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Apuntes para servir el té


Eve Gil
128 años. Es el lapso propuesto por Virginia Wolf, en 1928, a través de Un cuarto propio, para que las escritoras alcancen la emancipación que les permita crear sin sobresaltos. No se refería concretamente a la conquista de un cuarto propio (algo que sigue resultando complicado, particularmente para las que somos casadas y con hijos), sino al hecho de superar el afán de lamentarnos a través de la escritura, es decir, rebasar el predominio del “yo” y “(…) la aridez que proyecta su sombra, como la del haya gigante. Nada puede crecer ahí.” Han transcurrido, al momento en que escribo esto en un café, casi ochenta años, es decir, faltan más de treinta para recapitular la profecía de Virginia, sin embargo me he permitido adelantarme un poco, sólo un poco.
De entrada haré hincapié en que hasta hace muy poco ninguna autora había continuado la discusión iniciada por Virginia sobre un cuarto propio, quizá porque tendemos a ser ingratas con las mujeres que nos han abierto camino hacia un espacio personal, aislado de nuestras obligaciones laborales y domésticas; un espacio exclusivo para pensar, para meditar, para crear, lejos de preocupaciones mundanas y muñecas olvidadas. Asumimos como natural y legítima la posesión de ese espacio, de ese tiempo, por fugaz que sea, por más que Virginia nos demuestre que hasta hace muy poco las mujeres no tenían acceso ni siquiera a eso. Quien de alguna manera continúa la discusión de Virginia, aunque saltándose la importancia del cacareado cuarto (ya volveremos a ello más tarde) es una escritora septuagenaria de nombre Elizabeth Costello, de nacionalidad australiana, que, como sin duda hubiera sido el caso de la propia Virginia de llegar a vieja, es contundente y sólida en sus convicciones, y esa convicción puede llevarla a ser impertinente… y como veremos no es lo mismo ser impertinente a los treinta y pocos que a los sesenta y muchos (lo que en un viejo es sabiduría, en una vieja es necedad, secuela de la menopausia). Hubiera sido, sí, insoportable, permitiéndose opinar sobre temas delicados, fastidiosos, incitadores de controversia, como la literatura escrita por mujeres, la importancia de una literatura autóctona, los derechos elementales de los animales, la prioridad de la cultura griega sobre la cristiana, etcétera. Elizabeth Costello nunca menciona haber echado en falta un espacio propio, pero su actitud, sus desplantes, son ni más ni menos los de una escritora ansiosa de reclusión, de silencio, de separación de un mundo que si bien aplaude y devora sus novelas (en ese orden), deplora su heterodoxa visión de los temas capitales, porque heterodoxa es necesariamente la visión de toda mujer, de toda vieja. Como mujer, como mujer anciana, suponen algunos, su hijo entre ellos (que la ama, que la odia… ¡qué más da!) debiera, como Greta Garbo, retirarse dignamente de los reflectores y guardarse sus molestas opiniones… y sin embargo es requerida una y otra vez para hablar justamente de esos temas que incomodan, que joden, que hacen sudar a sus escuchas, y ella se complace en contrariar al respetable, compuesto en su mayoría de jovencitos sabihondos con ínfulas de críticos literarios, infantes terribles que la mafia literaria adopta como mascotas y francotiradores pero decidida a no dejar de ser ella, a nunca dejar de hablar por ella, desde ella. A estas alturas, por cierto, está harta de que se le cuestione el haber reivindicado a Molly Bloom, el más célebre personaje femenino de Joyce, a través de su novela La casa de Eccles Street:

-(…) La idea de que Joyce había dado a conocer en aquel capítulo la verdadera voz de lo femenino y todo eso –le dice a la Costello, durante una entrevista radiofónica, la talentosa pero muy petulante Susan Moebius – (…) Y empecé a pensar en otras mujeres que creíamos que habían recibido su voz de escritores varones, en aras de su liberación, pero en última instancia solamente para servir a una filosofía masculina. Pienso sobre todo en las mujeres de D.H Lawrence, pero si uno va más allá puede incluir a Tess D’ Urbevilles y a Ana Karenina, por nombrar solamente a dos. Es una cuestión muy amplia, pero me pregunto si querrá usted decir algo al respecto. No solamente sobre Marion Bloom y las demás, sino también sobre el proyecto de reclamar las vidas de las mujeres en general.

A lo que Elizabeth responde lo que hubiera respondido Virginia, seguro que abriendo mucho los ojos:

-(…) para ser justos, los hombres también tendrían que rescatar a Heathcliff y a los Rochester de los estereotipos románticos, por no hablar del viejo y acartonado Casaubon. Sería un espectáculo magnífico (Elizabeth Costello, p. 22 y 23).

Elizabeth Costello se burla despiadadamente del anquilosamiento de cierto pensamiento feminista, precisamente frente a una petrificada feminista (por cierto, mucho más joven que la propia Costello, y más prejuiciosa también: más parecida a Saint Beuve que a Simone de Beauvoir) del mismo modo que ironiza sobre el provincianismo ante un escritor africano que furibundo reclama el derecho de los escritores africanos a escribir como tales (¿quién se lo impide, por Dios?), es decir, obedeciendo a una tradición oral por encima de la tradición literaria… o del marketing. Lo que, presiento, Elizabeth no expresa con la intención de fastidiar a alguien, es la comparación que establece entre los animales que desfilan rumbo al matadero y los judíos de los campos de exterminio. Apasionada defensora de los derechos de los animales, no parece considerar la posibilidad de alguien del público se sienta insultado ante semejante comparación; alguien que ha olvidado que para Hitler los judíos eran menos que animales. Finalmente, Elizabeth Costello (a quien invariablemente se le menciona junto a Christa Wolf y Doris Lessing) no ha conquistado un cuarto propio: como muchas de nosotras recurre aún al armazón de la ironía para esquivar las generalizaciones absurdas que suelen encajarse como dardos en el bajo vientre. Como “mujer-que-escribe” ha de lidiar de continuo con la cuestión de la feminidad y la masculinidad de sus personajes… ¿quién cuestiona a un escritor varón por elegir como narrador a un hombre o a una mujer? ¿A quién diablos le importa eso tratándose de un escritor? (a menos, claro, que siendo heterosexual decida darle voz a un homosexual, por ejemplo) Cuando una mujer, Costello en este caso, elige un personaje creado por otro autor, los críticos no lo llaman “homenaje” sino, como el propio hijo de la autora señala, “afán de medirse con los clásicos”. Y “los clásicos”, huelga decir, son todos varones (nadie piensa en Cristina de Pizan, Aphra Behn o George Eliot, contemporáneas respectivamente de Dante, Shakespeare y Dickens). ¿Por qué una mujer que retoma a Molly Bloom necesariamente querría pontificar acerca del derecho a la libertad sexual de las mujeres? ¿Y si todo lo que quería era divertirse? ¿Realmente Elizabeth Costello tiene por propósito crear consciencia cuando, como dice Susan Moebius, extrae del ámbito doméstico a una real gata en celo como Molly Bloom, con la que por cierto se han identificado mucho más hombres que mujeres? (yo, por ejemplo, me parezco más a Stephen Dedalus). ¿Cómo es que siendo recalcitrante feminista la Moebius, deplore el afán de autoironizarse de Elizabeth?: “Como máximo podría aceptarlo de un hombre, pero no de una mujer. Una mujer no necesita llevar esa armadura” (las cursivas son mías): ¿Estás segura, mi querida Susan? ¿Acaso la ironía es un arte exclusivamente masculino o, más bien, un arte cultivado por los oprimidos para narrarse sin resultar patéticos?
Pero el más implacable juez de Elizabeth es John Bernard, su hijo. El mismo a quien la Moebius ha seducido ¿feministamente? en un ascensor para obtener información sobre la mujer que dice admirar pero en realidad, envidia. El perpetuo lloriqueo del edípico Johnny nos hace ver hasta qué punto las mujeres, más que ganarnos el famoso cuarto, lo hemos tenido que sitiar… y no hablo de una estancia amueblada y cómoda, pues para Virginia el cuarto propio era una metáfora de la independencia económica de la mujer. Hablo de una forma de estar, de acceder al mundo, a la soledad sin culpas; hablo de un derecho a escribir sin tener que estar rindiendo cuentas de por qué preferimos un narrador masculino a uno femenino, o por qué nos tomamos el atrevimiento de reescribir a un personaje de Joyce o de Nabokov o de Dante; lo empleo también como metáfora de ya no sentirnos agobiadas de culpa por el tiempo que le arrebatamos a nuestros hijos para consagrarlo a la escritura; hablo concretamente de un cuarto propio para la escritora que es madre y esposa y puede alternar las tres facetas sin sentir que viola alguna ley divina:

“Esta mujer –diría (John Bernard) si tuviera que hablar-, en cuyas palabras confiáis como si fuera la sibila, es la misma persona que hace cuarenta años se escondía día tras día en su habitación alquilada de Hampstead, llorando a solas. Por las noches salía a las calles neblinosas para comprar el pescado frito con patatas del que se alimentaba y luego se quedaba dormida sin desvestirse. Es la misma mujer que después caminaba furiosa por la casa de Melbourne, con el pelo alborotado, y les gritaba a sus hijos: “¡Me estáis matando! ¡Me estás arrancado la piel a tiras!” (p. 38).

¿Cuánto se ha ganado en el terreno de la escritura (que no literatura) femenina desde Judith, la hipotética gemela de Shakespeare que, siendo idénticamente talentosa a su hermano termina suicidándose? La conquista material, es decir, la posibilidad de costearnos el famoso cuarto, no nos libera del fardo que dejamos fuera… y no me refiero a los hijos, sino a una sociedad incapaz de tolerar la neurosis de una escritora cuando sí comprende, venera incluso, la de un escritor. Salvo Carson McCullers, no conozco algún caso en que el comprensivo esposo retira a los niños de la sagrada puerta de la madre que escribe. Los escritores siempre tendrán a mano una señora comprensiva y enamorada que regañe a los hijos llorones que claman por el caballito (su padre); que amen lavar y planchar las camisas del hombre de letras y hasta se beban el agua con residuos de mugre, a ver si se les pega algo, y mantengan caliente la sopita del susodicho para cuando se decida dejar la reclusión, loco de hambre. Una madre recluida será siempre recordada con rencor, con enojo, no así el padre virtualmente ausente.
Hasta aquí, espero haberles hecho creer que Elizabeth Costello es una persona real, heredera de Virginia Wolf. Yo misma lo creí a pesar de que, de antemano, sabía que se trataba de un personaje ficticio, salido de la pluma de un varón, J.M Coetzee, Premio Nóbel de Literatura 2003. Este hecho, naturalmente, la mueve a una a recelar: ¿Qué es lo que trata de decirme el profesor Coetzee con todo esto? ¿Qué su heroína, probablemente suma de muchas escritoras que conoce, que incluso se sentirán aludidas, es una vieja neurótica, necia y pesada?... ¿O que los necios son quienes insisten en ver a Elizabeth Costello como una vieja ridícula? ¿Hasta qué punto (y he aquí lo más inquietante del asunto) podría exclamar Coetzee: “I’m Elizabeth Costello”?
Elizabeth Costello, para empezar, critica un ámbito intelectual dominado por hombres. Critica, sobre todo, las actitudes de ciertos intelectuales y se horroriza de sí misma cuando se descubre participante de las escaramuzas de aquellos a quienes menosprecia (que no desprecia pues en cierto modo admira a estos hombres). Nuevamente pienso en Virginia, quien a través de varios textos (pienso principalmente en Orlando, que pudiera ser leída como una demoledora crítica al medio intelectual londinense de su tiempo) nos legó un fresco literario de la podredumbre de las almas de ciertos hombres y mujeres llamados “artistas”. El poeta isabelino, Nick Greene, el mismo a quien en Un cuarto propio visualiza como el principal verdugo de la vocación artística de Judy Shakespeare, pareciera ser la suma de toda esa estulticia disfrazada de sapiencia en la que se sumerge el artista cuando sucumbe al elogio unánime, a la gloria fabricada por los dioses de este mundo, trampa en la que difícilmente caería una mujer artista dado que a ella le está vedada la gloria terrenal (¡y qué bueno!); una artista, una escritora, puede darse de santos si esos mismos críticos, en realidad coronadores de plebeyos, le brindan algún consejo para depurar su técnica, y aluden a su encanto, a su feminidad ingeniosa o a su audacia para narrar desde el punto de vista masculino (esto será visto casi siempre como el mayor logro de cualesquier autora: deslindarse de su ser femenino); o el máximo elogio para una escritora: escribe como hombre. Si ser escritora fuera lo mismo que ser escritor, no se escribirán reseñas con títulos tan burdos como La buena, la mala y la fea, donde la buena será la que obediente acate las normas que para ella han dispuesto los mini dioses; la mala, quien abiertamente se pasa por las partes pudendas dichas normas y se arroga el derecho de pensar lo que le plazca, y la fea la que va todavía más allá al exhibir un nivel de sabiduría y experimentación al que ninguno de los gurúes antedichos se había atrevido[1]: a las mujeres se nos prohíbe ser precursoras, y sin embargo ahí están, para fastidio de los críticos y académicos machistas, Ann Radcliffe, Mary Shelley, Emily Brontë, Madame de Stael, Fernán Caballero y Susan Sontag, entre muchas también muy feas.
Pero digámoslo mejor con palabras de Virginia Wolf, Vicky la fea, la más fea de todas:

“(…) si el genio, divino como es y adorable, suele alojarse en las envolturas más sórdidas y a veces, ¡ay de mí!, devora las otras facultades, de suerte que donde la Mente es mayor, el Corazón, los Sentidos, la Grandeza del Alma, la Caridad, la Tolerancia, la Buena Voluntad, y el resto casi no pueden respirar. De ahí la alta opinión que tienen de sí mismos los poetas; de ahí la tan baja que tienen de otros; de ahí las enemistades, injurias, envidias y epigramas que los atarean continuamente; de ahí la rapidez con que los reparten, de ahí su rapacidad para exigir simpatía; todo esto, lo diremos en voz baja, para que los intelectuales no se enteren, hace que servir el té sea un ejercicio más problemático, y en verdad, más arduo que lo que suele suponerse. A esto se añade (volvamos a bajar la voz para que las mujeres no se enteren) un secretito que los hombres comparten; Lord Chesterfield se lo confió a su hijo bajo el más estricto secreto: “Las mujeres no son más que niñas grandes… El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y la adula.” Como los niños invariablemente oyen lo que no deben y a veces llegan a ser grandes, el secreto se ha divulgado y la ceremonia de servir el té es curiosísima (Orlando, 147).

En tiempos de Doña Virginia, los hombres eran un bando y las mujeres otro. Imposible visualizar como intelectual a una señora. En español, incluso, se creó un apelativo para aquellas que presumían de serlo: marisabidilla. Pero… ¿acaso ha cambiado la cosa? ¿No es demasiado evidente que a Lizzie Costello, por ejemplo, se le ve como una curiosity más que como una verdadera intelectual? La diferencia entre Elizabeth y Virginia es que aquella no tiene que dirigirse a un público compuesto por señoras abanicándose, pero… ¿qué podemos decir de los señores que la escuchan con anticipado y franco escepticismo? No, definitivamente Elizabeth es considerada una novelista pero de modo alguno una intelectual. Ella, por su lado, no tiene una buena opinión de esa especie humana que ha dado en autodenominarse intelectuales, como veremos en este pensamiento que le inspira un antiguo amante africano con quien coincide en un barco:

“Cuando ella lo conoció todavía podía llamarse a sí mismo escritor de fama honorable. Ahora se gana la vida hablando. Sus libros existen como credenciales y nada más. Puede que sea un colega de la farándula, pero ya no es un colega escritor. Está en el circuito de las conferencias por dinero, así como por otras recompensas. Por ejemplo, el sexo (…)” (p. 60 y 61)


Elizabeth Costello llega a ser vista como una especie de monstruo de tres cabezas, particularmente por no callarse pensamientos como el anterior. Coetzee la hace reflexionar acerca de algo y posteriormente la deja expresar verbalmente sus pensamientos, e invariablemente la reacción a su alrededor será de espanto, ¡cruz, cruz!, porque es una mujer, una vieja que no sabe guardarse sus opiniones. Es decir: Elizabeth Costello se rehusa a hacer de tonta y esa es una imperdonable falta de etiqueta femenina. Justamente esa es la más amarga queja que se lee en el Diario de Virginia Woolf: el escepticismo que sus comentarios suscita entre sus interlocutores varones, “(…) el intercambio de miradas colmado de una confusa mezcla de asombro, sarcasmo e indignación. La estupidez de un varón es socialmente más tolerable que una exhibición de genio femenino (…) “Así pues, mientras los hombres, los intelectuales en este caso, se han mofado y se siguen mofando de nosotras y las mujeres hemos desarrollado una visión crítica respecto a las actitudes misóginas y machistas, así como de la desesperada necesidad de ciertos varones por reafirmar lo que ellos tienen por masculinidad.
¿Se burla Coetzee de las escritoras ancianas? Ciertamente no, aunque no se burla tampoco de los interlocutores de la Costello. Ella es una mujer inmersa en un mundo diseñado y regido por varones, que sencillamente no se siente cómoda ahí y no porque no lo comprenda, antes bien, comprende demasiado, y justo por eso preferiría estar en otra parte. Coetzee podrá no simpatizar con su heroína, podrá no sentir la mínima ternura hacia ella (no la siente), pero la entiende. Quizá porque en el fondo no es tanta la diferencia entre una escritora ermitaña y un escritor ermitaño. “(…) no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer –escribe Elizabeth a su hermana monja-. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos estas bolsas de grasa extrañamente curvadas, y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.”

[1] Ver artículo de Letras Libres del mes de agosto de 2004, firmado por Fernando García Ramírez que me niego a reproducir aquí por respeto a la inteligencia del lector.