Por: Cristina Rascón Castro
Marcela ya conoce a Mario. Ve su rostro cuando niña, una de las noches en que su padre intenta de nuevo estrangular a su madre, sonriendo medio minuto en dirección a la hija y odiando medio minuto a la masa entre sus manos, cual gallina para caldo. Ambas huyen con una sola maleta en la cual no entra el Cuapis, su pato de peluche naranja. Mientras caminan hacia la estación de camiones, tiene la certeza de que su padre las encontrará y de que esas dos sombras entre las que se mueve se convertirán en un abrazo de llanto y juramentos de amor del bueno para después internarse en el paisaje de su recámara principal. Entonces ve a un hombre rubio caminar por donde ellas, directo a su encuentro, un hombre diferente a todos los que ha visto antes: no trae botas. El hombre se sube a un auto, con cara triste, y el auto desaparece. Ese hombre rubio es Mario.
Ahora, frente a la hilera de coches que como hormigas o elefantes se huelen y arrastran uno detrás del otro, Marcela trata de respirar la tranquilidad que anhelara, el amor de Mario, a veces maravilloso y otras olla exprés de furia aprisionada. Así son ellos - dice su futura suegra -, pero siempre piden perdón. A Marcela no le interesa repetir la escena del Cuapis abandonado en la sala, con el pico metido bajo la mesa de la tele, atorado en una llantita que no pudo mover porque tele, video y grabadora sobre una mesa que a su vez funciona como librero es algo demasiado grande para que una niña de seis años pueda cambiar de ubicación espacial y liberar a su única mascota. No cabe en la maleta, dice su madre y la jalonea para que se ponga el suéter y salga al sereno de la madrugada. Afuera una anciana, maleta en mano, y un hombre rubio que desde cuatro llantas les mira y sigue de largo, subiendo su transporte despacio al pavimento y acelerando en cuanto el encuadre con la carretera es línea recta. Cada vez que huye con su madre le parece ver a la misma anciana caminando, atrás o adelante o hacia donde ellas. Ha de ser otra viejita, no puede ser la misma, dice su madre, quien nunca alcanza a ver al hombre rubio o a la anciana errante.
Ahora el hombre rubio es su prometido y tienen la misma edad. La fila de carros promete el Edén de precios baratos y salarios altos: América, como le llaman en su idioma. Mario es hijo de uno de los nietos de sus habitantes, de esos que hablan inglés y español mezclado y que por alguna extraña razón prefirieron quedarse de este lado, el de los atardeceres rojos y las carreteras llenas de baches. Pero a Mario le sigue gustando la tierra de los freeways. Allá sí era mundo, allá si había de todo, no como acá –su letanía. Obliga a Marcela a tramitar una visa y le ayuda en la parte de solvencia económica aventándose la transa común e inocente de decir y demostrar que uno tiene más de lo que tiene. Siempre funciona. Demostrar que tienes algo que es de otro sólo afectaría a ese otro, así que siendo Mario o su familia o sus amigos los propietarios, no hay problema. Ahora Marcela va por primera vez a cruzar la famosa línea por un fin de semana, totalmente legal, como mexican tourist, a ver si es tan bonito como dicen Mario y sus amigos.
De niña, cuando tiene miedo, ve el rostro del hombre rubio cerca del suyo ondulando como la luz de una vela y lo hace desaparecer con el primer soplo. Se enamora de ese hombre desde antes de conocerle y cuando el pasado año nuevo le presentan al Licenciado Mario Villanueva siente una emoción inexplicable, que ya viene desde antes. Ahora van juntos no a El Otro lado, sino a otro lado, hacia una vida que no se parecerá en nada a las vidas que ambos conocen. Mario es un hombre con educación, antropólogo y lector de poesía. Incluso le escribe unos versos donde cada palabra tiene polvos mágicos y le hacen temblar de pies a cabeza. Es un hombre consciente de sus defectos, así le señala, y juntos analizan por qué sus padres o sus hermanos o sus cuñados terminan peleando o insultándose, para después prometerse el no repetirlo, no, nunca jamás. Lo mejor de todo es que con él se da permiso de ser una niña y viceversa, no hay nada que temer, nada que ocultar. Como niños hablan, como niños juegan, se recorren a cosquillas y dicen las cosas más disparatadas para reír con lágrimas en los ojos. Sus amigas le tienen envidia, y eso que sólo saben que Mario es de la capital del estado y que, además, es werito y guapo.
El hombre de su vida saca de la guantera un papel periódico que abre como si desenlazara un regalo navideño. Como si estuviera en la mitad de uno de esos caminos polvosos fuera de la carretera, extiende un papel arroz y se dispone a fumar marihuana.
¡Estamos en pleno Estados Unidos, ya vamos llegando a la línea, está llena de policías!
No es una sorpresa que el hombre de su vida fume. Los hombres de su pueblo también fuman, cuando están solos, entre ellos. Pero sí es una sorpresa que, a sangre fría, frente a hombres uniformados de azul y hombres uniformados de verde, perros olfateando gasolina y neumáticos, cámaras de video y otros carros y más carros que no les permitirán huir bajo ninguna circunstancia, tome el papel arroz con una mano y el encendedor con la otra, dispuesto a llenar la atmósfera del interior de la cabina con humo claramente identificable. Marcela le arrebata el encendedor. Como si el papel periódico contuviera una bomba activada la toma con una mano y luego con otra y así sucesivamente hasta que por fin la avienta a sus pies y chilla un olvídalo yo me bajo, me largo en este momento.
Detalles. No todo en una relación puede ser perfecto – escucha en la voz de su madre. La necesidad por fumar a cada rato, que porque se calma, que porque así decrecen los arranques de rabia donde platos y libros, insultos y amenazas, portazos y después llanto. Lo insoportable es ese brillo en la mirada para Marcela conocido: el árbol. Cuando hacen el amor también platican del amor, de los miedos, las ilusiones. El árbol, le dice Marcela en una ocasión, es la mirada de su padre, llena de ramificaciones, de instantes de amor e instantes de odio. Ella desea tumbar ese árbol, hundir un hacha imaginaria en el tronco grueso y empujar. Escuchar bajo sus pies el tronido de las ramas de delirio. Caminar machacando su destino con el ímpetu de su propio paso… Pero nunca lo ha intentado. No conoce si tiene la fuerza necesaria.
¡No te vas a bajar! ¡Eres una histérica, estás loca! ¡Si sigues gritando nos van a cachar!
Pues sí me voy a bajar, debiste haberme dicho qué traes en el carro, ¿qué tal que viniera mi madre o nuestros hijos o que eres un narcotraficante y yo ni enterada? – grita más fuerte Marcela, con la mano en la manija de la puerta y escucha su voz frente a una mesa imposible de mover gritando que no es justo, no es justo, se lo hubieran dicho antes, así tendría tiempo de moverla, de quitar todos los libros uno por uno para poder empujarla – ¡Si yo ya lo supiera no estaría gritando como histérica! A lo mejor hasta estaría de acuerdo. Pero no lo estoy, ¡No estoy de acuerdo ni ahorita ni si me hubieras dicho antes! – dolida, además, porque él sabe perfectamente que en su pueblo las parejas que se respetan se hablan de usted, abre la puerta para bajarse y en ese momento el hombre de su vida lanza por la ventana la bola de papel periódico amarrada a los ojos de Marcela.
Todos los sonidos se evaporan y la bomba activada cae sobre el pavimento caliente rodando tan lento que Marcela se ahoga pues ha depositado en esa bola gris el ritmo de su respiración. Siente que las cámaras giran hacia la troca donde una pareja grita y cuya puerta garganta de lámina deja salir un bolo de papel periódico. Sorda a la barahúnda de la aduana, Marcela aplasta con los ojos el periódico que rueda cada vez más despacio hasta toparse con la bota de un soldado.
Cada vez las ramas son más breves, más quebradizas, hasta tornarse inasibles y su padre se convierte en un ser lleno de luz y lleno de oscuridad, titilando como las estrellas o las discotecas. Es impredecible y sufre por eso, les hiere por eso, y lo que son paréntesis de años o de meses se convierten en ira de varias semanas y paz de días, rencor de horas y tranquilidad a minutos, tres cuartos de segundo de antipatía y sonrisa de un cuarto de milímetro de nanosegundo, hasta que acaba encerrado y su madre medio muerta. Ella lo sabe, Mario lo sabe. Pero yo no soy como tu padre, dice tajante entre las sábanas.
Su hombre le toma la mandíbula y le tuerce la cabeza. Viéndola fijamente a los ojos susurra: veme a mí. Un segundo después hubiera sido inútil pues la mirada del soldado se hubiera cruzado con la de Marcela, llena de temor y de confidencias. Faltan tres coches para llegar. Cada uno tarda entre cinco y quince minutos, dependiendo de su grado de sospechosidad. Marcela reprime las ganas de llorar y ve por el espejo retrovisor cómo el soldado sin perro colega, toma la bola de periódico y la tira a un bote de basura a medio brazo de distancia, sin abrirla, sin olerla, probablemente agripado.
Una vez del otro lado, después de contestar yes, it´s me, tourist, shopping, good bye, cuando Mario detiene el coche para ir al baño, ella se baja y sin mirar atrás, se adentra a tierra americana, no precisamente a la de la América de quien está convencida es ya su ex-suegro. Mario grita algo inentendible y su voz se quiebra en llanto. Segundos más tarde se hincha y grita vete a la verga, pinche pendeja, no quiero volver a verte. Marcela apenas advierte cómo un agente aduanal le repasa las piernas, riéndose burlesco de un pleito más de pareja en la gate, mientras ella empuja la puerta de reja giratoria. Escucha los neumáticos de su novio enfilar hacia el norte y observa cómo sus pasos avanzan al sur.
Mario seguramente tardará al menos un día en regresar, no dejará de hacer sus compras para el próximo negocio con su hermano, algo de compra-venta de refacciones. Pero ahora ya desconfía de todo lo que alguna vez le hubiera dicho su novio, qué tal si no eran refacciones, si la compra-venta era de otra cosa... Marcela tiene el tiempo suficiente para llegar a casa, empacar y no volverlo a ver. Caminará hasta los autobuses y después mirará por la ventana lo que haya que dejar atrás. Mientras se deja llevar por los colores de un desierto que se le antoja recién pintado, le parece que los minutos se alargan y que sus pasos van cada vez más rápido. Observa a una anciana empacando fotografías, zapatos y un cambio de ropa. La voz de su madre dice no hay nadie más caminando a esa hora. Entre las fotos están las de su boda, que aún no sucede con Mario, las de un bebé reproducido en dieciséis perfiles diferentes y las del niño hecho hombre graduándose de licenciatura en administración de empresas. Las manos de la anciana son las manos de Marcela. Cuapis no se va a mover, se va a quedar ahí para siempre, dice su madre. Marcela sabe que el niño hecho hombre también tiene mirada de árbol, por eso la maleta, por eso los pasos viejos en la carretera. La anciana camina bajo un atardecer rojo, rosa y amarillo, un atardecer igual al suyo, suspendido en la tierra yerma. La ve aproximarse a lo lejos, de frente a sus pasos rápidos en minutos estirados. Avanza a su encuentro y siente como la vieja se le mete por la boca como una gripa o como un caballo.
Un auto frena a la izquierda: siempre no fui a las compras, perdóneme, estaba ofuscado. Marcela lo mira como dentro de un espejismo, los pies se desarticulan, la lengua se mueve inútil bajo una duna de arena. Se sube a la camioneta y dice no prendas el aire, me va a hacer daño, dame agua. Él no habla en todo el camino y en una gasolinera le compra una botella de agua purificada y un café con mucha crema, como a ella le gusta. Esa noche hacen el amor largo y acompasado, como si caminaran por valles, túneles y mesetas, por caminos de tierra y sin señales de tránsito, como si el tiempo se suspendiera en un solo atardecer, en una sola madrugada de la infancia. Lloran en un solo abrazo por quererse tanto y Marcela siente como en su vientre germina la próxima corteza.
Errantes forma parte de libro Puede que un sahuaro seas tú, el cual obtuvo el Premio Regional de Literatura del Noroeste 2008 y será publicado en 2009 por el Instituto Sudcaliforniano de Cultura. Cristina Rascón es autora de los libros Hanami (UABJO, 2006), Premio Latinoamericano de Cuento Benemérito de América 2005, El agua está helada (ISC, 2006), Premio Libro Sonorense 2005, Cuentráficos (ISC, 2006), así como del libro de divulgación Para entender la economía del arte (Nostra, 2009) y de la traducción de poesía japonesa Sin conocer el mundo (Plan C Editores, 2007). Ha recibido varios premios y becas literarias en México y el extranjero, siendo su obra traducida a varios idiomas y antologada en Austria, México, España, Estados Unidos, Perú y Canadá.
Cristina Rascón ya tiene Trenza