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Escritoras para el Nuevo Milenio XXXXVII


Tú, el chino y mi marido Por: Aleyda Rojo

Quería ser escritora y conquistar un chino como él.
Mi modelo era Marguerite Duras y su novela “El amante”. Después de la película homónima de Jean-Jacques Annaud: escritora, obra literaria y film, se volvieron mi obsesión. Cada vez, mientras cruzaba el canal de navegación entre Portofino e Isla Negra, yo quería ser aquella niña de quince, envejecida a fuerza de miseria: me sentía en el Mekong, pero sin ti, Lucio, y sin el guapísimo chino. Todavía no existía el tercero.
El tercero llegó cuando menos lo esperaba, porque mi especialidad son las sorpresas repetidas. Me casé con él y tuve una hija para solapar mi enfermedad. Hasta donde me fue posible fingí ser una mujer normal, es decir, una mujer responsable, enamorada, serena. Tenía amigas, llevaba a la niña a las piñatas, compraba cremas antiarrugas. Más común no se podía pedir. Sólo yo sabía del virus. Y me lo guardaba muy bien, no se lo contaba a nadie: era mi fortaleza. Ahora te lo cuento porque ya no tiene remedio: Él se fue, el otro no aguantó y aquel jamás se hizo tangible.
En secreto escribía relatos de amores frustrados, que me llenaban de felicidad cuanto más alto era el nivel de fracaso de los personajes, porque me acercaban a él, Tony Leung, y a ti, Lucio, por ser, después de tantas fantasías, quien más se asemejaba al modelo de la película. Creí encontrar en ti un antídoto para disminuir mis ansias.
Te marcaba al celular después de hacer el amor con mi marido. Me entraban ganas de saber de él, de ti. Te llamaba imperiosa y él, habitado por ti, respondía incrédulo de mi voz: no atinabas por qué lo hacía, pensabas que era un pasatiempo mío. ¿Qué se preguntaría el chino después de dejarla en la casa estudiantil de Cholen, donde era rechazada por ser diferente? Me pregunto ahora, ¿pensarías de mí lo que piensan todos?: ésta loca no tiene otra actividad interesante y se la pasa marcándole a la gente ocupada. ¿Ocupada? ¿Cómo pueden asegurar que están ocupados cuando mantienen sus manos activas y la mente dispersa? A ver, respóndeme, y que me responda él, si se atreve, porque yo sé que nunca trabajó. Por algo era tan guapo.
Mi esencia me ayuda a buscar miles de razones para canalizar mis planes. Puedo engañar a quien me proponga. A mi marido le he mentido tantas veces como he deseado; pero la verdad es ésta: desde aquella mañana fría en que tropezamos frente a la oficina de Sueños Programados, no dejé de pensar en él. Aunque he imaginado abrirlo en canal como a los animales en el matadero, no puedo negar que adoro a mi esposo: vivir su cuerpo es un ritual del que nunca me hartaré: yo no voy en busca de lo que no tengo: porque lo tengo voy, tan sólo por el gusto de la variedad; pero he aquí el inconveniente: tropecé contigo y te reconocí, como te reconoció Ella en el tránsito por el Mekong. ¿La recuerdas? Vestida de viejo: el sombrero masculino, el vestido gastado, las zapatillas con lentejuelas bordadas. En él, todo relucía: el traje clarísimo, la mirada, la piel, ah, Dios mío, aquella piel. Yo te he visto antes, no sé dónde, por favor dímelo. Estudiamos en la misma facultad, Ciencias del Azoro. Tú ibas por la licenciatura en Sorpresas Repetidas; yo por la de Biología de la Suerte. No recuerdo tu nombre. Lucio. Tú te llamas Paloma.
Un regusto ingresó en mi cuerpo: y se lo dije con la mirada: nunca te olvidaré, es increíble que no te recordara; tú respondiste con la sonrisa media de los serenos: Déjame robarte, hoy nací ladrón. Pero mi prisa por llegar a todas partes, puntual y avasallante, me hizo despedirme: Buscaré tu teléfono en el directorio. Es más fácil si te dejo mi tarjeta. Sentí miedo. Miedo de perderte tan pronto, como se perdió Ella en aquel barrio ruidoso, donde le pidió: “Hazme el amor como si fuera una de aquellas mujeres a las que les pagas” y seguí por la calle donde conducías, casi a la misma altura de tu auto, para presentirte, pero el miedo aumentó y me refugié en una tienda departamental, mientras me serenaba. Ella no se tranquilizó: se abandonó al hermoso y fueron una fiesta de close up, tomados con ojo lujurioso y amante de frases cortas. Seguí en la tienda sin poder controlarme. ¿Cómo pude olvidar un nombre como el tuyo, Lucio? Y caí enferma: pensé en él cada día con la sensación de poseerte y no poder olvidarlo. Es el amor de mi vida. Si tuviera cinco maridos, a él lo amaría más que a ninguno. Antes de encontrarme con él, le pediría que me escribiera una carta donde me contara con lujo de detalles todo lo que me haría pasar. Tendría que llegar a la cita con tres regalos: una tanga roja, una caja de chocolates y una botella de vino tinto. Nunca quise a nadie como a ti. Y mira, soy diestra en el arte desde la niñez: al primero que se los puse fue a mi propio padre: por algunas etapas creí querer a mi padrino más que a él.
Contigo tardé diez años en saberlo y cinco minutos en confirmarlo. Pero qué remedio me quedaba. Seguí jodiendo con mi marido como el primer día: tragándome a mordiscones su cuerpo helénico; y en cuanto se iba al trabajo, corría a marcarte, con una carga de culpa encima: una culpa ligerita, ligerita, tampoco me pienses una depresiva amargosa. Sé de mis desvíos y los acepto. ¿Fuiste a cazar mariposas? Sí, ¿quién habla? Paloma...
La conversación continuaba con preguntas y respuestas, como suelen hacerlo quienes desean saberlo todo y no hallan el modo. Así lo supe. Compartíamos el vicio de “El amante” de Jean-Jacques Annaud. Yo la había visto unas veinte veces, sin contar las retransmisiones mentales. Cada nueva visita a la vídeo y después al DVD, me repetía: No lloraré, es imposible: la misma película me arranca lágrimas con la misma escena. Pero lloraba, te conté después en un café y él escuchaba con la misma tranquilidad de Tony Leung, el chino perfecto del quien nos enamoramos Jane March, la Duras y yo. Se miraba tan sereno que no me atreví a mencionar la tanga, los chocolates y el vino y lo dejé hablar sobre Ella.
Le gustaba el trasero de Jane March y yo, ¡ay!, moría por pedirle que me besara el mío, pero en cambio le conté que no podía respirar cuando aparecía el chino a cuadro. Habíamos nacido una para los tres. Me sentía completa con ése número. Tus ojos me lo gritaron aquella mañana. Yo te lo repetía miles de veces en mensajes telepáticos que nunca se hicieron efectivos, porque nunca llegó el acuse de recibo.
Mi condición de esposa y madre me obligaba a realizar actividades cansinas. Asistía a reuniones para rediseñar vidas, cocinaba sorpresas, llevaba a la niña a clases de danza y volvía a casa para escribir las tres horas libres de la tarde. Lo disfrutaba tanto como si fuera a encontrarme contigo, con él, con el otro. Y me veía recostada, desnuda, frente a la tristeza del chino que le pregunta si le ama y Ella, cruel porque ignora que él será eterno, le responde que no lo ama, que fue hasta allí por su dinero puerco. Yo también quiero el dinero, Lucio, perdóname pero soy mujer y me gusta el amor constante y sonante que me ofrece mi marido. A Ella no le quedaba de otra, su familia se perdía en la pobreza. La mamá: maestra rural, viuda, amargada, también se atrevió a preguntarle si lo amaba y Ella, otra vez la muy tirana, negó quererlo. Yo no sé si te negaría, Lucio. No lo sé, perdóname, no me preguntes ahora si le diría a mi marido que me acosté contigo unas mil veces imaginarias, que son peores que las reales, porque calan más hondo. Ahora lo pienso: me hubiera gustado encararlo y decirle sí, le amaba. Le amo, porque la película me lo recuerda tal cual. Mira al chino, míralo: es idéntico a Lucio, pero sin la piel satinada, ni el auto de lujo, ni el chofer discreto, ni Ella en el asiento trasero. Pero lo amo. Sobre todo cuando pienso: nunca llorará por mí, ni me dirá: “Yo no puedo amar a una mujer que no me quiere”. Me destrozo por dentro, me practico un harakiri; me abro las venas con las mismas galletas que me servirán para la costra del pay, pero me voy con el chino, porque es lo único que me queda en esta riqueza mísera que me ofreces. Ay, Lucio, ¿por qué no nací valiente y me fui contigo esa mañana de enero cuando te encontré? ¿Importaba que fuera la primera vez en diez años que nos veíamos de nuevo? ¡Es que no puedo creer lo cobarde que soy! Te dejé ir, Lucio, lo dejé a él en el muelle, llorándola porque regresaba a Francia con la madre amargada y el hermano menor, porque el mayor ya se había anticipado. Lo dejé en el auto de lujo, llorándola por aquellas tardes cuando se amaron, hasta su matrimonio con una china rica. Y no me lo creo, Lucio, no me lo creo porque yo también te lloré a mi manera: las escritoras lloramos por dentro, con letras, a los amantes ausentes. Hace tiempo, en una reunión de amigos, alguien preguntó si yo sería capaz de ponerle los cuernos a mi esposo, porque es vox populi la naturaleza enamoradiza de los escritores; y escrutada por la mirada de él respondí con una mentira híbrida: ¿Para qué quiero ponérselos con hombres si ya se los puse con tantos sueños? ¿Y no es cierto, dime, que las mujeres avanzamos a ciegas por el camino del erotismo y conducidas por las parejas llegamos hasta donde ustedes quieren? No me digas que a tu mujer le explicaste toda la ortografía amorosa. La cantidad de conocimientos acumulados por una hembra no depende directamente del macho, no: depende de la clase de amigas que una tenga. O de las enemigas, porque a veces nos mandan tan buena información que una quisiera besarlas. Es sublime, Lucio, todavía, aún con la telefonía celular y los encantos del internet, el medio de comunicación más importante es la lengua femenina. Por eso, ALERTA HOMBRES: no dejen nunca una lengua de mujer suelta: maniátenla a punta de garrotazos. ¿Piensas que pienso como hombre? Sí, en realidad soy muy macha. Por eso me gusta tener de a tres.
Los hombres reales, Lucio, se acuestan con todas, pero al momento de elegir compañía estable buscan a una que no se haya acostado con otro y si lo hizo, prefieren no saberlo. Con el chino no funcionó así: él tomó a la niña como se toman las putas, le pagó y le pegó una vez y Ella agradeció el trato porque lo sabía: aquella etapa era de enseñanza. A las mujeres, mientras dura el cortejo nos gusta el trato de beatas, pero, una vez iniciado el amor, nos encanta imaginarnos las más guarras del mundo. El amante chino lo sabía y sufría por ello. Entendía: Ella iría por la vida sin él, pero ligada a él porque uno lleva en la mirada cada una de las miradas de los amantes acumulados y a cada estreno le contamos una misma versión de los hechos, con matices renovados que nos hacen felices. Un día, cuando pasé por mi hija a la escuela, me comentó al subirse al auto: Ay, mami, estoy enamorada, y yo: Pobre criatura, ¿tan pronto llegaste al mundo adulto? Y enseguida me vino aquella escena tan dura donde el chino invita a cenar a toda la familia. ¡Vaya vergüenza, cuando Ella baila con el hermano, mientras él es despreciado! ¡Cuanta humillación sintió mi amor! Y la madre, qué necia fue con Ella, la única hija, el único ser importante que parió y menospreció, porque las madres así son: tienen veinte hijos para querer a uno por encima del resto y las escritoras, tampoco lo entiendo, nunca son las favoritas de mami, ¿será que nosotras cortamos antes el cordón umbilical para conectarnos con otro más potente, el de las palabras? A ver, explícamelo tú, y que me lo explique él, mientras le cubre la espalda con su saco beige, cuando Ella le cuenta del fraude que fueron objeto al comprar unos terrenos inútiles. Yo también he sido timada: alguna vez compré unas tierras salitrosas con la esperanza de retirarme ahí a escribir cuando renunciara a una vida común, a una hija común y a un marido extraordinario que se negaba a aceptar la locura de su mujer, con tal de que nadie lo juzgara de necio. ¿Te revelo un misterio? Los hombres que se casan con mujeres escritoras pierden su tiempo: irán por la vida navegando a contracorriente. Ellas nunca les pertenecerán enteras y mientras les hablen de grandes inversiones, en sus mentes cruzarán chinos ideales que fuman nerviosos en una travesía por el Mekong, y de inmediato recordarán a otros chinos más cercanos y ausentes que se encuentran cada diez años en una esquina de la ciudad; y mientras éstos continúan ganado dinero hipotético, para hacerlas volver a la realidad, aquellos les gritarán con sus pequeños ojos rasgados que ellas son las mujeres de sus vidas, porque las vidas se repiten en el cine, en la literatura y en la realidad con la misma obsesión de encuadres. Y ahí estaba yo mirándolo, mientras le hablaba de temas rápidos que oscurecieran el primer plano de mi deseo porque me daba vergüenza reconocer para mí las ganas de todo lo concerniente con aquella mirada. Jean-Jacques Annaud tramposo voyeur tradujo a la Duras para gozar de aquellos cuerpos ideales, donde uno no sabe qué trasero preferir: si el del suculento chino o el de Ella; pero tú y yo sabemos: si de traseros se trata es mejor no poner límites: cada uno aporte el pedazo de carne necesario. Cada uno se mueva a su propio ritmo, como se movían los dos la primera vez. Siempre en la primera fallan las cosas, Lucio, los cuerpos no se entienden, les falta la magia de la repetición que una encuentra en la cama doméstica; pero a ellos le salió perfecto y ni Annaud se quejó porque la cámara estuvo golosa a la piel, a los roces, a los tremendos cruces de humores y ansias. Y tampoco las ansias son las mismas, no sé si estarán de acuerdo tú, el chino y mi marido, en que las mujeres ocupamos mucha atención, ocupamos de unos ojos atentos que sigan nuestra respiración: si ya mero llega o se tardará unos minutos más; hacer uso de las mañas, marañas y musarañas para llevarla primero a Ella, después a mí y al final a los tres a un gran allegro estruendoso y vivaracho, por todo lo grande la cama, el piso, el suelo y el subsuelo, porque ellos lo intentaron en los escalones de la puerta, tantas eran las ganas: no llegaron ni al colchón y ahí merito, arrastrados los dos, apresurados los tres la dejaron ir directo al corazón de la vida. Ahhhh, que rico helado me estoy comiendo, mientras pienso en cada caricia formulada con la lengua: el helado se derrite, el chino se desintegra y tú sólo das luces de tu curiosidad no por mí, sino por marido, qué hace, qué le gusta, cuánto gana y yo tan ingenua acariciándote la barriga, pensando que lo haces por celos, sí por celos el chino la trató mal aquella noche, celos por el hermano menor de quien Ella estaba enamorada. Nunca tuvo celos de él y estuvo muy serena el día de su boda con la china millonaria. Jean March los observaba como se observa la lejanía, sin interés, pero su indiferencia era producto de la confusión escondida dentro del sombrero. ¿Fui posesiva alguna vez? Sí, muchas, pero cuánta falta me haría ahora ser una abrasiva, por lo menos podría reclamarte, Lucio que no me cobres celos de mi marido y menos del chino, al que consideras una fantasía tonta. ¿Tonta? ¿Seguro? De modo que no se puede enamorar una de un pedazo de celuloide, ¿eh? Fíjate que sí mi amor, si no me crees pregúntale a los millones de mujeres suspirantes por Brad Pitt. Exclúyeme a mí del conteo, por favor, yo sólo suspiro por ti, por el chino y mi marido. Tres, tres hombres que forman uno en mi mente de sastre amoroso ¿o desastre amoroso? Y no creas que no he intentado explicármelo antes, muchas veces le he buscado sentido a esto de querer a varios a la vez. De veras, envidio a esas gentes intachables, que aman y son fieles a la misma persona por veinte, treinta, cincuenta años. ¡Qué aguante! ¿Cómo le harán ellas para mojarse? Y ellos, ¿de qué salidas se valdrán para mantenerla erecta? Piensan en todas menos en las que tienen ahí, cerca, pegada, adherida con una seguridad tal que se desvanecen las dudas y eso, ay, Lucio, termina volviéndome insegura, cómo, dime, no tener dudas de nada; caray, pues cómo le hizo el chino para vivir con la millonaria tantos años, ¿a poco mantuvo durante ese lapso la imagen viva de la niña? ¡Que obsesión! Y tú, con la mujer que ya no tienes y te afanas por llamar “mi esposa”, ¿cómo le hacías? Cómo le hiciste esos siete años de vida común para tocarla y sentirte bien, no digamos excitado, bien. Y la noche de bodas del chino, ¿podría? Me imagino a la pobre chinita tragándose muchas veladas con el himen íntegro porque su esposo se negaba a desflorarla: el recuerdo de Ella no lo dejaba en paz: lo atormentaba hora por hora: desde su lejanía le gritaba piensa en mí, porque en toda tu vida no volverás a sentir ningún deseo tan intenso por ninguna otra mujer. Pero esas fantasías también son mentiras, Lucio. Miles de veces nos enamoramos y miles de veces olvidamos. Bendito olvido, nos hace curarnos en salud cuando la pasión se ha ido, se ha borrado o de plano no se avivó nunca. Bendito olvido: viene a socorrernos, porque si no fuera por él, nos mataríamos un montón de veces por cada amante inconstante. Pero el olvido está tan devaluado como la mentira. Ambos van de la mano como pareja repudiada, todos queremos la verdad, todos deseamos ser el amor de tu vida, la mujer de mi vida, el hombre de mi vida y a la menor provocación nos quedamos en blanco. ¿Qué pasaría si en lugar de iniciar una relación fingiéndonos ideales, llegáramos con nuestro rostro real? Te juro, Lucio, que la idea me coquetea: no mentirle nunca a ningún hombre, ser todo lo maligna que soy desde la primera cita. Me marido escupió hace poco: A veces se me olvida que vivo con una cobra, menos mal que tengo madera de encantador de serpientes, si no ya me hubieras matado. Pero, si está tan consciente de mi condición venenosa, ¿por qué sigue conmigo? Porque me hace olvidar mi esencia nefasta tan pronto se lo proponga; y en lugar de morderlo y clavarle mi mortífero líquido, bailo feliz al son que me toca. Otra vez están de mano la mentira y el olvido. Pero entonces, cómo le hicieron Ella y el chino para sobrevivir uno en el otro por tantos años. Intercedió un factor más, Lucio, que junto a los anteriores, se vuelve indispensable: la distancia. Ella se fue y él se quedó. Estoy segura sin habérselo preguntado a la Duras, que sí lo olvidó. Lo olvidó con sus dos maridos: un Antelme y un Mascolo, que la hicieron feliz a sus maneras. Bueno, también hubo un tercero, pero de aquel es mejor no hablar. No quiero problemas con los herederos.
La mente de quien escribe no puede mantener eternamente una misma obsesión. Es necesario mudar y renovar los motivos; de lo contrario, terminaríamos aburriéndonos de nuestros propios relatos. Te lo juro, Lucio, Ella sí lo olvidó. Es probable que después de terminar el libro no volviera a pensarlo nunca más con la misma intensidad. Es posible que no llegara a pensarlo nunca ni siquiera de pasadita. Los escritores olvidamos, pero antes de olvidar, escribimos y al escribir, prolongamos, pero con ganas de no ser acosados nunca por el mismo tema. Por esa razón escribo ahora de ti, para olvidarte y olvidarlo a él. Al tercero es imposible borrarlo. Qué contrasentido, ¿verdad? Las mujeres funcionamos como relojes descompuestos; y las escritoras, ah, somos las más divertidas, sobre todo cuando estamos solas.
Una tarde, tras dejar a la niña en danza, me sentí saturada de vida: no sentía deseos de sorprender ni de ser sorprendida; no podía contigo, con él, con el otro y huí. De los tres. Me metí a un hotel de quinta, en las cercanías de la central camionera. Compré agua, pan y rompí mi credencial de elector. En una libreta escribí con lápiz mi nuevo nombre. Ya no era. Sería. Volvería a empezar en Indochina y me encontraría contigo en el muelle. Tú sí comprenderías mi naturaleza infiel; no te molestaría formar parte de mi harem. Tracé esquemas en las páginas: rediseñé mi nueva personalidad, mi flamante oficio. Ya no sería escritora: al diablo los libros. Los míos, por vírgenes; y los demás, por publicitados.
A las tres horas pensé.
Repensé.
Me exigí: sé objetiva. Aterriza. ¿Dónde vas a encontrar un amante como los tres? Déjate hallar por tu marido y mi marido me halló. Encendí el celular y regresé al mundo real. Retorné a mi casa, obligada a llevar la rutina. Derrotada al no encontrar el canal para cristalizar mis fantasías. No pude esfumarme, pero el virus seguía ahí. Me roía, me impulsaba a mentir. Me faltaron ovarios, pero seguía enferma. Todos los días fornicaba a los hombres de la calle y con la energía que me inyectaban esos penes derretidos en miradas crudas y anónimas, hacía feliz al hombre de mi casa.
Para aligerar los ánimos te marqué al celular: ¿Quién habla? Paloma. Quisiera tanto llevarte a Cholen. No respondiste. Silencio. ¿Te irías conmigo, Lucio? Mi marido nos alcanzaría después, pero no importa; ya encontraremos la forma de comprendernos. Entonces me lo pediste: No vuelvas a marcar mi número, tu marido me vigila.
¿Pero a qué horas te vigila? ¡Él nunca tiene tiempo!
Y es cierto, mi marido, para llegar a casa con la cartera constante y sonante, pelea con abogados, contratistas, vendedores... NUNCA TIENE TIEMPO. Lo sé: mi niña y yo hacemos la comida solas, vamos al cine solas, a las piñatas, a la playa. ¿Cómo puede tener la oportunidad de ser rico y saber en qué pasos anda su mujer? Los ricos como el chino del norte sólo pueden ser bellos. Eso quería imaginar, pero no. El dinero los vuelve omnipotentes. Nunca quise darme por enterada y lo supe. Jane March, la bella nalgona que la hizo de la Duras quinceañera, me lo dijo con sólo verme, una mañana que por casualidad pasé por la oficina. Llegó a la vida real disfrazada de secretaria, con sus trencitas frágiles; gritándome la muy puta que lo tenía agarrado, que era de ella. Y yo, Lucio, todavía le pregunté a él: ¿Por qué contrataste a esa chica, no me digas que fue por inteligente? No, claro que no; le di el trabajo por guapa: si me costaba lo mismo una fea y una bella, es obvio que elegiré a la bella, ¿no crees? Déjame decirte que es igualita a la protagonista de “El amante”. Y él una vez más demostró su poderío sobre mí, al anunciarme que ya no quedaba ningún secreto. Conocía mi enfermedad: ¿Te refieres al personaje de la película que siempre miras? Ah, sí, sé muy bien que mi secretaria se parece a Jane March; por eso también la contraté: tú te quedas con el chino y yo con la francesita.

ALEYDA ROJO ha publicado dos novelas: “Más frescas las tardes” (2005) y “Defensa de lo prohibido” (2006) y una tesis sobre pintura “La fotografía en la plástica de Antonio López Sáenz y Carlos Bueno” (2001). Ha merecido el Premio Estatal de periodismo por un artículo sobre Martiniano Carvajal y el Premio Nacional de Novela Corta Valladolid 2005 por “Defensa de lo Prohibido”.
Todos los sábados dirige en el Museo de Arte de su ciudad un taller para narradores que fue fundado por Élmer Mendoza.
aleydarojo@yahoo.com.mx