La figura de Robinson en el mapa literario
Por: Cecilia Urbina
El diccionario define el término mapa como “representación geográfica de la tierra, o parte de ella”. Para todos los que fuimos lectores infantiles, la palabra convoca imágenes románticas de guías para encontrar tesoros con coordenadas secretas posibles de descifrar sólo por los iniciados; o de exploradores que arriesgan su vida para avanzar en los misterios de los territorios ignotos y dejar el recuerdo de su gloria en la firma al pie de la reproducción en dos dimensiones de sus descubrimientos. Ese cartógrafo heroico que trazaba el perfil de litorales y riberas, de montañas y sabanas, ha sido suplantado por un satélite capaz de dibujar continentes, de enseñarnos la redondez del planeta y la forma de las plataformas submarinas. También, cuando está al servicio de un sistema tecnificado, irrumpe, como policía secreta de la peor dictadura, en la vida privada del individuo, la desnuda y la exhibe para reprimirla, algo que no puede dejar de alarmarnos: el exponer nuestro trayecto individual a la mirada siniestra del poder.
Pero, si tratamos de trazar nuestro mapa en el tiempo, encontramos que la historia impone su momento y el escritor responde con la versión privada de ese enorme fresco en el que su mirada busca respuestas. Aunque, como dice Carlos Fuentes: “Más que una respuesta, la novela es una pregunta crítica acerca del mundo, pero también acerca de ella misma”.1 Porque el escritor es siempre un disidente: su mirada cuestiona el poder, la sociedad, lo establecido.
¿Han cambiado los temas del escritor a lo largo de la historia? Si queremos simplificar, diríamos que hay dos cuestiones sobre las cuales se piensa, se escribe o se crea: eros y tanatos, la vida y la muerte, reales o metafóricas, y todo lo que conllevan: amor, heroísmo, guerra, venganza y sus infinitas combinaciones. Esos conceptos se mantienen en el tiempo, porque son interrogantes a las que el ser humano no puede dar respuestas definitivas: el hombre es el único animal que sabe que va a morir, dice André Malraux. Pero si los temas son perennes y universales, la actitud frente a ellos oscila y evoluciona. Hay un personaje que ha permanecido para renacer una y otra vez en las páginas de los libros: Robinson Crusoe, el náufrago, ese ser infortunado al que el mar arroja en una isla, lejos de su mundo y sus congéneres.
Islas y hombres se han unido para crear un mito revolvente a lo largo del tiempo. En esos jirones de tierra, sembrados por los dioses en las extensiones océanicas, se alojan todos los misterios, los terrores y las fantasías. Minotauros, sirenas y cíclopes moran en sus cuevas o seducen a los navegantes desde los arrecifes; surgen de las brumas nórdicas como refugio de los vikingos guerreros; sus acantilados señalan la salvación o la muerte para los marineros perdidos. En la incógnita de la lejanía, sintetizan a Ariel y a Caliban, prometen encantamientos o maleficios, todo lo que acecha la imaginación de los hombres aislados en el mar durante muchos meses. Territorio de piratas y hechiceras, de tesoros, vírgenes y caníbales, centellean entre los mares con la seducción de lo desconocido. Los sucesivos robinsones de la historia las han domesticado sin aniquilar su encanto; las islas se perpetúan como la promesa de lo posible, la negación de la rutina.
Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, ha sido considerada por algunos críticos como la primera novela inglesa, y en cierta forma también la primera novela moderna. Es un momento de grandes innovaciones: el Siglo de las Luces se prepara a iluminar la historia. Montesquieu fustiga al sistema con sus Cartas Persas; Diderot propone la primera teoría atea de un mundo que se crea a sí mismo en un continuo devenir; Voltaire publica el Diccionario Filosófico e inaugura la noción de tolerancia; dos empresas deslumbrantes, el primer Diccionario de la Lengua Inglesa de Samuel Johnson y la Enciclopedia, acometen la labor de concentrar todos los conocimientos del momento en una sola publicación; en Inglaterra se suceden periódicos como el Tatler, el Spectator y el Daily Post, en cuyas páginas escribe Daniel Defoe, un hombre con la mente ágil e inquisitiva del reportero. Y es en un periódico donde el mismo Defoe se entera de la aventura de Alexander Selkirk, marinero inglés abandonado en una isla desierta en 1704, en la cual permaneció solo hasta su rescate en 1709, y que inspiró el personaje de Robinson Crusoe.
Daniel Defoe era un disidente, como se denominó a partir del Siglo XVII a aquéllos que se rehusaban a adherirse a la Iglesia de Inglaterra. Por su panfleto satírico El camino corto hacia los disidentes fue multado y encarcelado y tuvo otros encuentros con la justicia por su crítica a los prejuicios contra un rey nacido en el extranjero, Guillermo III de Orange, lo cual nos dice que su vida no fue ajena a la aventura.
La novela es ágil y sencilla, tanto que se ha convertido en materia para los muy jóvenes: la historia de los esfuerzos de un hombre por sobrevivir, primero, y por lograr un habitat placentero, segundo. Hay peripecias, un cierto suspenso, peligros no demasiado terribles. Pero esta lectura directa ignora el mensaje implícito: el Robinson de Defoe obedece a la ideología eurocéntrica de su época y a la puritana de su autor. La confluencia de la providencia divina y la actuación eficaz del náufrago lo llevan a recrear su mundo original en la isla desierta. La importancia y dignidad del trabajo, la disciplina y la confianza en los valores ancestrales de Robinson hacen de su lugar de destierro un clon de la patria lejana con un único ciudadano; cuando aparece Viernes, habitante de esas regiones, y mucho más conocedor de ellas por lo tanto, la relación amo-sirviente se desarrolla naturalmente. El hombre blanco “adopta” al salvaje y lo integra a su esquema civilizador, como lo harán a gran escala, en ese siglo y el siguiente, los imperios europeos con los pueblos colonizados.
“De entre todos, Robinson es uno de los elementos constitutivos del hombre occidental”2 dice Michel Tournier. Porque el personaje se ha instaurado en calidad de mito; a ciento cincuenta años de su nacimiento, Julio Verne lo reinventa (La isla misteriosa,1874), en la persona de Ciro Smith, ingeniero y, por lo tanto, síntesis de genio e ingenio. No hay aquí la apología de las virtudes cristianas, sino el hombre del siglo XIX que sueña con el XX: el triunfo de la tecnología y las ciencias aplicadas. Pero la isla no es el territorio benévolo de Defoe, dispuesto a plegarse a las manos diligentes de su conquistador; tiene un alma secreta, un habitante de los abismos que de ellos emerge: el capitán Nemo y su Nautilus son la ciencia del mañana, que ni siquiera Smith contempla aún. La terca perseverancia de Robinson en la ética del trabajo ha dejado su lugar a la inventiva del ingeniero; el hombre ya no confía en sus manos sino en su cerebro. Verne rinde un homenaje al concepto de progreso y afirma su fe en la ciencia, como en muchas de sus novelas.
El Siglo XX produce su cuota de Robinsones. William Golding, en El señor de las moscas (1954), los hace niños y adolescentes que naufragan en una isla sin adulto alguno que los proteja. Son seres educados, producto de un medio social alto y una escuela elitista. Los primeros intentos de reconstruir una sociedad como la que conocen desaparecen pronto para dar lugar al abandono a instintos de violencia, superstición, crueldad y al dominio de la fuerza. No hace Golding una apología de las cualidades del hombre civilizado; en un análisis oscuro, más bien elucubra sobre qué tan frágil puede ser ese barniz de civilización. El dios incuestionable de Defoe se transmuta en una deidad cruel y primitiva; el hombre progresista de Verne, en un grupo de jóvenes que sucumben a sus instintos más primarios.
Los dos ejemplos que restan se inscriben en la metaficción: Viernes o las ondas del Pacífico de Michel Tournier (1972) y Foe de J.M. Coetzee, (1987.)
Es significativo que la novela de Tournier lleve el nombre de Viernes y no de Robinson. Para Tournier, Viernes es, por un parte, la posibilidad del encuentro grandioso entre dos civilizaciones: por otra, el germen de la duda, de la destrucción de un sistema edificado pacientemente por ese solitario genial. La novela plantea la tesis del hombre desposeído del otro; los efectos de la ausencia del otro producen las verdaderas aventuras del espíritu. Si el otro define las fronteras y las transiciones del mundo, “¿qué sucede cuando el otro falta en la estructura del universo? Es el reino de la brutal oposición del sol y de la tierra, de una luminosidad insoportable y de un abismo oscuro.” Este Robinson, aterrado por la soledad, no tiene al dios de los puritanos para responder a sus angustias; tampoco la confianza en la ciencia todopoderosa. Se acoge primero al barro primigenio – en el que se revuelca como los animales -- quizá para reencontrar una inocencia salvadora; después en el trabajo, la disciplina, la construcción del mundo tal como lo conoce. Viernes, el espíritu eólico, destruye, real y metafóricamente, esta estructura y lleva a su compañero a la conjugación de la líbido con los elementos, a la “pura fosforescencia de las cosas por sí mismas”. Robinson ama a su isla como a una madre, al refugiarse en una gruta que lo envuelve y lo protege; como a una mujer, al derramar su semen sobre la tierra y ver crecer la mandrágora mitológica, hija suya y de la isla. Viernes lo llevará hacia el hombre nuevo, el Robinson solar que se convierte en la conciencia de la isla, y al mismo tiempo en la conciencia que la isla tiene de sí y por lo tanto en la isla misma. A tal grado desaparece la estructura que Viernes no representa ya al otro, sino a una especie de cómplice de la aventura inductiva. Cuando llega al barco salvador, Robinson no querrá partir y aquí se aparta de todos los otros, cuya única esperanza es el rescate. El tiempo en la isla no es ya un intermedio de aprendizaje y fortaleza, sino un destino en sí mismo.
La novela de Coetzee lleva por título Foe, el nombre del autor y no del protagonista; quizá porque aquí Robinson es aleatorio, deja su lugar a una voz femenina, Susan Barton, un personaje en busca de autor. Susan naufragó en la misma isla que Robinson y ahí habitó durante algunos meses. Su relación con él y con Viernes es ambigua, amistosa y distante. Rescatada con ellos, Robinson muere en la travesía de regreso a Londres y ahí Susan se dedica a buscar al famoso escritor Foe para que cuente su historia. Nosotros sabemos que no lo logra, puesto que, en retrospectiva, Defoe escribe la historia de Crusoe sin otorgarle vida a Susan. La relación más interesante del libro se establece entre Susan y Viernes, esclavo a quien le arrancaron la lengua. Reflexión sobre el lenguaje, la esclavitud y la liberación, el náufrago original adquiere dimensiones distintas, Robinson se eclipsa pronto y deja su lugar a personajes más complejos.
Si queremos sintetizar, el Robinson de Defoe, paradigma del europeo cristiano, evoluciona al científico de Verne, a los bárbaros de Golding, al iluminado de Tournier y...¿quién es el Robinson de Coetzee? Un viejo malhumorado que muere pronto y abandona el escenario a favor de la protagonista Barton.
Falta un Robinson: Laura Restrepo dedicó sus años de exilio en México a investigar esta historia, y de dicha investigación nació La Isla de la Pasión. 3 No es la primera versión: ya el general Francisco Urquizo, autor de novelas de la revolución, militar y político, se había dejado seducir por la tragedia del capitán Arnaud y había publicado su historia en un libro del mismo nombre. Hace unos cuantos años, Ricardo Orozco, historiador especializado en el porfiriato, la retomó en Clipperton. Pero los enfoques son distintos: Urquizo es un militar literato y el énfasis de su libro apunta al heroísmo de un colega, al deber de un soldado que se impone a cualquier otra consideración; en Orozco hay un empeño por despertar el interés nacional en ese minúsculo territorio perdido, y quizá (a riesgo de sobreinterpretar) en crear conciencia del valor de las acciones del individuo frente a las ineptitudes del sistema. ¿Cuál es la postura de Restrepo? Ninguna de las tres versiones se aparta de la estricta realidad; podemos cotejar fechas, hechos, nombres. En ninguna se demerita el valor de Arnaud, el oficial enviado a resguardar ese ínfimo trozo de México, abandonado ahí por indiferencia y los avatares de la Revolución, pero la mirada de Restrepo se dirige con más detalle a la vida de su mujer, Alicia, a sus esfuerzos por hacer de ese lugar inhóspito uno más acogedor, por educar a los niños, por encontrar belleza en sus carencias. Es la versión del drama a través de los ojos de una mujer que cayó en él por designios ajenos y fue capaz, no sólo de sobrellevarlo, sino de sobrevivir donde ninguno de los hombres pudo. Es un tema de doble interés, la historia en sí, y la figura del náufrago vista desde la perspectiva femenina. El escenario es más hostil que todos los otros: no hay aquí las playas de arena blanca, los arroyos, los frutos tropicales. Ni mucho menos un Viernes.
Un islote perdido en el océano Pacífico, tan alejado de las rutas de navegación que los buques pasan sin avistarlo. Isla fantasma, espejismo que aparece en los mapas para desaparecer después, se duplica, se esfuma entre las olas turbulentas que la azotan. Refugio de piratas ingleses, objeto de la codicia de emperadores y el olvido de sus propietarios, se distingue apenas en el catalejo de los pocos que se aproximan a ella como la vela de un barco abandonado por sus tripulantes. El Holandés Errante, el buque fantasma de todas las fantasías marineras…o quizá vestigios de un volcán extinguido por los siglos y las aguas. Seis kilómetros de largo por dos en su parte más ancha, una laguna azufrosa en el centro, dos o tres palmeras y parvadas de pájaros que la sepultan en guano. En época de tormentas, los huracanes barren las escasas franjas de tierra entre la laguna y el mar; nada crece en ese suelo de coral invadido por millones de pequeños crustáceos, alimento de pájaros bobos y gaviotas. Llamado Médanos, dada su escasa altura sobre el nivel del mar; Clipperton, en honor al pirata que se refugió en ella en el siglo XVIII; Isla de la Pasión, nombre que le dio el capitán francés del Découverte en un viernes santo de 1711, el islote navegó a la deriva en los mapas de la historia hasta 1898, cuando un personaje de gesta heroica, fogonero del buque el Demócrata, desafió el oleaje y los tiburones para llevar la bandera mexicana hasta sus playas.
A ese lugar fue enviado el joven capitán Arnaud con su esposa Alicia y un pequeño grupo de soldados y sus familias, con la promesa de que serían avituallados cada cierto tiempo por barcos mexicanos. Pero el olvido, y más tarde el caos revolucionario, desatendieron la promesa. Huracanes, escorbuto, conflictos; finalmente la muerte de Arnaud y su lugarteniente tratando de alcanzar un buque avistado en el horizonte. Y la figura de la mujer, la Robinson femenina, impensable en otros tiempos, que se erige en líder, que lucha e incluso mata para preservarse, y preservar a los suyos, hasta que aparece un buque de bandera norteamericana. Y aquí Restrepo imagina una escena especial: antes de abordar el barco que ha de rescatarla, Alicia pide una hora para bañarse, ponerse el único vestido que conserva y adornarse con las perlas y los brillantes tanto tiempo abandonados. El instinto femenino le dicta los pasos para presentar un aspecto digno ante sus salvadores. Es la complicidad personaje/autor, la paulatina simbiosis que se da a lo largo de la construcción de una protagonista; ninguno de los otros Robinsones pareció preocuparse por semejante asunto.
Por: Cecilia Urbina
El diccionario define el término mapa como “representación geográfica de la tierra, o parte de ella”. Para todos los que fuimos lectores infantiles, la palabra convoca imágenes románticas de guías para encontrar tesoros con coordenadas secretas posibles de descifrar sólo por los iniciados; o de exploradores que arriesgan su vida para avanzar en los misterios de los territorios ignotos y dejar el recuerdo de su gloria en la firma al pie de la reproducción en dos dimensiones de sus descubrimientos. Ese cartógrafo heroico que trazaba el perfil de litorales y riberas, de montañas y sabanas, ha sido suplantado por un satélite capaz de dibujar continentes, de enseñarnos la redondez del planeta y la forma de las plataformas submarinas. También, cuando está al servicio de un sistema tecnificado, irrumpe, como policía secreta de la peor dictadura, en la vida privada del individuo, la desnuda y la exhibe para reprimirla, algo que no puede dejar de alarmarnos: el exponer nuestro trayecto individual a la mirada siniestra del poder.
Pero, si tratamos de trazar nuestro mapa en el tiempo, encontramos que la historia impone su momento y el escritor responde con la versión privada de ese enorme fresco en el que su mirada busca respuestas. Aunque, como dice Carlos Fuentes: “Más que una respuesta, la novela es una pregunta crítica acerca del mundo, pero también acerca de ella misma”.1 Porque el escritor es siempre un disidente: su mirada cuestiona el poder, la sociedad, lo establecido.
¿Han cambiado los temas del escritor a lo largo de la historia? Si queremos simplificar, diríamos que hay dos cuestiones sobre las cuales se piensa, se escribe o se crea: eros y tanatos, la vida y la muerte, reales o metafóricas, y todo lo que conllevan: amor, heroísmo, guerra, venganza y sus infinitas combinaciones. Esos conceptos se mantienen en el tiempo, porque son interrogantes a las que el ser humano no puede dar respuestas definitivas: el hombre es el único animal que sabe que va a morir, dice André Malraux. Pero si los temas son perennes y universales, la actitud frente a ellos oscila y evoluciona. Hay un personaje que ha permanecido para renacer una y otra vez en las páginas de los libros: Robinson Crusoe, el náufrago, ese ser infortunado al que el mar arroja en una isla, lejos de su mundo y sus congéneres.
Islas y hombres se han unido para crear un mito revolvente a lo largo del tiempo. En esos jirones de tierra, sembrados por los dioses en las extensiones océanicas, se alojan todos los misterios, los terrores y las fantasías. Minotauros, sirenas y cíclopes moran en sus cuevas o seducen a los navegantes desde los arrecifes; surgen de las brumas nórdicas como refugio de los vikingos guerreros; sus acantilados señalan la salvación o la muerte para los marineros perdidos. En la incógnita de la lejanía, sintetizan a Ariel y a Caliban, prometen encantamientos o maleficios, todo lo que acecha la imaginación de los hombres aislados en el mar durante muchos meses. Territorio de piratas y hechiceras, de tesoros, vírgenes y caníbales, centellean entre los mares con la seducción de lo desconocido. Los sucesivos robinsones de la historia las han domesticado sin aniquilar su encanto; las islas se perpetúan como la promesa de lo posible, la negación de la rutina.
Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, ha sido considerada por algunos críticos como la primera novela inglesa, y en cierta forma también la primera novela moderna. Es un momento de grandes innovaciones: el Siglo de las Luces se prepara a iluminar la historia. Montesquieu fustiga al sistema con sus Cartas Persas; Diderot propone la primera teoría atea de un mundo que se crea a sí mismo en un continuo devenir; Voltaire publica el Diccionario Filosófico e inaugura la noción de tolerancia; dos empresas deslumbrantes, el primer Diccionario de la Lengua Inglesa de Samuel Johnson y la Enciclopedia, acometen la labor de concentrar todos los conocimientos del momento en una sola publicación; en Inglaterra se suceden periódicos como el Tatler, el Spectator y el Daily Post, en cuyas páginas escribe Daniel Defoe, un hombre con la mente ágil e inquisitiva del reportero. Y es en un periódico donde el mismo Defoe se entera de la aventura de Alexander Selkirk, marinero inglés abandonado en una isla desierta en 1704, en la cual permaneció solo hasta su rescate en 1709, y que inspiró el personaje de Robinson Crusoe.
Daniel Defoe era un disidente, como se denominó a partir del Siglo XVII a aquéllos que se rehusaban a adherirse a la Iglesia de Inglaterra. Por su panfleto satírico El camino corto hacia los disidentes fue multado y encarcelado y tuvo otros encuentros con la justicia por su crítica a los prejuicios contra un rey nacido en el extranjero, Guillermo III de Orange, lo cual nos dice que su vida no fue ajena a la aventura.
La novela es ágil y sencilla, tanto que se ha convertido en materia para los muy jóvenes: la historia de los esfuerzos de un hombre por sobrevivir, primero, y por lograr un habitat placentero, segundo. Hay peripecias, un cierto suspenso, peligros no demasiado terribles. Pero esta lectura directa ignora el mensaje implícito: el Robinson de Defoe obedece a la ideología eurocéntrica de su época y a la puritana de su autor. La confluencia de la providencia divina y la actuación eficaz del náufrago lo llevan a recrear su mundo original en la isla desierta. La importancia y dignidad del trabajo, la disciplina y la confianza en los valores ancestrales de Robinson hacen de su lugar de destierro un clon de la patria lejana con un único ciudadano; cuando aparece Viernes, habitante de esas regiones, y mucho más conocedor de ellas por lo tanto, la relación amo-sirviente se desarrolla naturalmente. El hombre blanco “adopta” al salvaje y lo integra a su esquema civilizador, como lo harán a gran escala, en ese siglo y el siguiente, los imperios europeos con los pueblos colonizados.
“De entre todos, Robinson es uno de los elementos constitutivos del hombre occidental”2 dice Michel Tournier. Porque el personaje se ha instaurado en calidad de mito; a ciento cincuenta años de su nacimiento, Julio Verne lo reinventa (La isla misteriosa,1874), en la persona de Ciro Smith, ingeniero y, por lo tanto, síntesis de genio e ingenio. No hay aquí la apología de las virtudes cristianas, sino el hombre del siglo XIX que sueña con el XX: el triunfo de la tecnología y las ciencias aplicadas. Pero la isla no es el territorio benévolo de Defoe, dispuesto a plegarse a las manos diligentes de su conquistador; tiene un alma secreta, un habitante de los abismos que de ellos emerge: el capitán Nemo y su Nautilus son la ciencia del mañana, que ni siquiera Smith contempla aún. La terca perseverancia de Robinson en la ética del trabajo ha dejado su lugar a la inventiva del ingeniero; el hombre ya no confía en sus manos sino en su cerebro. Verne rinde un homenaje al concepto de progreso y afirma su fe en la ciencia, como en muchas de sus novelas.
El Siglo XX produce su cuota de Robinsones. William Golding, en El señor de las moscas (1954), los hace niños y adolescentes que naufragan en una isla sin adulto alguno que los proteja. Son seres educados, producto de un medio social alto y una escuela elitista. Los primeros intentos de reconstruir una sociedad como la que conocen desaparecen pronto para dar lugar al abandono a instintos de violencia, superstición, crueldad y al dominio de la fuerza. No hace Golding una apología de las cualidades del hombre civilizado; en un análisis oscuro, más bien elucubra sobre qué tan frágil puede ser ese barniz de civilización. El dios incuestionable de Defoe se transmuta en una deidad cruel y primitiva; el hombre progresista de Verne, en un grupo de jóvenes que sucumben a sus instintos más primarios.
Los dos ejemplos que restan se inscriben en la metaficción: Viernes o las ondas del Pacífico de Michel Tournier (1972) y Foe de J.M. Coetzee, (1987.)
Es significativo que la novela de Tournier lleve el nombre de Viernes y no de Robinson. Para Tournier, Viernes es, por un parte, la posibilidad del encuentro grandioso entre dos civilizaciones: por otra, el germen de la duda, de la destrucción de un sistema edificado pacientemente por ese solitario genial. La novela plantea la tesis del hombre desposeído del otro; los efectos de la ausencia del otro producen las verdaderas aventuras del espíritu. Si el otro define las fronteras y las transiciones del mundo, “¿qué sucede cuando el otro falta en la estructura del universo? Es el reino de la brutal oposición del sol y de la tierra, de una luminosidad insoportable y de un abismo oscuro.” Este Robinson, aterrado por la soledad, no tiene al dios de los puritanos para responder a sus angustias; tampoco la confianza en la ciencia todopoderosa. Se acoge primero al barro primigenio – en el que se revuelca como los animales -- quizá para reencontrar una inocencia salvadora; después en el trabajo, la disciplina, la construcción del mundo tal como lo conoce. Viernes, el espíritu eólico, destruye, real y metafóricamente, esta estructura y lleva a su compañero a la conjugación de la líbido con los elementos, a la “pura fosforescencia de las cosas por sí mismas”. Robinson ama a su isla como a una madre, al refugiarse en una gruta que lo envuelve y lo protege; como a una mujer, al derramar su semen sobre la tierra y ver crecer la mandrágora mitológica, hija suya y de la isla. Viernes lo llevará hacia el hombre nuevo, el Robinson solar que se convierte en la conciencia de la isla, y al mismo tiempo en la conciencia que la isla tiene de sí y por lo tanto en la isla misma. A tal grado desaparece la estructura que Viernes no representa ya al otro, sino a una especie de cómplice de la aventura inductiva. Cuando llega al barco salvador, Robinson no querrá partir y aquí se aparta de todos los otros, cuya única esperanza es el rescate. El tiempo en la isla no es ya un intermedio de aprendizaje y fortaleza, sino un destino en sí mismo.
La novela de Coetzee lleva por título Foe, el nombre del autor y no del protagonista; quizá porque aquí Robinson es aleatorio, deja su lugar a una voz femenina, Susan Barton, un personaje en busca de autor. Susan naufragó en la misma isla que Robinson y ahí habitó durante algunos meses. Su relación con él y con Viernes es ambigua, amistosa y distante. Rescatada con ellos, Robinson muere en la travesía de regreso a Londres y ahí Susan se dedica a buscar al famoso escritor Foe para que cuente su historia. Nosotros sabemos que no lo logra, puesto que, en retrospectiva, Defoe escribe la historia de Crusoe sin otorgarle vida a Susan. La relación más interesante del libro se establece entre Susan y Viernes, esclavo a quien le arrancaron la lengua. Reflexión sobre el lenguaje, la esclavitud y la liberación, el náufrago original adquiere dimensiones distintas, Robinson se eclipsa pronto y deja su lugar a personajes más complejos.
Si queremos sintetizar, el Robinson de Defoe, paradigma del europeo cristiano, evoluciona al científico de Verne, a los bárbaros de Golding, al iluminado de Tournier y...¿quién es el Robinson de Coetzee? Un viejo malhumorado que muere pronto y abandona el escenario a favor de la protagonista Barton.
Falta un Robinson: Laura Restrepo dedicó sus años de exilio en México a investigar esta historia, y de dicha investigación nació La Isla de la Pasión. 3 No es la primera versión: ya el general Francisco Urquizo, autor de novelas de la revolución, militar y político, se había dejado seducir por la tragedia del capitán Arnaud y había publicado su historia en un libro del mismo nombre. Hace unos cuantos años, Ricardo Orozco, historiador especializado en el porfiriato, la retomó en Clipperton. Pero los enfoques son distintos: Urquizo es un militar literato y el énfasis de su libro apunta al heroísmo de un colega, al deber de un soldado que se impone a cualquier otra consideración; en Orozco hay un empeño por despertar el interés nacional en ese minúsculo territorio perdido, y quizá (a riesgo de sobreinterpretar) en crear conciencia del valor de las acciones del individuo frente a las ineptitudes del sistema. ¿Cuál es la postura de Restrepo? Ninguna de las tres versiones se aparta de la estricta realidad; podemos cotejar fechas, hechos, nombres. En ninguna se demerita el valor de Arnaud, el oficial enviado a resguardar ese ínfimo trozo de México, abandonado ahí por indiferencia y los avatares de la Revolución, pero la mirada de Restrepo se dirige con más detalle a la vida de su mujer, Alicia, a sus esfuerzos por hacer de ese lugar inhóspito uno más acogedor, por educar a los niños, por encontrar belleza en sus carencias. Es la versión del drama a través de los ojos de una mujer que cayó en él por designios ajenos y fue capaz, no sólo de sobrellevarlo, sino de sobrevivir donde ninguno de los hombres pudo. Es un tema de doble interés, la historia en sí, y la figura del náufrago vista desde la perspectiva femenina. El escenario es más hostil que todos los otros: no hay aquí las playas de arena blanca, los arroyos, los frutos tropicales. Ni mucho menos un Viernes.
Un islote perdido en el océano Pacífico, tan alejado de las rutas de navegación que los buques pasan sin avistarlo. Isla fantasma, espejismo que aparece en los mapas para desaparecer después, se duplica, se esfuma entre las olas turbulentas que la azotan. Refugio de piratas ingleses, objeto de la codicia de emperadores y el olvido de sus propietarios, se distingue apenas en el catalejo de los pocos que se aproximan a ella como la vela de un barco abandonado por sus tripulantes. El Holandés Errante, el buque fantasma de todas las fantasías marineras…o quizá vestigios de un volcán extinguido por los siglos y las aguas. Seis kilómetros de largo por dos en su parte más ancha, una laguna azufrosa en el centro, dos o tres palmeras y parvadas de pájaros que la sepultan en guano. En época de tormentas, los huracanes barren las escasas franjas de tierra entre la laguna y el mar; nada crece en ese suelo de coral invadido por millones de pequeños crustáceos, alimento de pájaros bobos y gaviotas. Llamado Médanos, dada su escasa altura sobre el nivel del mar; Clipperton, en honor al pirata que se refugió en ella en el siglo XVIII; Isla de la Pasión, nombre que le dio el capitán francés del Découverte en un viernes santo de 1711, el islote navegó a la deriva en los mapas de la historia hasta 1898, cuando un personaje de gesta heroica, fogonero del buque el Demócrata, desafió el oleaje y los tiburones para llevar la bandera mexicana hasta sus playas.
A ese lugar fue enviado el joven capitán Arnaud con su esposa Alicia y un pequeño grupo de soldados y sus familias, con la promesa de que serían avituallados cada cierto tiempo por barcos mexicanos. Pero el olvido, y más tarde el caos revolucionario, desatendieron la promesa. Huracanes, escorbuto, conflictos; finalmente la muerte de Arnaud y su lugarteniente tratando de alcanzar un buque avistado en el horizonte. Y la figura de la mujer, la Robinson femenina, impensable en otros tiempos, que se erige en líder, que lucha e incluso mata para preservarse, y preservar a los suyos, hasta que aparece un buque de bandera norteamericana. Y aquí Restrepo imagina una escena especial: antes de abordar el barco que ha de rescatarla, Alicia pide una hora para bañarse, ponerse el único vestido que conserva y adornarse con las perlas y los brillantes tanto tiempo abandonados. El instinto femenino le dicta los pasos para presentar un aspecto digno ante sus salvadores. Es la complicidad personaje/autor, la paulatina simbiosis que se da a lo largo de la construcción de una protagonista; ninguno de los otros Robinsones pareció preocuparse por semejante asunto.
Este breve recorrido por el mapa literario de la mano del mítico náufrago deja algunas reflexiones: el hombre del Siglo XVIII responde al concepto del cristiano a quien el mundo le fue entregado en propiedad –cosas, animales y herejes incluidos. El ingeniero de fines del XIX no desconoce del todo al más allá, pero hay algo, grandioso, que lo asemeja a los dioses: su capacidad de inventiva y su habilidad para aplicar lo que conoce. Los jóvenes de Golding aparecen en 1954; su creador, y el mundo, han atravesado dos guerras y su confianza en lo sobrenatural y en la ciencia ha sufrido por consecuencia. Porque dios permite las peores crueldades, y la ciencia le ayuda con recursos inventados por el hombre...
El náufrago de Tournier está muy lejos de domesticar salvajes; más bien les concede una sabiduría de la que él carece, y los sigue a través de umbrales que el mundo ha olvidado. Las protagonistas inauguran una nueva perspectiva: la de Coetzee imagina a un Viernes libre y a un autor que la toma en cuenta. Y la de Restrepo sobrevive a todas las tragedias, y a todos los hombres, para hacer un último esfuerzo y presentarle al mundo su mejor cara.
El náufrago de Tournier está muy lejos de domesticar salvajes; más bien les concede una sabiduría de la que él carece, y los sigue a través de umbrales que el mundo ha olvidado. Las protagonistas inauguran una nueva perspectiva: la de Coetzee imagina a un Viernes libre y a un autor que la toma en cuenta. Y la de Restrepo sobrevive a todas las tragedias, y a todos los hombres, para hacer un último esfuerzo y presentarle al mundo su mejor cara.
Cecilia Urbina nació en México, D.F., donde radica. Estudió Arte, Traducción y Literatura. Diplome D’Études Supérieures (Lettres et Philosophie) de la Universidad de la Sorbona y Diploma of English Studies de la Universidad de Cambridge.
Ha publicado seis novelas (Las locuras breves, La ruta de los cometas, Firme Compañera, La imaginación de Roger Donal, De noche llegan y Un martes como hoy (A Tuesday Like Today, publicada en EU) y el libro de ensayos literarios De escritos y escritores publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana.
Se dedica al periodismo cultural y ha publicado reseñas, ensayos y crítica literaria en los periódicos Unomásuno, suplemento Sábado, Reforma y La Jornada, y las revistas Periplo, UNA, PEN International y Casa del Tiempo de la UAM.
Es profesora de literatura y talleres de creación y Coordinadora del Departamento de Letras de Casa Lamm.
En 2008 recibió el premio Coatlicue de Letras de la Asociación Internacional de Mujeres en el Arte.
cecilia.rbn@gmail.com
www.ceciliaurbina.com
Ha publicado seis novelas (Las locuras breves, La ruta de los cometas, Firme Compañera, La imaginación de Roger Donal, De noche llegan y Un martes como hoy (A Tuesday Like Today, publicada en EU) y el libro de ensayos literarios De escritos y escritores publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana.
Se dedica al periodismo cultural y ha publicado reseñas, ensayos y crítica literaria en los periódicos Unomásuno, suplemento Sábado, Reforma y La Jornada, y las revistas Periplo, UNA, PEN International y Casa del Tiempo de la UAM.
Es profesora de literatura y talleres de creación y Coordinadora del Departamento de Letras de Casa Lamm.
En 2008 recibió el premio Coatlicue de Letras de la Asociación Internacional de Mujeres en el Arte.
cecilia.rbn@gmail.com
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Cecilia Urbina pronto tendrá Trenza