fragmento de novela inédita
Por: Cecilia Rojas
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El espejo del baño del cámper era lo suficientemente grande para verse de la cabeza a la cintura. De hecho fue el espejo lo que más le llamó la atención a Humberto aquel día en que don Luciano le entregó la casa rodante que sería sólo para él. Toma las llaves, es tuyo. Ya sabrás si metes contigo a los chimpancés o los dejas afuera, en su jaula, le había dicho, conociendo de antemano la respuesta: sabía que los llevaría a vivir con él. Desde que los dejaron a su cargo los había adoptado y se encargaba de ellos como si fueran sus propios hijos, les cambiaba los pañales, los regañaba igual que a dos niños pequeños, los llamaba siempre por su nombre: Marilyn y Elvis. Así que les colgó sendas hamacas junto a su cama, y les destinó un cajón del clóset para sus pañales y demás pertenencias. El apego tan especial que demostraba tenerle a los animales –no sólo a los chimpancés, sino a todos- fructificaba en el comportamiento durante los ensayos y en los momentos en los que por lo general ocurrían problemas. Por eso se había convertido, en corto tiempo, en un consentido de don Luciano, tanto así, que en seis meses logró lo que ningún otro empleado que no fuera de la familia: tener un cámper individual. Claro que no era nuevo, pero lo había mandado traer del otro lado especialmente para su “hombre de confianza”. Así lo había llamado don Luciano, quien dos años después, cosa curiosa, lo llamaría “el traidor ese”.
El espejo le fascinaba porque en casa de su madre, allá en Aguascalientes, siempre habían tenido algunos en los que sólo se alcanzaba a ver el rostro, sobre todo en el baño, que era el lugar en el que, de tener un espejo más grande, cualquiera podría verse partes del cuerpo, digamos, inapropiadas. Inapropiadas e indecentes, le decía su madre, mientras le secaba el cabello, a los ocho años de edad, hay partes del cuerpo que no deben verse, por eso nos bañamos con el fondo puesto, por eso nos vestimos con la bata puesta...
Se sorprendió a sí mismo absorto en la visión del chorro del agua escurriéndose por la coladera del lavabo. Sin cerrar la llave, sacó de la bolsa de la farmacia un bote de crema de afeitar para piel sensible. Le quitó la tira de plástico protector, la agitó y dejó salir un poco de espuma. La untó sobre el bigote y le causó un poco de gracia ver su reflejo. De la misma bolsa sacó un rastrillo nuevo, de la misma marca que la espuma, -recomendaciones del vendedor-. Empezó a rasurar una esquina. Un hombre de verdad debe tener siempre, bigotes, cuanto más tupidos, mejor, decía doña Guadalupe del Sagrado Corazón de Jesús, su madre. Por eso nunca se había rasurado y de ahí que siguiera teniendo el mismo mostacho ralo que le había salido en la secundaria.
Humberto se dio cuenta de que el rastrillo no sería suficiente para tumbar el vello, que aunque, delgado, era demasiado largo. Con el bigote blanco buscó en cada cajón unas tijeras, que al final encontró en el botiquín del baño, y con ellas en la mano, estuvo a punto de arrepentirse. No conocía su cara rasurada.
¿Le gustarían a Anya los hombres sin bigote? ¿Los preferiría, tal vez, con barba? Jorge siempre estaba impecablemente afeitado, con la piel fresca, y era por todos sabido que por hábito, sobre todo cuando se encontraban en ciudades grandes, buscaba salones de belleza con Spa para hacerse tratamientos faciales, citas a las que Anya jamás lo acompañaba. Tal vez ella preferiría un hombre algo más varonil.
Llevaba más de veinte minutos frente al espejo, pero el Humberto de esa mañana no tenía ninguna prisa. Se había levantado una hora más temprano, previendo la situación. Se acercó un banquito para estar más cómodo. A fin de cuentas, con bigote no se veía nada mal, sólo tal vez, un poco mayor de lo que era. Anya tenía veinte años, Jorge, cuando más, veintisiete, veintiocho. Podía rasurarse o apostarle todo al hecho de que gustaran los hombres maduros.
Las palabras de su madre le habían estado sonando en la cabeza, los últimos días más que de costumbre. Tienes que casarte pronto o las mujeres no te harán caso, hijo. A ninguna le gustan los viejos. Contradicción en labios de doña Guadalupe, que teniendo dieciséis se casó con el Dr. Humberto Salas, viudo cincuentón.
A ninguna le gustan los viejos... murmuró. ¿A ninguna? ¿En serio, a ninguna? ¿Y a ti mamá? ¿No te gustaba mi padre? Claro que te gustaba porque eras una mocosa y no pudiste resistir a la experiencia del hombre maduro que te conquistó, tal vez, durante una consulta. Claro, cómo que no te gustaba, si de niño alcanzaba a escuchar tus gritos y risas desquiciadas por las noches.
Cortó el vello lo más al ras posible y volvió a llenarse de espuma. Abrió otro Gillete y se afeitó. Se recortó también las patillas. Aún de frente al espejo, no se estaba viendo. Miraba la espuma cargada de pelillos desapareciendo por la coladera, a Marilyn jalando una bolsa de pan de la alacena, a Elvis dormido, más espuma...
Su rostro se había convertido en otro distinto. Si me vieras así, madre... te gustaría cómo me veo. No soy menos hombre, al contrario, soy tan hombre como antes, pero ahora me veo más joven. Con los puños en la cintura observó ese cuerpo, que no veía desnudo (ni siquiera como ahora, de la cintura para arriba) desde hacía mucho tiempo, tanto que no pudo imaginar una fecha. Sintió el impulso de sumir el abdomen pero se dio cuenta de que no era necesario, su vientre era plano, firme. No se veía de cuarenta porque todavía estaba fuerte. Tenía unas cuantas canas de las que se enorgullecía, era un hombre hecho y no un muchachito como Jorge. Necesitaba saber si a Anya le gustaban los hombres como él o los muchachitos como Jorge.
Como no usaba loción tomó un poco de alcohol del botiquín y se lo roció en la piel. Cerró los ojos y disfrutó en silencio del ardor y la frescura al mismo tiempo, confortado. Marilyn terminó por tirar la bolsa del pan que se desparramó por el piso de la cocina y los dos micos se pusieron a pellizcar las donas de chocolate que Humberto había comprado para Yocasta. El interés que tenía por la niña iba más allá del simple propósito de ganar puntos con Anya, era una amistad sincera. De verdad apreciaba a Yocasta. La apreciaba desde que la comenzó a tratar pero mucho más desde que José le contó que no era hija de Jorge.
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El espejo del baño del cámper era lo suficientemente grande para verse de la cabeza a la cintura. De hecho fue el espejo lo que más le llamó la atención a Humberto aquel día en que don Luciano le entregó la casa rodante que sería sólo para él. Toma las llaves, es tuyo. Ya sabrás si metes contigo a los chimpancés o los dejas afuera, en su jaula, le había dicho, conociendo de antemano la respuesta: sabía que los llevaría a vivir con él. Desde que los dejaron a su cargo los había adoptado y se encargaba de ellos como si fueran sus propios hijos, les cambiaba los pañales, los regañaba igual que a dos niños pequeños, los llamaba siempre por su nombre: Marilyn y Elvis. Así que les colgó sendas hamacas junto a su cama, y les destinó un cajón del clóset para sus pañales y demás pertenencias. El apego tan especial que demostraba tenerle a los animales –no sólo a los chimpancés, sino a todos- fructificaba en el comportamiento durante los ensayos y en los momentos en los que por lo general ocurrían problemas. Por eso se había convertido, en corto tiempo, en un consentido de don Luciano, tanto así, que en seis meses logró lo que ningún otro empleado que no fuera de la familia: tener un cámper individual. Claro que no era nuevo, pero lo había mandado traer del otro lado especialmente para su “hombre de confianza”. Así lo había llamado don Luciano, quien dos años después, cosa curiosa, lo llamaría “el traidor ese”.
El espejo le fascinaba porque en casa de su madre, allá en Aguascalientes, siempre habían tenido algunos en los que sólo se alcanzaba a ver el rostro, sobre todo en el baño, que era el lugar en el que, de tener un espejo más grande, cualquiera podría verse partes del cuerpo, digamos, inapropiadas. Inapropiadas e indecentes, le decía su madre, mientras le secaba el cabello, a los ocho años de edad, hay partes del cuerpo que no deben verse, por eso nos bañamos con el fondo puesto, por eso nos vestimos con la bata puesta...
Se sorprendió a sí mismo absorto en la visión del chorro del agua escurriéndose por la coladera del lavabo. Sin cerrar la llave, sacó de la bolsa de la farmacia un bote de crema de afeitar para piel sensible. Le quitó la tira de plástico protector, la agitó y dejó salir un poco de espuma. La untó sobre el bigote y le causó un poco de gracia ver su reflejo. De la misma bolsa sacó un rastrillo nuevo, de la misma marca que la espuma, -recomendaciones del vendedor-. Empezó a rasurar una esquina. Un hombre de verdad debe tener siempre, bigotes, cuanto más tupidos, mejor, decía doña Guadalupe del Sagrado Corazón de Jesús, su madre. Por eso nunca se había rasurado y de ahí que siguiera teniendo el mismo mostacho ralo que le había salido en la secundaria.
Humberto se dio cuenta de que el rastrillo no sería suficiente para tumbar el vello, que aunque, delgado, era demasiado largo. Con el bigote blanco buscó en cada cajón unas tijeras, que al final encontró en el botiquín del baño, y con ellas en la mano, estuvo a punto de arrepentirse. No conocía su cara rasurada.
¿Le gustarían a Anya los hombres sin bigote? ¿Los preferiría, tal vez, con barba? Jorge siempre estaba impecablemente afeitado, con la piel fresca, y era por todos sabido que por hábito, sobre todo cuando se encontraban en ciudades grandes, buscaba salones de belleza con Spa para hacerse tratamientos faciales, citas a las que Anya jamás lo acompañaba. Tal vez ella preferiría un hombre algo más varonil.
Llevaba más de veinte minutos frente al espejo, pero el Humberto de esa mañana no tenía ninguna prisa. Se había levantado una hora más temprano, previendo la situación. Se acercó un banquito para estar más cómodo. A fin de cuentas, con bigote no se veía nada mal, sólo tal vez, un poco mayor de lo que era. Anya tenía veinte años, Jorge, cuando más, veintisiete, veintiocho. Podía rasurarse o apostarle todo al hecho de que gustaran los hombres maduros.
Las palabras de su madre le habían estado sonando en la cabeza, los últimos días más que de costumbre. Tienes que casarte pronto o las mujeres no te harán caso, hijo. A ninguna le gustan los viejos. Contradicción en labios de doña Guadalupe, que teniendo dieciséis se casó con el Dr. Humberto Salas, viudo cincuentón.
A ninguna le gustan los viejos... murmuró. ¿A ninguna? ¿En serio, a ninguna? ¿Y a ti mamá? ¿No te gustaba mi padre? Claro que te gustaba porque eras una mocosa y no pudiste resistir a la experiencia del hombre maduro que te conquistó, tal vez, durante una consulta. Claro, cómo que no te gustaba, si de niño alcanzaba a escuchar tus gritos y risas desquiciadas por las noches.
Cortó el vello lo más al ras posible y volvió a llenarse de espuma. Abrió otro Gillete y se afeitó. Se recortó también las patillas. Aún de frente al espejo, no se estaba viendo. Miraba la espuma cargada de pelillos desapareciendo por la coladera, a Marilyn jalando una bolsa de pan de la alacena, a Elvis dormido, más espuma...
Su rostro se había convertido en otro distinto. Si me vieras así, madre... te gustaría cómo me veo. No soy menos hombre, al contrario, soy tan hombre como antes, pero ahora me veo más joven. Con los puños en la cintura observó ese cuerpo, que no veía desnudo (ni siquiera como ahora, de la cintura para arriba) desde hacía mucho tiempo, tanto que no pudo imaginar una fecha. Sintió el impulso de sumir el abdomen pero se dio cuenta de que no era necesario, su vientre era plano, firme. No se veía de cuarenta porque todavía estaba fuerte. Tenía unas cuantas canas de las que se enorgullecía, era un hombre hecho y no un muchachito como Jorge. Necesitaba saber si a Anya le gustaban los hombres como él o los muchachitos como Jorge.
Como no usaba loción tomó un poco de alcohol del botiquín y se lo roció en la piel. Cerró los ojos y disfrutó en silencio del ardor y la frescura al mismo tiempo, confortado. Marilyn terminó por tirar la bolsa del pan que se desparramó por el piso de la cocina y los dos micos se pusieron a pellizcar las donas de chocolate que Humberto había comprado para Yocasta. El interés que tenía por la niña iba más allá del simple propósito de ganar puntos con Anya, era una amistad sincera. De verdad apreciaba a Yocasta. La apreciaba desde que la comenzó a tratar pero mucho más desde que José le contó que no era hija de Jorge.
Cecilia Rojas García nació en La Paz, Baja California Sur, México, en 1979. Estudió literatura en la Universidad Autónoma de B.C.S. Fue becaria del FESCA (Fondo Estatal para la Cultura y las Artes) en 2001 en la categoría de Jóvenes creadores en cuento; Ganadora del Premio Estatal de Fiestas de Fundación de la Ciudad de la Paz en 2002, con el libro de cuento Cuando todo esto acabe, publicado en 2005 por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura. Fue incluida en la antología Novísimos cuentos de la República Mexicana, editada por el Fondo Editorial Tierra Adentro; en el libro A sus libertades alas, editado en 2007 por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura; en la antología hispanoamericana Quince golpes en la cabeza, Editorial Cajachina, de La Habana, Cuba, 2008; La Hermana de Shakespeare, antología regional femenina, editada por el Estado de Sinaloa. Becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en 2004, en la categoría de Jóvenes creadores, en novela, teniendo como tutor al fallecido Rafael Ramírez Heredia. Formó parte del taller de novela de Daniel Sada de 2006 a 2007. Fue becaria por segunda ocasión del FESCA en 2007, en la categoría de novela.