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Escritoras para el Nuevo Milenio XXXXVIII


Samalayuca
Por: Liliana Pedroza

Cuando la nostalgia marina, la nostalgia del principio oscuro nos llenen los pulmones, volveremos al mar imitando a los cetáceos.
Margo Glantz

Aquel día, cuando llegó a su casa, Amalia aseguró haber visto doscientas once ballenas azules. Su madre la miró de reojo mientras ahuyentaba el sopor de la tarde con un trozo de cartón. Amalia se acercó a la ventana para confirmar lo que dijo. El calor hacía espejear en el horizonte el mar donde las había descubierto. Doscientas once ballenas, insistió, entre las dunas de arena caliente y los cactus, entre ese vapor que sale de la tierra cuando el ambiente abrasa con fuego y aprisiona. Doscientas once ballenas azules y, además, gaviotas sobrevolando el cielo; trazaban un círculo con la insistencia de hacer un orificio y que cayera el mar en el fondo del cosmos. Porque era mar lo que había y no esa triste resequedad de millones de granos diminutos de sal amontonados. Doscientas once ballenas y tres cangrejos rojos saliendo de la espuma para tomar un poco de sol, enterrarse en la arena antes de que una ola los arrastrara de nuevo, e intentar volver a salir en un juego interminable. Doscientas once ballenas y algunos caballos de mar. El coral dejándose ver entre el agua cristalina que pareciera tan próximo... Amalia guardó silencio, sus dedos hacían circunferencias sobre la tela de su vestido violeta de flores blancas y amarillas, seguía mirando por la ventana. Su hermana mayor se acercó tras ella, le retiró el cabello negro de la cara y lo recogió en el pabellón de su oreja, le acarició los brazos y luego la condujo a la mesa. Es que no ha comido, pensó la madre, es la falta de comida y el calor. Afuera, sólo podía verse el terreno árido y amarillo del desierto.
Era el mes más caliente que había invadido a aquel pueblo. Los hombres más viejos apenas recordaban un verano como ése. La gente no salía por los caminos de tierra más que a hacer lo necesario o cuando el sol estaba por ocultarse. Los viajantes hablaban de espejismos que emergían de la carretera. Las personas del lugar los oían y los miraban partir, sabiendo que la canícula es un infierno con pequeños paraísos imaginarios. Por eso, cuando escucharon a Amalia, nadie le creyó.

-Doscientas once ballenas azules, mamá...

Pero tampoco supieron explicarse cuando al salir a buscarla luego de horas de ausencia, en la frontera entre el asfalto y el desierto, encontraron de ella sólo su ropa empapada de agua con sal.

Liliana Pedroza. Chihuahua, Chih. 1976. Narradora y ensayista. Es autora de Andamos huyendo, Elena (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007), Vida en otra parte (Ficticia Editorial, 2009) y Aquello que nos resta (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2009).