una empresa quijotesca: demostrar que había decenas, acaso cientos y miles de magníficas escritoras. Empecé entonces a desafiar ostensiblemente al “programa” de estudios de la escuela de Letras, especializándome en escritoras.
Sin embargo, contrario a lo que pudieran suponer los escasos pero fieles lectores de mi columna, no creo en una “literatura femenina” porque ello implicaría la existencia, peor aún, la preeminencia de otra “masculina”, aunque, como bien señala Laura Freixas en su libro Literatura y mujeres
[2], decir que “la literatura es una sola y se divide en buena y mala”, desprende ya cierto tufillo a cliché. No obstante, las autoras continúan viéndose en la necesidad de repetirlo como un mantra ante la insistencia de quienes formulan, a decir de Rosa Montero, la primera pregunta de rigor en toda entrevista a una escritora: ¿Existe una literatura de mujeres?[3] Virginia Woolf responde: “Hasta en un hombre, la parte femenina del cerebro deje ejercer influencia; y tampoco la mujer debe rehuir contacto con el hombre que hay en ella. Esa tal vez fue la intención de Coleridge cuando dijo que una gran inteligencia es andrógina (...) Quizá una mente del todo masculina no puede crear, así como tampoco una mente del todo femenina (...)”[4] En este sentido si me he permitido diferir de la autora del que fuera otro de mis libros de cabecera de la etapa universitaria: Mujer que publica, mujer pública[5] y que últimamente he releído con singular placer. En él, Brianda Domecq se manifiesta totalmente a favor de una literatura femenina, escindida de la que escriben los hombres, en este caso, la “literatura masculina”. Argumenta en forma espléndida las diferencias entre una y otra, y en efecto, Brianda nos está hablando de un corpus literario emprendido por las que podríamos llamar “pioneras”, es decir, escritoras mexicanas que optaron por brindarle la voz cantante a las mujeres, las que virtualmente no existían antes del surgimiento de las primeras escritoras profesionales (remarco el “profesionales” porque escritoras ha habido siempre: lo que no habían eran condiciones apropiadas para el ejercicio de la creación en las mujeres). Dice Brianda: “(…) ahí están nuestras protagonistas, entrando al cuarto de baño para orinar, bañarse, maquillarse, masturbarse o simplemente escapar un rato del asedio familiar. En cambio, los espacios más públicos de la casa, como la sala o el comedor, tienen menos incidencia y suelen aparecer como si la protagonista, pegada a la pared, los estuviera viendo tangencialmente (…) Luego están los objetos, muchos de los que hacen su debut en la literatura: las escobas y las cubetas, los kotex y las pañaleras, los basureros y el fregadero.”[6] En esto tiene razón: no podemos renegar de una Elena Poniatowska, de una Pita Amor, de una Emma Godoy que introdujeron el entorno femenino y el lenguaje secreto de las mujeres en la literatura, pero aún así estoy en desacuerdo con el empleo del término “literatura femenina”, porque del mismo modo que las mujeres hemos penetrado sin prejuicios ni tapujos el mundo de los varones, recreado por los escritores varones; las aventuras marítimas de Melville, la pasión por la caza y el boxeo de Hemingway y las francachelas compulsivas de Bukoiwski, así ellos deben incursionar en nuestro territorio, con la misma curiosidad, con el mismo placer, con la misma emoción. El asumir que la literatura puede tener sexo implica dividir territorios, implantar guetos. Por otro lado, y era obvio que Brianda no lo tomara en consideración porque al momento de escribir su ensayo la globalización era un proceso incipiente, mujeres y hombres del siglo XXI, particularmente los muy jóvenes, se sienten muy compenetrados con sus respectivos mundos, y eso se refleja necesariamente en la literatura que, considero, es el territorio donde empiezan a esfumarse las barreras impuestas por la sociedad y la cultura, es decir, los estereotipos de masculinidad y feminidad. Alaíde Foppa, entrevistada por la propia Brianda, y epítome de la feminidad en su poesía, tampoco cree en la existencia de una literatura femenina: Es evidente, piensa Alaíde, que existen vivencias que les son exclusivas al hombre y otras a la mujer, pero hablar de un “lenguaje femenino” confunde la temática con la escritura, “Es decir, el río subterráneo (para usar el título de ese precioso libro de cuentos de Inés Arredondo), ese río subterráneo que es la poesía, no puede ser sólo de mujeres, aunque quizá las mujeres lo sentimos más subterráneo.”[7]
Existen, es cierto, un punto de vista masculino y otro femenino. Autores que han escrito espléndidamente desde el femenino han sido Tolstoi, Flaubert, Wilde, García Ponce, Millás, el exquisito Álvaro Pombo, de quien dice Laura Restrepo, “escribió la mejor novela femenina, Entre las mujeres”. El escritor mexicano, Alberto Ruy Sánchez, describe con sibarítica belleza las sensaciones de una mujer embarazada: “(...)Todos los sabores de los alimentos parecían multiplicar su intensidad para ella. Hasta el agua le sabía mucho mejor. Su piel era más sensible en más puntos insospechados del cuerpo como si el tacto hubiera decidido reinar entre los sentidos y el paso secreto de la hormiga que incendia los labios del sexo le caminara de pronto hasta las rodillas (...)”.[8] De entre los más jóvenes, Antonio Tenorio (México, 1966) ha sorprendido a la crítica con una hermosa novela, El permanente estado de las cosas, narrada no por una, sino por tres mujeres pertenecientes a distintas generaciones de una misma familia, lo que implica no sólo recurrir a una perspectiva femenina sino recuperar las voces de las mujeres que nunca hablaron.[9] “Las mujeres —dice Tenorio—son las depositarias de la tradición y quienes la transmiten de una generación a otra. Son quienes nos enseñan las palabras, y nuestra forma de estar en el mundo es a través del lenguaje. Y lo hacen en el acto de enseñarnos a hablar, pero también en el de enseñarnos a recordar: las madres, las abuelas, las tías. Luego, la novela es, en la figura de sus mujeres, a este pilar de la cultura que es la transmisión de lo que somos y hemos sido a través de las mujeres.”[10]
Mujeres como Marguerite Yourcenar, Josefina Vicens, Cristina Peri Rossi, Francesca Gargallo, Cristina Rivera Garza, Mayra Santos-Febres, Ana García Bergua, Donna Tartt y Zadie Smith, han escrito, con fortuna, desde el punto de vista masculino. Cito de nuevo a Rosa Montero: “Lo más probable es que yo tenga mucho más que ver con un autor español, varón, de mi misma edad y nacido en una gran ciudad, que con una escritora negra, sudafricana y de ochenta años que haya vivido el apartheid (...)”[11] Ya no existen terrenos ni tópicos exclusivamente masculinos o femeninos. Vemos hombres escribiendo sobre amor y cocina; mujeres que escriben sobre guerra y política. Estoy muy de acuerdo con Fabienne Bradu cuando señala que “Tan condenable sería el crítico que pretendiera establecer una relación artificial y forzada entre la escritura femenina y la emancipación social de la mujer, como la escritora que pretendiera expresar un “nosotras, mujeres” que sólo existe en los panfletos ideológicos.”[12]
Soy feminista. Tuve que convertirme en una para sobrevivir en un medio tan hostil como el antes descrito. Como tal leo a teóricas feministas, aunque no sea mi intención aplicar dichas teorías a la elaboración de mis semblanzas de escritoras que llamo “trenzas”, por ser mi aportación mucho más apegada al campo de lo periodístico que de lo académico. Agradezco sin embargo se le preste una especial atención a la literatura escrita por mujeres: tantos siglos de marginación y subestima no se resuelven en un mes, ni en un año... ni siquiera en un siglo. Posiblemente nuestras bisnietas puedan leer y ser leídas por lectores y lectoras que no tengan tan presente que detrás hay “una mujer que escribe”, y por tanto ya no sea menester decir cosas como estas, y aún entonces continuará el rescate de todas esas artistas notables (literatas, músicas, artistas plásticas, etc) que se han tragado la incomprensión, el olvido y la misoginia, labor actualmente asumida por notables rastreadoras, investigadoras y restauradoras de textos escritos por mujeres durante los período del medioevo y el barroco europeo y el siglo XIX latinoamericano, como las españolas Evangelina Rodríguez Cuadros y María Haro Cortés[13], o las mexicanas Ana Rosa Domenella, Gloria Prado, Luz Elena Zamudio y en general las integrantes del Taller de Teoría y Crítica Literaria Diana Morán. Parafraseo a Elizabeth A. Johnson, monja feminista, uno de mis más notables hallazgos: “(...)la opción de establecer una conexión con los antepasados, como ha señalado sabiamente Adrienne Rich, tiene el carácter de un acto de responsabilidad moral.”[14]
Me propuse, pues, abordar exclusivamente escritoras porque es un hecho que la literatura escrita por mujeres no ha sido lo suficientemente valorada, más aún, se desconoce fuera de círculos muy especializados; porque que si bien Susan Sontag, Margaret Atwood, Doris Lessing, Fleur Jaeggy o Luisa Valenzuela gozan de los mismos méritos de genio y talento que José Saramago, Gunther Grass, Imre Kertész y J.M Cotzee, por nombrar a los Nóbel más recientes, es muy probable que tal Premio no se les conceda nunca: Sólo nueve mujeres han sido distinguidas entre 1901 y 2003, descontando los cinco años de la Segunda Guerra Mundial en que el premio no fue otorgado: Selma Lagerlloff, Nelly Sachs, Grazia Deledda, Sigrid Undset, Pearl S. Buck, Gabriela Mistral, Toni Morrison, Nadine Gordimer, Wislawa Symborska y muy recientemente a Elfriede Jelinek, cuyo nombramiento suscitó una enorme polémica: ¿Por qué no Thomas Bernhardt? ¿Por qué no Peter Handke?, se preguntaron críticos y estudiosos de la literatura alemana que ni siquiera habían leído a Jelinek.
Cuando Miguel Barberena, director de Arena, me preguntó que título me gustaría para mi columna, La trenza de Sor Juana brotó espontáneamente de mis labios, no sólo por lo que Sor Juana significa para mí, sino porque justo en ese momento recordé lo parafraseado por Octavio Paz en Las trampas de la fe acerca de la trenza que ella cercenó para, simbólicamente, librarse de un peso que le impedía pensar. Como la propia Sor Juana explica a Sor Filotea, que pasaría a ser metáfora de la oblación del intelecto femenino a manos de los patriarcas (Sor Filotea, lo sabemos, era en realidad un varón), consideraba que por estar “vestida de cabellos cabeza estaba tan desnuda de noticias.”
[15] Pero esa trenza que Sor Juana sacrificó en nombre del intelecto, al considerarse la feminidad impedimento para acceder al conocimiento, es hoy nuestra reliquia, recordatorio de ese sacrificio mucho más amplio que cortarse el pelo, por lo que el título sugiere asimismo continuidad: las que preceden a la Monja Jerónima, si bien he hecho excepciones con tres autoras muy anteriores a Sor Juana que no podía dejar fuera: Hipatia de Alejandría, la renacentista, pionera del feminismo, Christina de Pizan y Santa Teresa de Ávila.
No importa si son poetas, narradoras, ensayistas dramaturgas, filósofas, periodistas, académicas, historiadoras, teólogas, o un poco de todo, que las hay. La única restricción que me impongo tiene que ver con la calidad literaria. Ocasionalmente relajo mi implacable juicio y cedo ante autoras que aporten una obra interesante, peculiar, original; o cuya historia de vida represente de algún modo la rebeldía de escritoras que defienden su vocación en circunstancias adversas como pertenecer a sociedades fundamentalistas, ser madres abandonadas o sojuzgadas, estar inmersas en alguna lucha social, padecer algún tipo de persecución política o religiosa, haber escrito un libro que, como en el caso de la china Wei Hui, haya sido quemado en una plaza pública; o contar con alguna característica sobresaliente y, ¿por qué no?, divertida: el rango de edad de las autoras vivas que he comentado va desde los 15 de la siciliana Melissa Panarello, hasta los 106 años de la alemana, nacionalizada mexicana, Mariana Frenk-Westheim, recientemente fallecida: escritoras noveles ambas.
Es necesario entender, por otro lado, que la literatura escrita por mujeres no es algo que empezó en los años ochenta del siglo XX, donde los libros escritos por y para mujeres se vendían junto con los cosméticos y otros artículos suntuarios, sino que lleva siglos y siglos gestándose en la intimidad de los hogares, ante los peroles y la labor de costura; desde Eukheduana, la primera escritora conocida en el planeta, que hacia el 22000 a.C escribió sobre una tabla sumeria los suficientes himnos a la terrible diosa de la escritura, Inanna como para que su padre, Sargón de Akkad consagrara una biblioteca entera a los escritos de su hija
[16], pasando por la presunta inventora del género novelístico en 1010, la japonesa Murasaki Shikibu; la griega Safo, las escritoras del romanticismo, las del barroco, las que desafiaron al modernismo y al llamado “boom” latinoamericano, imponiéndose a pesar de la brutal marginación disfrazada de paternalismo. Mostrar, por otra parte, que magníficas escritoras las hay lo mismo en México, España e Inglaterra, que en Egipto, Austria, Perú, la India, Israel, Suecia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Vietnam, Escocia, El Salvador, Grecia, Québec, Checoslovaquia... hasta en Kenia y en Belice, y en los regímenes fundamentalistas. En los países latinoamericanos y regiones conservadoras de España, Asia, Oriente Medio y Europa Oriental, las escritoras pueden relatar vivencias semejantes a las de principios del siglo XIX, que se veían obligadas a pedir permiso a un intelectual varón. Robert Southey respondió a una carta de Charlotte Brontë de la siguiente manera: “Una mujer no puede ni debe hacer de la literatura la razón de su vida. Cuanto más se consagre a sus propios deberes, menos tiempo tendrá para ella, sea como objetivo o esparcimiento. A esos deberes no ha sido llamada, y cuando lo sea tendrá menos ansia de celebridad. No buscará la emoción en la imaginación, pues ya traerán demasiada las vicisitudes de esta vida y las angustias de las que no ha de esperar quedar exenta, sea cual fuere su estado.”, a lo que Charlotte arguyó graciosamente: “Si la perfección cristiana es necesaria para salvarse, yo nunca me salvaré; mi corazón es un semillero de pensamientos pecaminosos (...)”[17] Dice Silvina Bullrich en su ensayo de 1956, “La mujer en la novela femenina”: “¿Qué mujer no ha oído estupefacta de boca de hombres amablemente mediocres ese reiterado pedido de “la gran obra”, esa exigencia de talento?”[18] Sin embargo, no puedo pasar por alto el más atesorable consejo de un escritor a una escritora, atribuido por la novelista estadounidense Frances Sherwood al filósofo y sociólogo Richard Price, amigo y mentor de Mary Wollstoncraft: “Cuando escribo mis sermones no siempre escribo acerca de lo que soy en aquel preciso momento, ni de lo que sé que es verdad en aquel momento, ni de lo que sé en general que es verdadero o falso. Oh, no. Sólo raras veces. Escribo un deseo y una esperanza, y un deseo de ser, de llegar a ser, de comprender.”[19]
Para concluir, me permito destacar un detalle curioso: casi todos mis lectores son varones. Esto lo sé por el conteo de mails que a propósito de mi columna recibo eventualmente. Noto con alegría que ese prejuicio de los lectores varones contra la literatura escrita por mujeres ha pasado de la curiosidad a la más franca admiración. No gracias a mí, desde luego, aunque ellos me atribuyan algunos maravillosos hallazgos, a la vez que yo les agradezco invaluables sugerencias. Hacer excelentes amigos y amigas y contradecir a aquel profesor que aseguró que no existían escritoras suficientes, ni lo suficientemente buenas, ha sido la mayor satisfacción que me ha aportado “La trenza de Sor Juana”
EVE GIL

[1] Lecturas mexicanas 22, Fondo de Cultura Económica, México, 1984.
[2] Literatura y mujeres, Destino, Barcelona, 2000
[3] La loca de la casa, Alfaguara, México, 2003, p. 169
[4] Un cuarto propio, Traducción de Jorge Luis Borges, Colofón, México, 2000, p. 87
[5] Editorial Diana, México, 1994.
[6] p. 59
[7] Íbid, p. 111
[8] Los jardines secretos de Mogador, Alfaguara, México, 2001, p. 71
[9] El permanente estado de las cosas, Literatura Mondadori, julio 2003.
[10] Entrevista personal con el autor
[11] Ibid, p. 171
[12] Señas particulares: escritora, FCE, Primera Edición, México, 1987, p. 10
[13] Entre la rueca y la pluma, novela de mujeres en el barroco, Clásicos de Biblioteca Nueva, Madrid, 1999.
[14] Amigos de Dios y profetas, Una interpretación teológica feminista de la comunión de los santos, Traducción de Federico de Carlos Otto, Biblioteca Herder, 2004, p. 61
[15] Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Seix Barral, Biblioteca Breve, México, enero 2002, p. 109
[16] Historia universal de la destrucción de los libros, Fernando Báez, Debate, Col. Arena Abierta, México, 2004, p. 32
[17] Vida de Charlotte Brontë, Elizabeth Gaskell, Traducción de Ángela Pérez, Clásica biografías, Alba Editorial, Barcelona, 2000.
[18] Los novelistas como críticos, Norma Clan y Wilfrido H. Corral, Col. Tierra Firme, Fondo de Cultura Económica, 1991.
[19] Mary, Traducción de Javier Escobar Isaza, Grupo Editorial Norma, Colección El Dorado, Colombia, 1996.


Artista: Lulú Basquiat