Cortados con la misma tijera
Por: Ana Delia Carrillo
El calor es insoportable, aun dentro del bar. Pido una Sol oscura, bien "muerta" y saco un Camel de la mochila. El mesero se inclina para encenderlo y de paso echa una ojeada al escote de mi blusa. El muy cabrón ni siquiera lo disimula. No me molesta, a estas alturas del partido estoy más que acostumbrada, es sólo que todavía no deja de sorprenderme con qué facilidad lo hacen. Los hombres, claro está. Todos, hasta quien menos te imaginas. Como cuando, recién separada, Nancy me invitó a tomar el café a su casa. Arturo, su marido, y por si fuera poco, el pastor de la iglesia, en múltiples ocasiones había intentado que mi ex y yo nos reconciliáramos. Supongo que, desilusionado de los resultados, le pidió a su esposa que le echara la mano para convencerme de volver con Alberto. Cuando me invitó estuve a punto de negarme; qué hueva ir hasta Cholula y chutarme de nuevo el sermón de "hasta que la muerte los separe". Pero en ese entonces no sabía decir que no, así que ahí estábamos en la tarde de un día cualquiera, sentadas en la sala de su casa tomando café. Para ese entonces ya había cambiado los Manolo Blahnik por los huaraches y Nancy trataba de portarse igual que siempre, sin lograrlo. Yo me moría por un maldito cigarro en una casa donde el No Smoking es un axioma de vida y planeaba ya una excusa para largarme de ahí, cuando Arturo entró a la sala con el pequeño Arturín en brazos diciendo no sé qué cosa sobra la medicina del bebé; el caso es que Nancy se levantó de inmediato, se disculpó un momento y tomando al pequeño, salió. Arturo, por supuesto, se acercó a saludarme. Yo tenía la taza de café en las piernas. No te levantes, me dijo, y se inclinó para besarme la mejilla. Entonces lo caché: el pastor de la iglesia, marido de una de mis mejores amigas, consejero matrimonial, hombre recto e intachable, viéndome los pechos por entre el escote. Mmh... algo andaba mal. ¿Y los sermones interminables sobre el noveno mandamiento? ¿Qué diablos pasó con el "no desearás a la mujer de tu prójimo? Ah, claro, ya no era mujer de ningún prójimo, no era mujer de nadie, punto. Es decir, puedes verle las tetas y lo que quieras a una mujer siempre y cuando no tenga "prójimo" que la haga respetable, o que por lo menos conozcas. Y no es que fuera una santa —y vaya que no lo era— o que me asustara que un hombre quisiera ver un poco más de piel, pero hasta para mí —y suponía que también para él— había límites: era el pinche pastor de la iglesia, con una chingada. Si hubiera sido cualquier otro le hubiera dicho ¿te gusta lo que ves o quieres verme también las nalgas? Estoy segura de que se me alcanza a ver la raya. Con él sólo se me ocurrió levantarme y salir de allí encabronada. Con el mesero, en cambio, ni me encabrono ni le sonrío ni lo volteo a ver. Le doy una fumada al cigarro y expulso el humo muy despacio, después de mantenerlo en los pulmones lo más posible. Él no tarda mucho en traer mi cerveza. La pone en la mesa, pregunta si la sirve en el tarro, y mira de nuevo el escote, ahora disimuladamente. Respondo que no y regresa a la barra. Yo finjo indiferencia. Bebo un trago largo, doy otra fumada antes de acomodarme en mi asiento y de un vistazo recorro el lugar. Casi todas las mesas están de moda: luces tenues, fotos de estrellas del cine hollywoodense por todos lados, un partido de fútbol en las pantallas gigantes y en las bocinas, en lugar del Perro Bermúdez, una rola de HIM. Extraña combinación, pienso, y vuelvo al recorrido visual. En la mesa de enfrente unos novios se besan; él succiona levemente el labio inferior de ella, su mano sosteniéndole la nuca. Se despegan un momento para murmurarse quién sabe qué y ella se ríe, sus dientes apenas asoman por la boca entreabierta. Él se acerca para besarla de nuevo. Me volteo, prefiero el fútbol. Alberto y yo casi nunca nos besábamos en público. Podíamos cambiar parejas, hacer tríos, coger con todo mundo en el cuarto oscuro del Violet pero eso sí, nada de andarse besuqueando delante de la gente. Para eso están los hoteles o de plano, tu casa. No se puede perder la clase, la finura, decía. Hacer de todo en el lugar apropiado, en el momento apropiado. Ajá, sí, cabrón, y tu nieve de qué la quieres. Eso fue lo que siempre me molestó de Alberto, su doble moral, su hipocresía. Uno es lo que es, punto, aquí y en cualquier lado. Pero no con Alberto. Con él todo era fingir. Si estábamos en la iglesia éramos la pareja más fiel, más devota y más comprometida del mundo. El modelo a seguir. Había que escandalizarse cuando alguien se salía, aunque fuera un poco, de las estrictas normas religiosas, para luego mostrar nuestro magnánimo perdón como si de veras fuéramos intachables. Qué hubiera pensado la congregación de Torre Fuerte de habernos visto en el cuarto oscuro del Violet. O sus papás. Por eso las cosa entre él y yo se fueron al carajo. Todavía me acuerdo de su cara de incredulidad cuando le dije que me iba. De la sorpresa pasó a la burla. Sí, cómo no, a ver cuánto duras allá afuera sin mi dinero, porque de aquí no te llevas nada, lo que traes puesto y di que te fue bien; te doy una, si acaso dos semanas para que regreses con la cola entre las patas. Le dije que esperara sentado. Supongo que sigue esperando porque hasta ahora, después de dos años, aún no le cae el veinte de lo que pasó. Eso es lo que me pregunta, cada vez que puede: ¿qué pasó?, ¿qué nos pasó? A él no sé, a mí me hartaron las mentiras, las poses y las pretensiones absurdas. Y el jueguito, por Dios santo, digo, al principio es tan excitante que hasta cuesta respirar, es cierto, pero después se vuelve tedioso y predecible. Salvo las dos reuniones en el De Efe con Jorge, Laura, Alex y Liz —que resultaron bastante buenas: gente bonita, ambiente cool y hasta sofisticado, y mucho pero mucho sexo—, las demás parecían sacadas de una película de Jodorowsky. La primera pareja que contactamos acá fue por medio de una revista swinger, de esas que traen fotos con "modelos" amateurs en la portada —uf, chafísimas— y después de la consabida llamada telefónica quedamos de vernos en su negocio, que resultó ser una sex shop por el rumbo de San Manuel. Las expectativas eran altas considerando las experiencias anteriores, sin embargo, resultó que Armando no era ni la mitad de lo que decía su descripción y Bety, en lugar de los 90-60-88 que anunciaba, más bien tenía cuerpo de boiler con un vientre abultado como de cinco meses de embarazo. Yo no sabía si reír, llorar o salir corriendo. Alberto se dio cuenta de mi reacción de inmediato. Su táctica: empezar a chulear a Bety y a contarles de nuestra "vasta" experiencia en el intercambio de parejas. Armando se me quedaba viendo como perro hambriento y Alberto lo animaba con miradas cómplices. El cuate estaba tan nervioso que comenzó a reírse, primero disimuladamente pero poco a poco las risitas se convirtieron en carcajadas; sonoras y enervantes carcajadas que en lugar de romper el hielo contribuyeron a enfriar aún más mis ánimos. Sobra decir que la reunión fue un desastre pero ni eso desalentó a Alberto. Siempre tuvo la esperanza de encontrar una pareja de GQ, que obviamente nunca llegó. Lo que llegó fue un fastidio de mi parte, en algún momento imposible de esconder. Mi aventura con Max fue mero pretexto para terminar con una relación desgastada y terriblemente aburrida. Y de paso demostrarme que podía hacer lo que quisiera, con quien quisiera, sin Alberto, sin la necesidad de su autorización, sin su permiso. Y sin culpas. Por supuesto fue un escándalo pero y qué... Me estaba sacudiendo años de mentiras y convencionalismos ridículos. Si la gente va a hablar, lo hará de un modo u otro, con o sin motivo. Les di gusto, hablaron de mí hasta el cansancio. Y se olvidaron del asunto a los pocos meses, en cuanto surgió un chisme más interesante. Supongo que en la iglesia seguirán orando —hipócritamente, claro está— por la salvación de mi alma y compadeciendo al pobrecito Alberto. Bien por ellos, cumplen su función a pie juntillas. No esperaría menos de la congregación. Mientras tanto la cerveza se ha terminado y busco al mesero para pedir otra. El lugar está lleno y soy la única mujer que está sola. Si quisiera podría llevarme a cualquiera de estos cuates a la cama. Hay dos o tres que voltean a verme con insistencia y luego cuchichean entre ellos. No tardan en lanzarse a mi mesa a ver qué pescan. Son tan transparentes, puedo ver sus intenciones a tres cuadras de distancia. Me sé de memoria lo que dirán. Hasta ahora no ha habido uno que sea original, que de verdad me sorprenda. No, qué va, todos parecen cortados con la misma tijera. Mientras tratan de conquistarte son encantadores. Y a la mañana siguiente, después de una noche de sexo mediocre, lo único que quieren es largarse de ahí; no vaya a ser que te hayas creído sus cuentos y ahora te sientas con derechos. Conmigo no. Hay que sacarlos rápido de la cama y dormir tranquila y plácidamente el resto de la madrugada. La vida es una mierda. Ni modo. O aprendes a vivir entre mierda y a salpicarte lo menos posible o ya te cargó la chingada. Y de ser muñequita de aparador, sumisa y obediente, prefiero mil veces sentarme sola en una mesa de bar y jugar al lobo y al cordero. Y por supuesto que los corderos son ellos. Mientras me traen la cerveza ensayo mi mejor sonrisa. Me apresto a la cacería. Es mejor ser cazador que presa, ser titiritero que títere, no me cabe la menor duda.
Ana Delia Carrillo nació en el DF en 1966, pero creció en Torreón, Coah., donde incursionó en los circuitos artísticos como teatrera infantil y juvenil. Desde 1988 vive en la ciudad de ángeles petrificados, Puebla, Pue.
Escritora inclasificable que se especializa en el área narrativa. Ha participado en diversos talleres literarios y en 2007 obtuvo el tercer lugar en el XI Concurso de Cuento Mujeres en Vida que organiza anualmente la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, por su cuento Cortados con la misma tijera.
Rockera irredimible, gasta sus pasiones entre Iron Maiden, Judas Priest y Metallica en una dinámica hiperkinética de difícil alcance.
Gramatóloga infalible, soporta el peso de la subdirección y corrección ortográfica del blogzine La Langosta Se Ha Posteado.
Por: Ana Delia Carrillo
El calor es insoportable, aun dentro del bar. Pido una Sol oscura, bien "muerta" y saco un Camel de la mochila. El mesero se inclina para encenderlo y de paso echa una ojeada al escote de mi blusa. El muy cabrón ni siquiera lo disimula. No me molesta, a estas alturas del partido estoy más que acostumbrada, es sólo que todavía no deja de sorprenderme con qué facilidad lo hacen. Los hombres, claro está. Todos, hasta quien menos te imaginas. Como cuando, recién separada, Nancy me invitó a tomar el café a su casa. Arturo, su marido, y por si fuera poco, el pastor de la iglesia, en múltiples ocasiones había intentado que mi ex y yo nos reconciliáramos. Supongo que, desilusionado de los resultados, le pidió a su esposa que le echara la mano para convencerme de volver con Alberto. Cuando me invitó estuve a punto de negarme; qué hueva ir hasta Cholula y chutarme de nuevo el sermón de "hasta que la muerte los separe". Pero en ese entonces no sabía decir que no, así que ahí estábamos en la tarde de un día cualquiera, sentadas en la sala de su casa tomando café. Para ese entonces ya había cambiado los Manolo Blahnik por los huaraches y Nancy trataba de portarse igual que siempre, sin lograrlo. Yo me moría por un maldito cigarro en una casa donde el No Smoking es un axioma de vida y planeaba ya una excusa para largarme de ahí, cuando Arturo entró a la sala con el pequeño Arturín en brazos diciendo no sé qué cosa sobra la medicina del bebé; el caso es que Nancy se levantó de inmediato, se disculpó un momento y tomando al pequeño, salió. Arturo, por supuesto, se acercó a saludarme. Yo tenía la taza de café en las piernas. No te levantes, me dijo, y se inclinó para besarme la mejilla. Entonces lo caché: el pastor de la iglesia, marido de una de mis mejores amigas, consejero matrimonial, hombre recto e intachable, viéndome los pechos por entre el escote. Mmh... algo andaba mal. ¿Y los sermones interminables sobre el noveno mandamiento? ¿Qué diablos pasó con el "no desearás a la mujer de tu prójimo? Ah, claro, ya no era mujer de ningún prójimo, no era mujer de nadie, punto. Es decir, puedes verle las tetas y lo que quieras a una mujer siempre y cuando no tenga "prójimo" que la haga respetable, o que por lo menos conozcas. Y no es que fuera una santa —y vaya que no lo era— o que me asustara que un hombre quisiera ver un poco más de piel, pero hasta para mí —y suponía que también para él— había límites: era el pinche pastor de la iglesia, con una chingada. Si hubiera sido cualquier otro le hubiera dicho ¿te gusta lo que ves o quieres verme también las nalgas? Estoy segura de que se me alcanza a ver la raya. Con él sólo se me ocurrió levantarme y salir de allí encabronada. Con el mesero, en cambio, ni me encabrono ni le sonrío ni lo volteo a ver. Le doy una fumada al cigarro y expulso el humo muy despacio, después de mantenerlo en los pulmones lo más posible. Él no tarda mucho en traer mi cerveza. La pone en la mesa, pregunta si la sirve en el tarro, y mira de nuevo el escote, ahora disimuladamente. Respondo que no y regresa a la barra. Yo finjo indiferencia. Bebo un trago largo, doy otra fumada antes de acomodarme en mi asiento y de un vistazo recorro el lugar. Casi todas las mesas están de moda: luces tenues, fotos de estrellas del cine hollywoodense por todos lados, un partido de fútbol en las pantallas gigantes y en las bocinas, en lugar del Perro Bermúdez, una rola de HIM. Extraña combinación, pienso, y vuelvo al recorrido visual. En la mesa de enfrente unos novios se besan; él succiona levemente el labio inferior de ella, su mano sosteniéndole la nuca. Se despegan un momento para murmurarse quién sabe qué y ella se ríe, sus dientes apenas asoman por la boca entreabierta. Él se acerca para besarla de nuevo. Me volteo, prefiero el fútbol. Alberto y yo casi nunca nos besábamos en público. Podíamos cambiar parejas, hacer tríos, coger con todo mundo en el cuarto oscuro del Violet pero eso sí, nada de andarse besuqueando delante de la gente. Para eso están los hoteles o de plano, tu casa. No se puede perder la clase, la finura, decía. Hacer de todo en el lugar apropiado, en el momento apropiado. Ajá, sí, cabrón, y tu nieve de qué la quieres. Eso fue lo que siempre me molestó de Alberto, su doble moral, su hipocresía. Uno es lo que es, punto, aquí y en cualquier lado. Pero no con Alberto. Con él todo era fingir. Si estábamos en la iglesia éramos la pareja más fiel, más devota y más comprometida del mundo. El modelo a seguir. Había que escandalizarse cuando alguien se salía, aunque fuera un poco, de las estrictas normas religiosas, para luego mostrar nuestro magnánimo perdón como si de veras fuéramos intachables. Qué hubiera pensado la congregación de Torre Fuerte de habernos visto en el cuarto oscuro del Violet. O sus papás. Por eso las cosa entre él y yo se fueron al carajo. Todavía me acuerdo de su cara de incredulidad cuando le dije que me iba. De la sorpresa pasó a la burla. Sí, cómo no, a ver cuánto duras allá afuera sin mi dinero, porque de aquí no te llevas nada, lo que traes puesto y di que te fue bien; te doy una, si acaso dos semanas para que regreses con la cola entre las patas. Le dije que esperara sentado. Supongo que sigue esperando porque hasta ahora, después de dos años, aún no le cae el veinte de lo que pasó. Eso es lo que me pregunta, cada vez que puede: ¿qué pasó?, ¿qué nos pasó? A él no sé, a mí me hartaron las mentiras, las poses y las pretensiones absurdas. Y el jueguito, por Dios santo, digo, al principio es tan excitante que hasta cuesta respirar, es cierto, pero después se vuelve tedioso y predecible. Salvo las dos reuniones en el De Efe con Jorge, Laura, Alex y Liz —que resultaron bastante buenas: gente bonita, ambiente cool y hasta sofisticado, y mucho pero mucho sexo—, las demás parecían sacadas de una película de Jodorowsky. La primera pareja que contactamos acá fue por medio de una revista swinger, de esas que traen fotos con "modelos" amateurs en la portada —uf, chafísimas— y después de la consabida llamada telefónica quedamos de vernos en su negocio, que resultó ser una sex shop por el rumbo de San Manuel. Las expectativas eran altas considerando las experiencias anteriores, sin embargo, resultó que Armando no era ni la mitad de lo que decía su descripción y Bety, en lugar de los 90-60-88 que anunciaba, más bien tenía cuerpo de boiler con un vientre abultado como de cinco meses de embarazo. Yo no sabía si reír, llorar o salir corriendo. Alberto se dio cuenta de mi reacción de inmediato. Su táctica: empezar a chulear a Bety y a contarles de nuestra "vasta" experiencia en el intercambio de parejas. Armando se me quedaba viendo como perro hambriento y Alberto lo animaba con miradas cómplices. El cuate estaba tan nervioso que comenzó a reírse, primero disimuladamente pero poco a poco las risitas se convirtieron en carcajadas; sonoras y enervantes carcajadas que en lugar de romper el hielo contribuyeron a enfriar aún más mis ánimos. Sobra decir que la reunión fue un desastre pero ni eso desalentó a Alberto. Siempre tuvo la esperanza de encontrar una pareja de GQ, que obviamente nunca llegó. Lo que llegó fue un fastidio de mi parte, en algún momento imposible de esconder. Mi aventura con Max fue mero pretexto para terminar con una relación desgastada y terriblemente aburrida. Y de paso demostrarme que podía hacer lo que quisiera, con quien quisiera, sin Alberto, sin la necesidad de su autorización, sin su permiso. Y sin culpas. Por supuesto fue un escándalo pero y qué... Me estaba sacudiendo años de mentiras y convencionalismos ridículos. Si la gente va a hablar, lo hará de un modo u otro, con o sin motivo. Les di gusto, hablaron de mí hasta el cansancio. Y se olvidaron del asunto a los pocos meses, en cuanto surgió un chisme más interesante. Supongo que en la iglesia seguirán orando —hipócritamente, claro está— por la salvación de mi alma y compadeciendo al pobrecito Alberto. Bien por ellos, cumplen su función a pie juntillas. No esperaría menos de la congregación. Mientras tanto la cerveza se ha terminado y busco al mesero para pedir otra. El lugar está lleno y soy la única mujer que está sola. Si quisiera podría llevarme a cualquiera de estos cuates a la cama. Hay dos o tres que voltean a verme con insistencia y luego cuchichean entre ellos. No tardan en lanzarse a mi mesa a ver qué pescan. Son tan transparentes, puedo ver sus intenciones a tres cuadras de distancia. Me sé de memoria lo que dirán. Hasta ahora no ha habido uno que sea original, que de verdad me sorprenda. No, qué va, todos parecen cortados con la misma tijera. Mientras tratan de conquistarte son encantadores. Y a la mañana siguiente, después de una noche de sexo mediocre, lo único que quieren es largarse de ahí; no vaya a ser que te hayas creído sus cuentos y ahora te sientas con derechos. Conmigo no. Hay que sacarlos rápido de la cama y dormir tranquila y plácidamente el resto de la madrugada. La vida es una mierda. Ni modo. O aprendes a vivir entre mierda y a salpicarte lo menos posible o ya te cargó la chingada. Y de ser muñequita de aparador, sumisa y obediente, prefiero mil veces sentarme sola en una mesa de bar y jugar al lobo y al cordero. Y por supuesto que los corderos son ellos. Mientras me traen la cerveza ensayo mi mejor sonrisa. Me apresto a la cacería. Es mejor ser cazador que presa, ser titiritero que títere, no me cabe la menor duda.
Ana Delia Carrillo nació en el DF en 1966, pero creció en Torreón, Coah., donde incursionó en los circuitos artísticos como teatrera infantil y juvenil. Desde 1988 vive en la ciudad de ángeles petrificados, Puebla, Pue.
Escritora inclasificable que se especializa en el área narrativa. Ha participado en diversos talleres literarios y en 2007 obtuvo el tercer lugar en el XI Concurso de Cuento Mujeres en Vida que organiza anualmente la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, por su cuento Cortados con la misma tijera.
Rockera irredimible, gasta sus pasiones entre Iron Maiden, Judas Priest y Metallica en una dinámica hiperkinética de difícil alcance.
Gramatóloga infalible, soporta el peso de la subdirección y corrección ortográfica del blogzine La Langosta Se Ha Posteado.