Por si despiertas
Por: Laura Zúñiga Orta
A pausas largas y con sorbos medidos, me tomaba el jugo aquella mañana. Sentía la acidez de la naranja bañando las paredes viscosas de mi estómago, mientras miraba el mantel bordado de flores moradas que cubría la mesa. Me acuerdo. Casi en el último trago me sorprendió sentir entre los labios un grumo extraño, una bolita suave y cosquilleante que tomé con mis dedos para descubrir una mosca asfixiándose con el jugo y mi beso. Pataleaba desesperada, buscando liberarse de la presión con que la tenía atrapada, y con ganas, quizá, de no sentir la acidez de la naranja.
Hubiera podido aventarla; aventarla, asqueada, para luego pisarla y presentir el crujido de su cuerpecillo contra el suelo. Pero la puse en mi lengua, y sus alas pegadas con saliva intentaban levantarse para poner las patitas en lugar firme. La sentí crujir y desparramarse en el esmalte amarillento de mis dientes delanteros. Tenía un gusto amargo y seco, pero, también, toda la carga del anuncio. No tuve entonces sino que levantar la mirada para verte parado en la puerta. Me abalancé sobre ti, con los ojos llameantes y un beso de mosca. Una de las alas, todavía no triturada, se adhirió como plástico al esmalte verdoso de tus dientes. Lo noté cuando fingiste una sonrisa y comprendí qué ahora sí estabas aquí para quedarte.
¿Recuerdas que llegaste con una mecedora de madera? Un mueblucho ajado y lastimado de tanto trote, del que no te has levantado en mucho tiempo. Traías también un costal atiborrado de semillas de girasol, el único alimento que en lo sucesivo quisiste aceptar. Antes de reparar en el mecedor, esperaba encontrarme con otro animal que contribuyera a poblar el zoológico que llegó a ser la casa gracias a ti.
La primera vez que volviste, luego de la despedida de silencios que tuvimos, me trajiste como señal de desagravio una tortuga que tenía unos ojos iguales a los tuyos. Cabía sentada en la tapa del retrete y ahí durmió las primeras semanas, de modo que en la madrugada, cuando yo tenía ganas de orinar y salía un poco sonámbula de la cama, soltaba a veces un chisguete sobre el pobre caparazón de la infortunada. Cuando volviste por segunda vez, traías una víbora multicolor, ya sin colmillos, que se enroscaba en mi pierna dejándola marcada, y en una ocasión quiso saber qué había más allá del hueco oscuro entre mis muslos. Tú soltabas sonoras carcajadas ante la idea de verme poseída por una serpiente durante tus interminables ausencias. Otra vez me trajiste un perro. Era muy pequeño, cabía en mi bolso de mano y tenía unos ojos saltones que tuve ganas de sacarle con un cuchillo por no poder soportar su mirada en mí. Luego trajiste a la gata negra que llenó de crías el jardín, y me crispaba los nervios con su monocorde y ronco ronroneo, o me despertaba en la madrugada con sus desafueros fornicatorios. Todavía recuerdo el conejo que me regalaste; se comió en una semana todo lo que encontró de color verde en el jardín, incluida la manguera y el plato verde del perro, que por esas épocas se desinfló en una cagantina hedionda y quedó enterrado bajo la madreselva, salvándose así de convertirse en tuerto o ciego por culpa de mi mano encuchillada.
Después dejaste de venir muchos años. Imaginé que ya estarías muerto o que tus múltiples correrías te habían llevado definitivamente al lado de la persona indicada, aquella que pudiera llenar de humo los espacios que de tu vida querías olvidar, incluyendo éste. Una persona que no fuera como yo, acostumbrada a hacer la luz y dirigir la mirada precisamente a esos pedazos que no tenías ganas de tocar de nuevo, porque te llenaron de pesadumbre. Por eso, cuando no soportabas más mi persona y la clarividencia con que adivinaba tus miedos y tus anhelos verdaderos, salías buscando el humo, la nube, la sombra o la mancha necesaria en los ojos de otra ciudad, otra mujer, otro olor, otro paisaje.
Y yo entendí siempre por qué te ibas. Y entendí también por qué regresabas y por qué has regresado ahora y por qué estás tumbado en esa mecedora sin hablarme. Lo entiendo porque padezco lo mismo, pero evito luchar contra las circunstancias y prefiero permanecer quieta, esperando tus órdenes y acciones, como cuando, siendo niños, jugábamos a la guerra y tú dirigías el pelotón.
Qué diferencia con los tiempos primeros. Cuando teníamos tanto calor que a veces la cama, la mesa, la sala, el pasto o lo que fuera, ardían aparentando quemarse. Cuando el silencio no era esta barricada entre los dos; cuando el silencio era la marca evidente de nuestros sueños. Pero al poco tiempo las sombras de las que creímos haber escapado nos alcanzaron, y mientras yo reaccioné con pasividad, tú te volviste agresivo y ya sólo querías jugar a los golpes, pero ahora verdaderos, no como en los juegos de años atrás. Después te fuiste por primera vez; yo me quede esperándote. Y volviste varias veces, en contra de tu voluntad, pero movido por lo que sólo tú y yo sabemos, y con ganas de hacer locuras y ser felices otro rato. Al menos eso pensaba yo.
¿Te acuerdas cuando se te ocurrió lo del árbol? Estabas furioso, pensando que cuando tú te ibas, yo metía muchos hombres a la casa y jugaba con ellos y con los animales que me habías regalado. Lo creías a pie juntillas y jurabas, además, que el ciruelo tenía la respuesta en las hojas. No sé de dónde sacaste la idea, pero decidiste contar la lista de mis amantes en las hojas del árbol. Yo soltaba sonoras carcajadas, porque mientras tú estabas trepado en la punta arrancando las hojas, contándolas y masticándolas a veces para adivinar el olor y el carácter del supuesto amante, yo te torcía las cuentas hablando en voz alta, y el ciruelo, desesperado por cubrirse, iniciaba un nuevo brote donde acababas de herirlo. La proliferación de las hojas y tu imposibilidad para contarlas, te hicieron concluir que el número de mis amantes era infinito, sus sabores muy distintos, y la pasión que nos unía, tan exacerbada como el nacimiento de los nuevos brotes.
Ese día me dejaste dormir en el suelo, sin dirigirme la palabra, porque no supiste decir que te estabas muriendo de celos y me necesitabas. Pero yo siempre supe que gozabas la espera y paciencia de mi persona; mis abrazos de temblor de tierra y el gusto a salitre de mi sexo mojado. Así que en lo sucesivo soporté tus ausencias, presintiendo tus llegadas, atendiendo las señales (como la de la mosca) y haciendo en casa todo lo que querías verme hacer, todo por lo que habías vuelto.
Si abrieras los ojos y me pusieras atención, entenderías por qué digo que las cosas han cambiado demasiado. Al principio te dejé dormir, porque imaginé tu cansancio. Luego me llamó la atención que cogieras la mecedora para llevarla al jardín, instalándote definitivamente con la vista verde en los ojos. Buscando tu compañía, tomé el sillón de la sala y ahora estoy sentada junto a ti. Tengo la seguridad de que despiertas cuando a mí me ha vencido el sueño, por eso te escribo esta carta, platicando y recordando en papel lo que no he podido hacer de viva voz —porque no me escuchas— y poniéndote al tanto de la situación.
Ya te conté lo que pasó con el perro, así que ahora te informo que durante tu última ausencia, la más larga, los animales —todos, menos los gatos— se fueron muriendo uno por uno, como de una peste. La tortuga se puso pestilente de tanto orín, así que opté por dejarla en el pasto, cerca de la puerta. Ella comenzó entonces un caminadito lento pero decidido, siempre en una misma dirección. Le tomó seis años llegar hasta la tierra debajo de la madreselva y, cuando lo logró, esperó a que el ambiente estuviera seco y comenzó a enterrarse. Yo la veía avanzar cavando su hoyo, cuando la buscaba para darle una lechuga. Se fue construyendo una pequeña sima, lo suficientemente ancha para contenerla y, conforme pasaban los días, yo la encontraba más y más hundida. Pensé en sacarla de ahí, pero cuando lo intenté no toleré la mirada de súplica de sus ojos, así que la dejé. Una mañana sólo pude ver de ella su colita, un pedazo de cabeza y uno de caparazón. Después ya no la hallé, pero no pude ponerme a escarbar porque estaba muy ocupada tratando de sacar a la víbora de los ductos del drenaje, donde se metió cuando fue vencida por la pasión que siempre le tuvo a la oscuridad. La esperé varios días y diseñé toda clase de artilugios para alcanzarla, pero me rendí cuando supe que unos kilómetros al sur, donde había terreno baldío y estaban continuando la línea del drenaje, se encontraron con una serpiente a la que mataron a golpes. Era ella. Supongo.
Seguro no te importa, así que te cuento que maté al conejo en un arranque de furia, porque —te parecerá estúpido— me acordé de la vez que me descalabraste con el trenecito de plástico sólo porque no te quise dar helado, y me dio coraje no tenerte enfrente para reclamarte la cicatriz en mi cabeza. No sé qué me pasó, pero busqué al conejo, cuyo gusto por lo verde había cambiado de tonalidad ante la falta de alimento, le agarré las patas con ambas manos y le azoté la cabeza contra la pileta, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez hasta que me vi batida de sangre y con una papilla de conejo donde lo único reconocible aún, eran las patas que yo no había soltado. También lo enterré bajo la madreselva.
Te aviso todo esto por si despiertas y no encuentras a las bestias. Yo sé que las vas a buscar porque con nadie te sientes tan cómodo como con ellas, y hasta creo que puedes platicarles lo que a mí me niegas. Te he dicho ya cuál fue su destino, para que puedas hallarlas y tocar la tierra de la que ahora forman parte. Claro, con excepción de la víbora, (a menos que quieras recorrer todo el drenaje por si encuentras algo).
Ya trasladé la mesita de centro para acá y puse flores moradas en el jarrón que le robé a la abuela, ¿te acuerdas? Es un jarrón pequeño, de barro negro, con detalles curvos en muchos colores. Cuando éramos niños nos encantaba, porque al acercar los ojos al grabado parecía que las ondas se movían en una fiesta de serpentinas. Cuando nos corrieron de esa casa, lo envolví en una falda y me lo traje con nosotros. Tienes que acordarte porque en los primeros tiempos, cuando tú no tenías miedo, lo usábamos hasta para tomar agua. Tanto extrañábamos a la familia y tanto ha soportado ese jarrón.
Te sugiero que no seas perezoso y te levantes porque yo no puedo sola. Me he cansado ya de raspar el musgo que te ha cubierto la piel amarilla. Me he cansado de espantar a las moscas que se sientan a dormir en tu cara, como aquélla que me dio el anuncio de tu llegada. Últimamente ya no te he rasurado, no por desidia, ni porque con cada viaje del rastrillo la piel se te deshaga como pergamino, sino porque siempre pensé que lucías más guapo con la barba tupida, como la de papá en sus últimas épocas.
Se me olvidaba decirte que los gatos se fueron muriendo sin que te dieras cuenta, en el tiempo que tienes aquí. Los pobrecillos fallecieron de hambre porque dejé de alimentarlos, y están tirados por todo el jardín. Tan ocupada he estado metiéndote a la boca, una por una, las semillas de girasol que trajiste en el costal. Yo no entiendo por qué ya no quieres comer. Al principio masticabas todo el día las mentadas semillas; ya habías cerrado los ojos pero seguías despierto, porque yo te las metía a la boca y tú movías las mandíbulas. Pero hace rato que no masticas nada. Iniciaste el juego de cerrar muy fuerte la quijada, y créeme que si no estuviera tan cansada ya te hubiera abierto la boca con un desarmador o alguna otra cosa, no me importa que se te caigan los dientes. Tengo la sospecha de que cuando despiertas, justo cuando me vence el sueño, te comes otra cosa y dejas las semillas intactas sólo para asustarme, haciéndome creer que no comes. Desde chiquito fuiste remilgoso para la comida, pero esto es ya el extremo, así que por favor come algo ahora que abras los ojitos. Lo malo es que creo que ya no hay comida decente en la alacena. No he tenido tiempo ni ganas de fijarme.
La manta que traes encima está llena de mierda de paloma. Te la puse la última vez que te besé en la boca y te sentí frío como nunca. ¿Por qué no me dijiste que pasabas fríos? Tengo la intención de cambiártela por una nueva, en cuanto pueda levantarme del sillón, es que, ¿sabes?, estoy muy cansada (creo que ya lo dije), por eso te dejo esta lista de avisos; para que no seas flojo y hagas lo que te toca, como nos enseñaron.
Creo que ya no se me olvida nada y tengo ganas de dormir, espero que leas esto y cuando yo despierte no me encuentre con el desorden de estos últimos tiempos. Los gatos ya no huelen mal, así que si quieres no los entierres.
Se me olvidaba una última cosa. Por si despiertas y no tienes ganas de hacer lo que te dije ni de ver lo que te platiqué, al menos compadécete un poco de mí: ponme tú una manta y raspa el musgo de mis pies, porque tengo frío.
Tu hermanita que te ama.
Correo electrónico: felinaofendida@gmail.com
Por: Laura Zúñiga Orta
A pausas largas y con sorbos medidos, me tomaba el jugo aquella mañana. Sentía la acidez de la naranja bañando las paredes viscosas de mi estómago, mientras miraba el mantel bordado de flores moradas que cubría la mesa. Me acuerdo. Casi en el último trago me sorprendió sentir entre los labios un grumo extraño, una bolita suave y cosquilleante que tomé con mis dedos para descubrir una mosca asfixiándose con el jugo y mi beso. Pataleaba desesperada, buscando liberarse de la presión con que la tenía atrapada, y con ganas, quizá, de no sentir la acidez de la naranja.
Hubiera podido aventarla; aventarla, asqueada, para luego pisarla y presentir el crujido de su cuerpecillo contra el suelo. Pero la puse en mi lengua, y sus alas pegadas con saliva intentaban levantarse para poner las patitas en lugar firme. La sentí crujir y desparramarse en el esmalte amarillento de mis dientes delanteros. Tenía un gusto amargo y seco, pero, también, toda la carga del anuncio. No tuve entonces sino que levantar la mirada para verte parado en la puerta. Me abalancé sobre ti, con los ojos llameantes y un beso de mosca. Una de las alas, todavía no triturada, se adhirió como plástico al esmalte verdoso de tus dientes. Lo noté cuando fingiste una sonrisa y comprendí qué ahora sí estabas aquí para quedarte.
¿Recuerdas que llegaste con una mecedora de madera? Un mueblucho ajado y lastimado de tanto trote, del que no te has levantado en mucho tiempo. Traías también un costal atiborrado de semillas de girasol, el único alimento que en lo sucesivo quisiste aceptar. Antes de reparar en el mecedor, esperaba encontrarme con otro animal que contribuyera a poblar el zoológico que llegó a ser la casa gracias a ti.
La primera vez que volviste, luego de la despedida de silencios que tuvimos, me trajiste como señal de desagravio una tortuga que tenía unos ojos iguales a los tuyos. Cabía sentada en la tapa del retrete y ahí durmió las primeras semanas, de modo que en la madrugada, cuando yo tenía ganas de orinar y salía un poco sonámbula de la cama, soltaba a veces un chisguete sobre el pobre caparazón de la infortunada. Cuando volviste por segunda vez, traías una víbora multicolor, ya sin colmillos, que se enroscaba en mi pierna dejándola marcada, y en una ocasión quiso saber qué había más allá del hueco oscuro entre mis muslos. Tú soltabas sonoras carcajadas ante la idea de verme poseída por una serpiente durante tus interminables ausencias. Otra vez me trajiste un perro. Era muy pequeño, cabía en mi bolso de mano y tenía unos ojos saltones que tuve ganas de sacarle con un cuchillo por no poder soportar su mirada en mí. Luego trajiste a la gata negra que llenó de crías el jardín, y me crispaba los nervios con su monocorde y ronco ronroneo, o me despertaba en la madrugada con sus desafueros fornicatorios. Todavía recuerdo el conejo que me regalaste; se comió en una semana todo lo que encontró de color verde en el jardín, incluida la manguera y el plato verde del perro, que por esas épocas se desinfló en una cagantina hedionda y quedó enterrado bajo la madreselva, salvándose así de convertirse en tuerto o ciego por culpa de mi mano encuchillada.
Después dejaste de venir muchos años. Imaginé que ya estarías muerto o que tus múltiples correrías te habían llevado definitivamente al lado de la persona indicada, aquella que pudiera llenar de humo los espacios que de tu vida querías olvidar, incluyendo éste. Una persona que no fuera como yo, acostumbrada a hacer la luz y dirigir la mirada precisamente a esos pedazos que no tenías ganas de tocar de nuevo, porque te llenaron de pesadumbre. Por eso, cuando no soportabas más mi persona y la clarividencia con que adivinaba tus miedos y tus anhelos verdaderos, salías buscando el humo, la nube, la sombra o la mancha necesaria en los ojos de otra ciudad, otra mujer, otro olor, otro paisaje.
Y yo entendí siempre por qué te ibas. Y entendí también por qué regresabas y por qué has regresado ahora y por qué estás tumbado en esa mecedora sin hablarme. Lo entiendo porque padezco lo mismo, pero evito luchar contra las circunstancias y prefiero permanecer quieta, esperando tus órdenes y acciones, como cuando, siendo niños, jugábamos a la guerra y tú dirigías el pelotón.
Qué diferencia con los tiempos primeros. Cuando teníamos tanto calor que a veces la cama, la mesa, la sala, el pasto o lo que fuera, ardían aparentando quemarse. Cuando el silencio no era esta barricada entre los dos; cuando el silencio era la marca evidente de nuestros sueños. Pero al poco tiempo las sombras de las que creímos haber escapado nos alcanzaron, y mientras yo reaccioné con pasividad, tú te volviste agresivo y ya sólo querías jugar a los golpes, pero ahora verdaderos, no como en los juegos de años atrás. Después te fuiste por primera vez; yo me quede esperándote. Y volviste varias veces, en contra de tu voluntad, pero movido por lo que sólo tú y yo sabemos, y con ganas de hacer locuras y ser felices otro rato. Al menos eso pensaba yo.
¿Te acuerdas cuando se te ocurrió lo del árbol? Estabas furioso, pensando que cuando tú te ibas, yo metía muchos hombres a la casa y jugaba con ellos y con los animales que me habías regalado. Lo creías a pie juntillas y jurabas, además, que el ciruelo tenía la respuesta en las hojas. No sé de dónde sacaste la idea, pero decidiste contar la lista de mis amantes en las hojas del árbol. Yo soltaba sonoras carcajadas, porque mientras tú estabas trepado en la punta arrancando las hojas, contándolas y masticándolas a veces para adivinar el olor y el carácter del supuesto amante, yo te torcía las cuentas hablando en voz alta, y el ciruelo, desesperado por cubrirse, iniciaba un nuevo brote donde acababas de herirlo. La proliferación de las hojas y tu imposibilidad para contarlas, te hicieron concluir que el número de mis amantes era infinito, sus sabores muy distintos, y la pasión que nos unía, tan exacerbada como el nacimiento de los nuevos brotes.
Ese día me dejaste dormir en el suelo, sin dirigirme la palabra, porque no supiste decir que te estabas muriendo de celos y me necesitabas. Pero yo siempre supe que gozabas la espera y paciencia de mi persona; mis abrazos de temblor de tierra y el gusto a salitre de mi sexo mojado. Así que en lo sucesivo soporté tus ausencias, presintiendo tus llegadas, atendiendo las señales (como la de la mosca) y haciendo en casa todo lo que querías verme hacer, todo por lo que habías vuelto.
Si abrieras los ojos y me pusieras atención, entenderías por qué digo que las cosas han cambiado demasiado. Al principio te dejé dormir, porque imaginé tu cansancio. Luego me llamó la atención que cogieras la mecedora para llevarla al jardín, instalándote definitivamente con la vista verde en los ojos. Buscando tu compañía, tomé el sillón de la sala y ahora estoy sentada junto a ti. Tengo la seguridad de que despiertas cuando a mí me ha vencido el sueño, por eso te escribo esta carta, platicando y recordando en papel lo que no he podido hacer de viva voz —porque no me escuchas— y poniéndote al tanto de la situación.
Ya te conté lo que pasó con el perro, así que ahora te informo que durante tu última ausencia, la más larga, los animales —todos, menos los gatos— se fueron muriendo uno por uno, como de una peste. La tortuga se puso pestilente de tanto orín, así que opté por dejarla en el pasto, cerca de la puerta. Ella comenzó entonces un caminadito lento pero decidido, siempre en una misma dirección. Le tomó seis años llegar hasta la tierra debajo de la madreselva y, cuando lo logró, esperó a que el ambiente estuviera seco y comenzó a enterrarse. Yo la veía avanzar cavando su hoyo, cuando la buscaba para darle una lechuga. Se fue construyendo una pequeña sima, lo suficientemente ancha para contenerla y, conforme pasaban los días, yo la encontraba más y más hundida. Pensé en sacarla de ahí, pero cuando lo intenté no toleré la mirada de súplica de sus ojos, así que la dejé. Una mañana sólo pude ver de ella su colita, un pedazo de cabeza y uno de caparazón. Después ya no la hallé, pero no pude ponerme a escarbar porque estaba muy ocupada tratando de sacar a la víbora de los ductos del drenaje, donde se metió cuando fue vencida por la pasión que siempre le tuvo a la oscuridad. La esperé varios días y diseñé toda clase de artilugios para alcanzarla, pero me rendí cuando supe que unos kilómetros al sur, donde había terreno baldío y estaban continuando la línea del drenaje, se encontraron con una serpiente a la que mataron a golpes. Era ella. Supongo.
Seguro no te importa, así que te cuento que maté al conejo en un arranque de furia, porque —te parecerá estúpido— me acordé de la vez que me descalabraste con el trenecito de plástico sólo porque no te quise dar helado, y me dio coraje no tenerte enfrente para reclamarte la cicatriz en mi cabeza. No sé qué me pasó, pero busqué al conejo, cuyo gusto por lo verde había cambiado de tonalidad ante la falta de alimento, le agarré las patas con ambas manos y le azoté la cabeza contra la pileta, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez hasta que me vi batida de sangre y con una papilla de conejo donde lo único reconocible aún, eran las patas que yo no había soltado. También lo enterré bajo la madreselva.
Te aviso todo esto por si despiertas y no encuentras a las bestias. Yo sé que las vas a buscar porque con nadie te sientes tan cómodo como con ellas, y hasta creo que puedes platicarles lo que a mí me niegas. Te he dicho ya cuál fue su destino, para que puedas hallarlas y tocar la tierra de la que ahora forman parte. Claro, con excepción de la víbora, (a menos que quieras recorrer todo el drenaje por si encuentras algo).
Ya trasladé la mesita de centro para acá y puse flores moradas en el jarrón que le robé a la abuela, ¿te acuerdas? Es un jarrón pequeño, de barro negro, con detalles curvos en muchos colores. Cuando éramos niños nos encantaba, porque al acercar los ojos al grabado parecía que las ondas se movían en una fiesta de serpentinas. Cuando nos corrieron de esa casa, lo envolví en una falda y me lo traje con nosotros. Tienes que acordarte porque en los primeros tiempos, cuando tú no tenías miedo, lo usábamos hasta para tomar agua. Tanto extrañábamos a la familia y tanto ha soportado ese jarrón.
Te sugiero que no seas perezoso y te levantes porque yo no puedo sola. Me he cansado ya de raspar el musgo que te ha cubierto la piel amarilla. Me he cansado de espantar a las moscas que se sientan a dormir en tu cara, como aquélla que me dio el anuncio de tu llegada. Últimamente ya no te he rasurado, no por desidia, ni porque con cada viaje del rastrillo la piel se te deshaga como pergamino, sino porque siempre pensé que lucías más guapo con la barba tupida, como la de papá en sus últimas épocas.
Se me olvidaba decirte que los gatos se fueron muriendo sin que te dieras cuenta, en el tiempo que tienes aquí. Los pobrecillos fallecieron de hambre porque dejé de alimentarlos, y están tirados por todo el jardín. Tan ocupada he estado metiéndote a la boca, una por una, las semillas de girasol que trajiste en el costal. Yo no entiendo por qué ya no quieres comer. Al principio masticabas todo el día las mentadas semillas; ya habías cerrado los ojos pero seguías despierto, porque yo te las metía a la boca y tú movías las mandíbulas. Pero hace rato que no masticas nada. Iniciaste el juego de cerrar muy fuerte la quijada, y créeme que si no estuviera tan cansada ya te hubiera abierto la boca con un desarmador o alguna otra cosa, no me importa que se te caigan los dientes. Tengo la sospecha de que cuando despiertas, justo cuando me vence el sueño, te comes otra cosa y dejas las semillas intactas sólo para asustarme, haciéndome creer que no comes. Desde chiquito fuiste remilgoso para la comida, pero esto es ya el extremo, así que por favor come algo ahora que abras los ojitos. Lo malo es que creo que ya no hay comida decente en la alacena. No he tenido tiempo ni ganas de fijarme.
La manta que traes encima está llena de mierda de paloma. Te la puse la última vez que te besé en la boca y te sentí frío como nunca. ¿Por qué no me dijiste que pasabas fríos? Tengo la intención de cambiártela por una nueva, en cuanto pueda levantarme del sillón, es que, ¿sabes?, estoy muy cansada (creo que ya lo dije), por eso te dejo esta lista de avisos; para que no seas flojo y hagas lo que te toca, como nos enseñaron.
Creo que ya no se me olvida nada y tengo ganas de dormir, espero que leas esto y cuando yo despierte no me encuentre con el desorden de estos últimos tiempos. Los gatos ya no huelen mal, así que si quieres no los entierres.
Se me olvidaba una última cosa. Por si despiertas y no tienes ganas de hacer lo que te dije ni de ver lo que te platiqué, al menos compadécete un poco de mí: ponme tú una manta y raspa el musgo de mis pies, porque tengo frío.
Tu hermanita que te ama.
Correo electrónico: felinaofendida@gmail.com
Laura Zúñiga Orta nació en Toluca, Edo. Mex, el 18 de agosto de 1982. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la ITESM, campus Toluca y discípula destacada de la escritora Cristina Rivera Garza. Becaria del Centro Toluqueño de Escritores. Es autora de la novela No tiene nombre el paraíso (Centro Toluqueño de Escritores) y está incluida en la antología Romper el hielo, novísimas escrituras al pie del volcán (Toluca/ Bonobos/ ITESM, 2006), compilada por Cristina Rivera Garza. Actualmente cursa la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM