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Escritoras para el Nuevo Milenio XXXXIV

Mancha roja
Por: Claudia Reina

Siempre me mandaban a la sala cuando había problemas o querían tratar un asunto importante entre ellos: Después vamos contigo, mientras ponte a leer o haz la tarea. Yo no hacía ninguna de las dos cosas, era mi manera de protestar por excluirme. Me gustaba quedarme viendo el cuadro que papá trajo del viejo mundo, como él decía. A nadie le gustó cuando llegó con él, a mí tampoco, y mamá no estuvo de acuerdo cuando papá se empeñó en colgarlo en la pared de la sala porque iba a arruinar la decoración, pero de todas maneras lo colgó. No le vas a negar un lugar al maestro, le dijo. Mamá contestó que se lo negaría a cualquiera que pintara cosas tan feas. Fue la primera discusión en que me dejaron solo con la pintura y cuando pensé que había sido pintada por un niño de seis años, a pesar de que papá llamó maestro al artista y creo que ningún niño de seis años puede ser maestro.
Lo que sí me gustaba eran los colores fuertes, vivos, que parecían gritar de emoción, como diciendo tenemos formas desagradables pero somos alegres y no nos importa ser feos. Me perdía en ellos hasta que oía cómo mamá alzaba la voz y decía cosas que no entendía. A veces los dos se callaban y el silencio era tan triste como los gritos. Me sentía bien cuando escuchaba sus murmullos y los gritos contenidos porque no querían que se estrellaran contra mí. Si yo hubiera pintado algo mejor pensaba que tal vez mamá podría deshacerse del cuadro y papá colgaría el mío en su lugar. Éste es más bonito y mejor pintado diría, éste es de un verdadero maestro, y ya no seguirían peleando.
Con el paso del tiempo me pareció que si el cuadro no era bonito por lo menos tenía la cualidad de decir cosas. Lo descubrí una noche en que papá y mamá se enfrascaron en una pelea y me fui a la sala sin que necesitaran decirme que los dejara solos. Esa vez no bajaron la voz y escuché todo pero no me importó porque yo estaba con la vista fija en el cuadro, sin parpadear, y empecé a “ver”. Las manchas de pintura, los triángulos, las curvas, ya no eran manchas ni triángulos, ni curvas, sino otras figuras que salían detrás de ésas que mamá tanto aborrecía.
La tela se convirtió de pronto en terreno para un campo de batalla. Poco a poco se llenó de soldados que usaban cascos miniatura y llevaban rifles más pequeños y delgados que mi dedo meñique. Había dos bandos, unos con uniforme azul y otros con uniforme verde oscuro. Todos corrían para esconderse detrás de barricadas o de los árboles cuando ya no había lugar; luego se quedaban muy quietos, como estatuas, preparándose para la batalla. De cada lado un hombre con muchas insignias en su uniforme daba órdenes; debían de estar gritando para que sus voces llegaran a toda la tropa pero yo no escuchaba nada, en cambio a veces oía los gritos de mamá o papá.
El campo estaba nevado, eso dificultaba que los soldados se movieran con rapidez, y de tanto esperar a que iniciara el fuego a algunos se les congelaban los pies y se quedaban tirados, sin moverse, muriéndose poco a poco, hasta que aparecía un soldado nuevo para suplir al otro y el que se murió iba desapareciendo lentamente en la nieve sin que a nadie le importara.
En medio de ellos parecía haber chatarra: aviones inservibles, tanques viejos, y todo lo que iba quedando de enfrentamientos pasados. Cada vez que terminaba una batalla apilaban a los muertos de los dos bandos en el centro y los quemaban, luego los demás volvían a ocultarse; pero eso nunca lo vi, así lo imaginaba al ver esa gran mancha roja en el centro de la pintura. Una vez le pregunté a papá por qué había sangre y rió como si yo hubiera contado un chiste; dijo que no era sangre sino pintura, y no significaba nada, sólo un capricho artístico.
Los soldados se apretaban unos contra otros, apenas tenían espacio para mover los brazos y accionar el rifle, pero eso no era obstáculo para que los jefes se pasearan por el cuadro y siguieran dando órdenes de que llegaran más. En algunos lugares, muy pocos, en vez de soldados había manchas amarillas y cafés, como si ahí fuera a brotar un pino o un arbusto y sólo hiciera falta un poco de tranquilidad y menos pisadas maltratando la tierra.
De pronto apareció un avión sobrevolando el área de guerra; estaba muy mal construido, las líneas que lo dibujaban se volvían blandas, se iban quebrando, caían encima de los soldados amontonados en el campo y pum, un estruendo y un grito agudo que hizo que todo se desvaneciera. Sentí como si despertara de un sueño y el grito me atravesara; era de mamá, decía no vuelvas cuando papá azotó la puerta de la casa.
Papá volvía aunque mamá le dijera mil veces que se fuera. Siempre regresaba y mamá lo recibía llorosa. Durante algunos días todo iba normal, cómete los chícharos, lávate los dientes, haz la tarea, y el día menos pensado, ve a la sala. En cuanto me sentaba frente a la pintura los soldaditos aparecían; marchaban con devoción hacia la muerte pero nunca sabían qué hacer mientras tanto y no pasaba nada. Se quedaban rígidos, no les importaba el frío, y llegaban más y más hasta que el cuadro daba la impresión de que no podía contener a tantos. Yo los veía fijamente, esperando algún movimiento, pero la tela permanecía inmóvil y estancada con las manchas de los uniformes que a veces tomaban forma de triángulo o círculo. La guerra se convertía en una gran confusión de cascos y rifles y órdenes. Tal vez aquello era la paz. Tal vez la paz era tener un rifle en la espalda por si acaso. De tanto verlos sin hacer nada me aburría y me daba sueño pero luego salían papá y mamá un poco incómodos y me decían que me llevarían a comer nieve. Cuando volvíamos el cuadro era tan feo como mamá pensaba.
Una tarde que estábamos en el comedor y nadie hablaba porque cuando comíamos no se permitía hablar, mamá contó que su amiga Luisa se rió mucho “del famoso cuadro”. Así lo dijo, viendo a papá y recalcando las palabras de una manera burlona, como lo hacíamos en la escuela cuando nos íbamos a agarrar a golpes con alguien que nos caía mal. Yo no quería que siguiera hablando porque la cara de papá se puso roja, pero mamá todavía dijo que tuvo que inventar que nos lo regaló abuelita para que Luisa no nos creyera unos cavernícolas. Papá no contestó nada, se levantó y se fue a encerrar en su estudio. Mamá también se levantó y me dejó solo en la mesa, ni siquiera me dijo termínate la sopa.
A veces me acercaba a la sala de puntitas para espiar la pintura y saber qué pasaba cuando nadie la miraba, pero esa no era la manera adecuada de verla, ni el momento. Ni siquiera cuando otro niño la observaba. Marcos, mi primo, vino un día y le dije que quería mostrarle algo asombroso. Lo llevé a la sala y le pedí que no le quitara la vista de encima ni un instante. Por más que le insistí no vio nada, ni un casco, ni la punta de una bayoneta. Cómo quieres que vea esas cosas, dijo, si ahí nada más hay manchones y líneas. Los mismos que mamá contemplaba fijamente, con una mueca de desprecio.
No entendía el odio de mamá. A las cosas feas no se les odia tanto. Una vez le escuché decir que si una mujer tenía un hijo muy feo o muy enfermo lo debía querer más para protegerlo. Yo sé que ella no pintó el cuadro y no podía sentir afecto por él, pero sí hubiera podido tenerle un poco de compasión por estar tan feo en nuestra sala bonita, y aunque no lo sabía, por estar lleno de soldaditos ocultos que se morían de miedo por la próxima batalla. Y por mí también, porque veía con el corazón oprimido cómo se preparaban, sabiendo que cuando se desatara la guerra nadie quedaría a salvo y yo tendría que ver cómo se mataban.
Un día en que mamá se asomaba por encima de mi hombro para revisar que estuvieran bien las sumas, le pregunté por qué odiaba el cuadro. Se rió, me quitó el lápiz de la mano y empezó a borrar unos números y a corregirlos en silencio; creo que pensaba qué decirme. Terminó y dijo, así es como debe ser. Tu padre es un egoísta. Esa noche cuando papá volvió de su trabajo, ella lo buscó en su estudio para reclamarle algo. Alcancé a oír, tu hijo anda diciendo que; después cerraron la puerta y de nuevo me dejaron solo con la pintura. Al otro día me castigaron, no dijeron por qué, pero creo que por meterme en sus asuntos.
Papá y mamá empezaron a pelear todos los días. En cuanto me mandaban a la sala los soldaditos salían y tomaban sus posiciones; eso era todo, se preparaban para la guerra sin que la guerra llegara. Ya no los veía con interés, me aburrían, no quería que siguieran ahí. Me acostaba en el sillón con los ojos cerrados y después regresaba a mi cuarto cuando me decían que era hora de dormir. En la escuela alguien mencionó la palabra divorcio y yo esperaba que papá y mamá la usaran pronto para que se acabaran las estancias en la sala.
En la biblioteca conseguí un libro con pinturas de distintas épocas. Observé cada una de las imágenes detenidamente para encontrar una parecida a la de papá; pero quería una donde no hubiera gritos ni la amenaza de una catástrofe. Cuando me iba a la sala llevaba el libro conmigo deseando que en ese instante una imagen empezara a vivir en la hoja. Había una con un bosque muy verde y dos casitas de madera en una montaña nevada. Me habría gustado que alguien se asomara a la ventana de una de las cabañas y me saludara sonriente para no pensar en el otro cuadro y su procesión de soldaditos casi muertos. También me gustaba otra con un río y barcas navegando tranquilamente en él. Y otra con una noche muy oscura y las estrellas reventando en el cielo. Algunas eran pinturas de batallas. En una había gente tirada en el suelo y soldados a caballo que pisoteaban los cadáveres pero aquello era diferente, estaba estático y no dolía verlo. En cambio sólo tenía que levantar la vista para mirar cómo los muñequitos corrían atemorizados.
Me habría gustado preguntarle a papá dónde consiguió esa pintura, a quién se la compró, qué significaba, pero nunca me atreví; era un tema, no entendía bien por qué, prohibido. Tampoco me atreví a decirle lo que veía. Un compañero me contó que cuando pensaba que su papá era su amigo, le confió que en la casa vivía un niño fantasma llamado Luis. Su papá le dijo que ésas eran cosas de locos y le ordenó no mencionar el tema si no quería ir a un internado. Todo eso fue muy injusto porque el fantasma sí existía, yo lo vi dos veces y hasta platiqué con él. Estoy seguro de que si le hubiera contado a papá lo de la pintura tampoco entendería y me habría castigado para siempre.
Papá y mamá entraron una noche en su cuarto y yo fui hacia la sala para que no me regañaran. Me acosté, como otras veces, en el sillón y cerré los ojos. Al rato escuché una puerta que se abría. Era mamá que corría como loca hacia la sala. La vi llegar, papá acongojado detrás de ella, y subirse en un sillón para descolgar el cuadro. Lo tiró al suelo y dijo, sabía que esa zorra tenía algo que ver. Papá lo levantó y le pasó una mano encima para limpiarlo; eso enojó más a mamá, y se abalanzó encima de él, pero logró protegerse. Como si se acordara de mí, papá me buscó en el lugar que siempre ocupaba en el sillón, y dijo sin sentirse culpable de que los estuviera viendo pelear, cuida el cuadro; luego agarró a mamá del brazo y se la llevó a la fuerza al cuarto.
Los gritos parecían los de dos animales. Me volví a sentar en el sillón sosteniendo la pintura frente a mí, no era muy grande, como si fuera un libro. Ya no me dolía pensar en papá y mamá llenos de furia; ése era el paso natural hacia el divorcio. Así me lo explicó Juan en la escuela: los padres primero deben gritar mucho y a veces golpearse y quebrar cosas; a ti también pueden quebrarte, así, hizo un movimiento con las dos manos como si rompiera una ramita, y me dio lástima porque nunca antes conocí a un niño que sufriera como él, y también sentí lástima por mí porque estaba a punto de ser como él. Después, dijo Juan, te quedas con tu mamá y tu papá se va a un hotel o con su amante. La amante es la señora que tu papá quiere más porque es mejor que tu mamá. Luego tu papá va a visitarte algunas veces, te lleva regalos, te saca al parque o a comer nieve y a veces te dice que te quiere pero luego se despide porque ve el reloj y dice es tarde y ya será hasta la otra.
Mientras escuchaba los gritos, los soldaditos salieron de nuevo. Cada uno tomó la posición ordenada por su respectivo jefe y luego se quedó inmóvil como de costumbre. Al final las figuras originales de la pintura desaparecieron detrás de manchas verde oscuro y azules. Esa vez, no sabía por qué, era algo que se intuía, la guerra ya estaba en marcha. Los soldados recibieron de pronto la orden de preparar sus armas. Una voz se extendió por el paisaje nevado: apunten y fuego. Y empezó ante mis ojos. Las balas silbaban por todos lados, algunos hombres caían, otros pasaban por encima de los cadáveres, peleando y tratando de defenderse de la guerra. Aparecieron aviones lanzando bombas, se abrieron cráteres en el suelo, había brazos y piernas en todos lados, y también gritos, como los de papá y mamá, bocas que se abrían aullando, ojos que miraban como perro y dedos que jalaban sin misericordia los gatillos de las armas. Los soldados disminuían y ya no había más para suplir a los muertos. Después de un tiempo apareció el triángulo y la curva con forma de cortada que mamá odiaba. La nieve caía encima de los cadáveres y ocultaba el desastre. Maten, maten, parecía decir uno de los jefes hasta que una bala venida de lejos le voló la cabeza. Yo sabía que no iba a ganar nadie. La batalla estaba perdida desde el principio porque tenía lugar en un cuadro que no trataba de la guerra sino de las fealdades abstractas, la palabra me la enseñó papá, que brotaban cada vez que una masa de soldados era eliminada.
Los últimos soldados cayeron y todo terminó. Quedaron las figuras que madre aborrecía y la paz. El silencio atorado en la garganta de los hombres muertos. Máquinas de guerra convertidas en esqueletos metálicos. Árboles caídos, miembros amputados sembrados en la nieve, objetos irreconocibles. Me sentía triste observando el desastre cuando entre los gritos de mis padres alcancé a entender algo: estoy embarazada. Lo dijo con odio, queriendo encajarle las palabras a papá para que le dolieran; entonces se hizo el silencio también en su habitación. Me los imaginé a ambos arrinconados como arañas en dos esquinas del cuarto, viéndose amenazadoramente, sin saber si abrazarse o golpearse. Y empecé a sentir pena y miedo por el niño que mamá llevaba dentro. El niño que como yo conocería las largas horas de espera en una sala donde un cuadro se llenaba de vida y después de muerte. O las comidas silenciosas en las que estaría temblando, igual que yo, porque no pronunciaran alguna palabra que convirtiera en papel el sabor de la sopa. Tenía que advertirles. Corrí hacia su cuarto y toqué la puerta. Me abrió papá sorprendido y entré sin importar que no se me permitiera. Mamá estaba sentada en la cama, muy triste. Dije, quiero hablarles de la pintura. Los dos me miraron desconcertados pero no dejé que me interrumpieran. Me paré frente a ellos y les conté: detrás de los triángulos y los círculos han estado saliendo soldaditos con una pistola colgada en la espalda. Cada uno de los días en que me mandaron a la sala aparecían y se quedaban inmóviles, hasta ahora que se mataron unos a otros. Los cuerpos están tirados en la nieve, llenos de agujeros y sangre. Vamos a la sala para que los vean. Todos murieron y yo vi cómo se hundían las balas en las cabezas, los brazos, las piernas. Ustedes también tienen que venir a ver los cuerpos destrozados.
Observé sus caras sorprendidas. No se daban cuenta de la importancia de lo que les revelaba. Papá no me dejó continuar, me agarró de un brazo y me echó del cuarto. Me quedé afuera de la habitación, con ganas de llorar pero no lloré. Esperé un momento con la esperanza de que recapacitaran, pero luego volvieron los gritos y la voz de papá diciendo ese niño estúpido y el otro que llevas dentro lo vas a abortar si no es mío. Las voces de los dos se mezclaban: no puedes echarlo a la basura, mañana mismo me voy de la casa, nunca vas a volver a ver a Federico, ya sabía que tu viaje a Italia era un pretexto. Se escuchó el ruido de algo que se quebró contra la pared.
No había remedio. Fui a la cocina y tomé el cuchillo prohibido por mamá. Me encaminé a la sala y me senté frente a la pintura. A nosotros nos tocaban los escombros, pero no lloré. Como si una luz estallara de pronto en mi cabeza, comprendí por qué en medio de ella estaba la gran mancha de color rojo brillante amenazándolo todo.


Claudia Reina nació en Nogales, Sonora, en 1980, aunque ha vivido en Hermosillo prácticamente toda su vida. Licenciada en Letras Hispánicas. En 2007 arrasó con tres de los cinco géneros de los que consta el Concurso Libro Sonorense: Paranoias (cuento, Instituto Sonorense de Cultura, 2008), Esto no es una pipa (novela, ISC, 2008) y La luz al final (dramaturgia, ISC, 2008). Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas donde escribe la que será su segunda novela.