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Escritoras para el Nuevo Milenio X

Cambio de sitio
Por: Amélie Olaiz



Tres líneas rojas circundan mi cuello, por eso sé que no fue un sueño, en algunas zonas el color llega a ser casi morado. Al tocar la herida me hago daño y los recuerdos vienen en torrente. No me habían sacudido de esa manera.
Nos citaron a las ocho, una cena formal. El anfitrión, un coleccionista de experiencias, conocía a todos los invitados, pero nadie se conocía entre sí. El ambiente era muy social, muy de compromiso. Las mujeres hablábamos del tiempo, de sirvientas y moda. Los hombres del ocaso de los Talibánes y las estrategias del presidente Fox para sacar adelante lo imposible.
Yo hacía unas muecas espantosas tratando de ocultar, con poco éxito, los bostezos que insistían en mostrarse impúdicos. Estábamos reunidos en una vieja casa de la colonia Roma que había sido propiedad de un magnate español, dueño de las primeras verdulerías tipo miscelánea que se abrieron en México.
—El español murió ahorcado, junto con su esposa en Vegetilandia, en la guerra de las plantaciones. —dijo el anfitrión.
Su chiste rompió un poco el hielo y aunque todos se rieron y varios impulsaron el aire con la mano hacía abajo, como signo de incredulidad, yo tuve la sensación de que aquello era cierto.
Para que mi aburrimiento no se notara, me dediqué a mirar los carteles de Mucha y a curiosear un poco. La casa había sido transformada en un pequeño hotel de lujo y los cuartos de la familia, en habitaciones con las comodidades necesarias para recibir a los huéspedes. A pesar de las reformas realizadas habían conservado de manera impecable el estilo Art Nouveau. El hotel era prácticamente un museo de época; el mobiliario, las lámparas y los objetos originales estaban adornados con todo tipo de plantas, hojas, frutas, flores y vegetales. Al deslizar mi mano por el respaldo de una silla sentí un ligero movimiento, como si la planta labrada ahí tuviese vida propia. Asustada, quité la mano de inmediato pero no observé nada extraño. Volví con el grupo.
El mesero nos atendía asiduamente, a pesar de ser un hombre mayor. Era muy alto, delgado y con un ligero color verdoso. Olía a corteza de pino.
—¿De dónde salió ese hombre?
—El tipo funge como mayordomo y mesero del hotel. Sirvió en la otrora casa del español desde la infancia. El buen hombre no puede separarse de aquí, incluso se murmura que de las paredes toma la energía para seguir vivo. Es como esas plantas que crecen entre dos lozas de cemento—comentó el anfitrión.
Me distraje observándolo mientras servía las bebidas, sus movimientos eran casi vegetales. Al estirar el brazo para colocar nuevas bebidas en la mesa de centro de la sala, pude verle la piel; semejaba la corteza de un árbol. Es como un espécimen botánico, murmuré antes de sorber un trago de mi cocktail. Desde la puerta del salón el tipo me clavó los ojos, esbozó una especie de mueca, y miró mi bebida que estaba por terminarse. Levanté la copa frente a mi cara. Él asintió levemente con la satisfacción del sirviente que se precia de atender impecablemente a los convidados y salió hacia la cocina. Regresó con un Truthcocktail, que aseguró era la especialidad de la casa; yerbas oblongas y casi fosforescentes flotaban en un líquido rojo. Después de oler la mezcla di un sorbo con cierta reticencia; el sabor se extendió por mi boca dejando una sensación de dulzor y frescura.
—¡Delicioso!
Mi expresión provocó que varios de los invitados pidieran una bebida igual.
La cena sería servida en la mesa de la antigua biblioteca. Nuestro anfitrión dispuso los lugares; seis caballeros y seis damas intercalados. Había un menú de degustación y la variante en cada rubro era de tres platos. Es decir; tres entradas, tres sopas, tres carnes y tres postres a elegir. Doce platos distintos para doce comensales. Cada uno ordenó sus platillos; sin que el mesero tomara nota, y cuando el sirviente salió, nuestro anfitrión hizo una sugerencia:
—Les propongo que al terminar cada plato los caballeros se levanten de la silla y cambien su asiento por el del caballero que esta a su derecha, es decir giraremos en contra de las manecillas del reloj. Las damas permanecerán sentadas. De esta manera tendremos oportunidad de charlar con todos los convidados. ¿Qué les parece?
Celebramos la moción con un entusiasmo muy medido. No pensé en el mesero hasta que lo ví en el marco de la puerta con los platos del primer tiempo que sirvió a cada comensal. Recogió las copas vacías del truecocktail y salió de la biblioteca.
Yo estaba sentada junto a un japonés que se dedicaba al diseño de jardines de té. Traía en el ojal una flor bastante extraña, seca por cierto, le pregunté cuál era la razón y comentó que pertenecía a una corriente filosófica que pensaba que las plantas tenían una especie de alma, aunque la palabra alma, según dijo, no era la adecuada.
—¿Qué filosofía practica?
—Pertenezco a una corriente nueva.
—¿Y la gente aún aplica en Japón la filosofía ancestral y los rituales?
—En estas épocas la filosofía y la religión, entre la gente común, han pasado a segundo término. Son sólo formas sociales, parte de las tradiciones del pueblo que enmarcan los eventos que merecen espiritualidad, sin tenerla en realidad, porque la verdadera filosofía del japonés de hoy es el dinero, las apuestas, la moda, las marcas, la vanidad.
—Yo, que soy una compradora compulsiva y recorro las tiendas de todo el mundo, he visto las colas que hacen las japonesas en la tiendas Louis Vuitton y Prada para comprar la bolsa de la temporada —dijo la mujer del anfitrión—. Una vez entré a Luis Vuitton porque ví mucha gente y pensé que había algo digno de verse. Las japonesas seleccionaban bolsos. Quise comprar porque me invadió una angustia de escasez que no podía controlar. Cuando pregunté el precio de una maleta de viaje, pequeña, quise salir corriendo. ¿Qué no están de barata? pregunté en inglés. Se hizo un silencio momentáneo en la tienda, como esas películas donde el tiempo se detiene y la gente se paraliza, ¿recuerdan algo así? La diferencia es que en ese momento todas las miradas estaban sobre mí. Fue tan incómodo que salí de la tienda sin esperar la respuesta.
Se me espantó el sueño. Algo estaba sucediendo; la expresión corporal de los invitados era más libre. La mujer del comerciante de tomate le coqueteaba francamente al anfitrión. La plática carecía de inhibiciones. Yo misma sentí una necesidad extraña de decir mis verdades, tenía claridad para ver a los otros pero sobre todo para verme a mí misma. Como grillos en una canasta repleta, saltaban las acciones que nunca había aceptado, ni dormida ni borracha, y mucho menos en mis cinco sentidos y frente a un grupo de gente que ni conocía. Afortunadamente cuando estaba a punto de soltarlo, el asesor de una cadena hotelera, me interrumpió para confesarse.
—He perdido grandes sumas en las Vegas, y aunque tengo menos dinero del que me gusta aparentar, no puedo evitar apostar. A veces quisiera...
—Las apuestas son algo cotidiano en el Japón, —lo interrumpió el japonés —los jóvenes dan sentido a su vida en función de la apuesta, lo hacemos desde niños. Yo he aprendido a hacer las mejores trampas en el juego, claro que siempre en reuniones sociales, no podría...
En ese momento salía el mesero de la biblioteca, después de haber recogido los platos vacíos del primer tiempo.
—¿Cuánto apuestan a que el mesero se confundirá al servir el segundo tiempo? —interrumpió la mujer del japonés que estaba del otro lado de la mesa.
Las palabras me brotaban de la boca, pero mi tono de voz no es muy fuerte y alguien me ganaba la palabra, me sentía desesperada.
—Me parece muy divertida su sugerencia, hagan sus apuestas —dijo el anfitrión.
Nadie sacó dinero de los bolsillos, pero todos, menos yo, que odio los juegos de azar, estaban involucrados.
El alboroto de las apuestas opacó de nueva cuenta mi discurso.
Cambio de sitio.
El mesero entró en la biblioteca con el cargamento del segundo tiempo. Un extraño silencio, que ni siquiera era incómodo, se extendía a lo largo de la mesa. Sentí un ligero dolor de estómago y un poco de angustia por la situación a la que el hombre se enfrentaba y porque su expresión me recordó la corteza de un árbol cuando es dañada. Tardó sólo unos segundos en reponerse. No perdió la compostura y para mi total admiración sirvió a cada comensal lo que habíamos ordenado. Sin titubear. No equivocó ningún plato. Antes de que abandonara la sala el anfitrión le pidió una nueva ronda de truthcocktail.
La charla se animó. Algunos especulaban sobre la técnica del mesero para recordar el plato solicitado por cada comensal. Los que habían apostado en su contra se levantaron de la silla para ver si en los respaldos había algún tipo de anotación que anulara el pacto. Nada.
Junto a mi estaba ahora el asesor hotelero y el comerciante de tomate de Culiacán. El asesor hotelero consultaba el reloj a cada momento, como si tuviera una prisa infinita.
—Me pone usted nerviosa con ese tic que tiene en consultar la hora, ¿podría dejar de mirar su reloj un momento, por lo menos mientras está junto a mí? —dije sin agresión pero con seguridad.
—Disculpe usted señora, si la molesto pero yo veré la hora las veces que me plazca, se incomode usted o no.
—En realidad...
—Yo me robé un Rolex igualito al que usted trae —interrumpió el comerciante de tomate señalando al hotelero. —Era de un tío que ya no lo iba a necesitar porque murió unos meses antes. Mi primo, su hijo, me había invitado a vivir en su casa. Como enfermó, por la tristeza de perder a su padre, tuvo que ser internado en un hospital y yo me quedé al cuidado de la casa del difuntito. Así me di cuenta dónde estaban las cosas de valor. Por esas épocas la venta del tomate estaba muy difícil y yo no tenía dinero para cortejar a una noviecita que me estaba volviendo loco, ya sabe usted cómo son esas cosas. —guiñó el ojo —Mi situación económica era mala, de la chingada para decir verdad; de que estuviera el reloj en el cajón sin que nadie lo usara a que yo lo vendiera para procurarme mis necesidades, la cosa no era para pensarse. Busqué la llave del cajón donde estaba el Rolex y limpiecito sin romper ni violentar ninguna cerradura me lo chingué. Mi primo sospechó algo, yo sentía su desconfianza cuando me miraba, pero como no podía creer que alguien de su familia le hiciera a...
—Oiga...
—Quizá su mismo tío, viendo su situación, se lo habría regalado —intervino el asesor hotelero.
—Qué barbaridad, ¿cómo puede usted, que se ve tan decente, pensar eso? —dijo la esposa del anfitrión que estaba junto a él —Robar es tomar todo lo que no le es dado a uno y luego se quejan los hoteleros de que los huéspedes les roban las toallas de las habita...
—Es usted un asqueroso ratero. —salté yo —Es una ruindad hacerle eso a quien le ha ofrecido un techo para vivir.
—Tal vez, pero a usted no le importa, señora.
—Es usted un vividor y un insolente.
—Yo estoy de acuerdo que las señoras no entienden de esas cosas y que uno, como hombre, hace lo que debe sin preocuparse mucho de la moral —intervino el vendedor de llantas que hasta ese momento había hablado muy poco. —Mi hermano, antes de morir, me prestó trescientos cincuenta mil pesos para comprar una casa en Veracruz. Mi hijo le fue pagando cada mes con el dinero de las rentas que recibimos de un edificio de departamentos, propiedad de mi esposa, en Portales. Cuando supe que estaba muy enfermo y que moriría en un par de meses le dije a mi hijo que se hiciera pendejo con los pagos, aún le debíamos la mitad del préstamo. Mi hijo, el abogado, es muy sentimental, sabe usted, y con facilidad hacía sentir a mi hermano culpable de mi situación económica. Para no extenderme demasiado les diré que por supuesto al morir mi hermano sus hijos quisieron cobrarnos la deuda. Ustedes se imaginaran que yo no iba a pagarles a ellos nada. Si mi hermano no estaba ya para cobrarme, yo merecía, porque trabajé con él toda mi vida, quedarme con el dinero. Digamos que me auto heredé.
—¡Cómo es posible que no sienta usted remordimientos!—interrumpió la esposa del anfitrión.
—A veces sueño con él, lo sueño muy enojado, porque mi hermano tenía muy mal carácter y se exaltaba con facilidad, sabe usted, pero me tomo una o dos cheves a media noche y duermo como un lirón.
—Otro ratero —dije yo.
—¡Mentira Ponchini! —gritó su esposa desde el otro lado de la mesa — Ni tú ni mi hijo pueden dormir en las noches. Tú por las pesadillas que tienes con tu hermano que cada noche llega a cobrarte la deuda y Caimito, mi hijo, porque sueña con su primo que le sigue cobrando el dinero que le debían a su padre.
El mesero recogió los platos, y antes de salir barrió las migajas del mantel. Cuando llegó junto a mi vi el pequeño recogedor y tuve la sensación de que en lugar de migajas había, retorciéndose en el recogedor, pequeños gusanos diversos y arañas de colores. El hombre me vio husmear y acercando su boca a mi oreja susurró:
—Estoy fumigando.
Entonces levanté la vista y tuve una visión increíble; por la boca de la esposa del japonés, una mujer de rasgos occidentales; gorda de pelo negro y ojos claros, salían alimañas y gusanos al hablar.
Traté de poner atención, porque las palabras se perdían en el bullicio de las confesiones de todos los invitados. Ya en ese momento todos hablaban al mismo tiempo.
—Ustedes deben saber que yo puedo transformar cualquier comentario en un chisme de proporciones monstruosas. Destrozo la honra de cualquiera facilito, y ni me importa si lo que digo es cierto o no. Mis hermanas y mis parientes ya no quieren verme. Una vez que empiezo no puedo parar, no pienso, no pienso antes de soltar mis peroratas... —decía la gorda.
Cambio de sitio
Yo insistía en confesar mis debilidades, pero mi voz se mezclaba con las voces de los otros que hablaban ya sin mirar siquiera a su interlocutor. Sus ojos oscilaban como buscando algo que no es visible en el exterior. La verdadera visión estaba por dentro, en las ideas, en los pensamientos, pero sobre todo en las culpas de cada quien. Todos, aunque aparentáramos hablar con otros, estábamos ensimismados. Las palabras se cruzaban. Odié tener una voz débil que no podía sobreponerse sonoramente sobre las de los demás para decir mis verdades.
El mesero entró a la biblioteca, con los postres. Sin titubear le sirvió a cada quien el dulce que correspondía. El japonés y el hotelero discutían acaloradamente sobre la apuesta. A los demás no nos importó.
Yo estuve a punto de decir que odio a mis nueras y a mis consuegras, que disfruto jodiéndolas, que crear conflictos me hace sentir importante, fuerte, lista. Iba a confesar mi pasión por tejer marañas, por poner en boca de unos lo que dicen otros para sacar más tela de dónde cortar. No pude, no hubo manera de que alguien me escuchara, aunque las palabras me brotaban como un regurgitar incontrolable. Tuve que tragarme mis venenos porque las lianas, las enredaderas y los bejucos de las plantas que decoraban los muebles cobraron vida y se treparon por mi cuerpo hasta anudárseme en el cuello. Me estrangulaban. Lo mismo les pasaba a los otros. Entonces ví al mesero, con una sonrisa siniestra, oculto tras los cristalitos que daban al pasillo. Cargaba en la mano la jarra vacía. Y en la cara la satisfacción de ver cómo la naturaleza vuelta loca sacudía nuestros cuerpos.


Amélie Olaiz, nació en León Guanajuato, México. Estudió Diseño Gráfico en la UIA. Cursó la Maestría en Diseño Industrial en la UNAM y el diplomado de Creatividad en la UIA. Su trabajo gráfico se ha usado en varias empresas mexicanas y trasnacionales. Fue docente universitaria y se especializó en el desarrollo de la creatividad humana.
En 1996 inició el estudio de la filosofía Budista. corriente en la que ha encontrado y sigue descubriendo datos y metodologías para complementar su investigación sobre creatividad.
Su trabajo literario se ha publicado en los periódicos: La Jornada y Reforma, en libros de texto para educación primaria y secundaria en México y Chile, y en varias antologías virtuales.
Ganó tres primeros lugares en los concursos de la Marina de Ficticia. Y colaboró como tallerista desde los inicios de la Marina.
Ha participado en los talleres de Mónica Lavín, Agustín Cadena, Rosa Beltrán, Rafael Ramírez Heredia, Alberto Vital, Ricardo Diazmuñoz, Eusebio Ruvalcaba y Adriana Jiménez.
Ha publicado:
• “Piedras de Luna”, (minificciones) editorial El viejo pozo 2005, y la reedición en editorial Alcalá, España, 2007.
• “Aquí está tu cielo” (cuento) editorial Alcalá, España, 2007.
Ha colaborado en la siguientes antologías:
• “Ciudadanos de Ficticia” (cuento y minificción) editorial Ficticia 2003
• “Prohibido fumar” (antología de cuento) editorial Lectorum 2008
• “Infidelidades.con” (antología de cuento) editorial Terracota 2008
Actualmente tiene una novela y un libro de cuentos en revisión y varios proyectos virtuales. Saca fotografías con desmesura, pinta acuarelas con sus hijas, mal educa a sus perros, acaricia a su cotorra y entrada la tarde se acurruca en el hombro de su esposo.