Fragmento de novela
Por: Rose Mary Espinosa
Afuera ha oscurecido. Es él. Acaba de llegar. No viene solo. Escucho las risas de una mujer. Sé lo que me espera. Por un momento me lleno de recuerdos, de recuerdos que antes de ser hechos habían sido visiones, que como visiones solía contárselas en aras de que me ayudase a idearles un escenario.
Sólo espero que se trate de otra mujer. La persistencia me inquieta. No me gustaría atestiguar este juego de seducciones entre él y una sola mujer. Me lleva a creer que mi historia puede repetirse con alguien más.
Nunca antes la había visto. Es joven y de cabellos largos. Al fin se desabriga de un modo predecible: sus senos grandes y firmes, sus piernas abiertas, su mano muy cerca de la entrepierna, sus ojos fijos. No sé si se trata de una modelo experimentada o de una mujer naturalmente seductora. Sólo sé que es de noche y que mi corazón late un poco más aprisa.
Hasta hace unos minutos él estaba dedicado totalmente a reproducir el cuerpo, la postura y, especialmente, los grandes ojos oscuros de la mujer. Ahora le hace trazos invisibles en la piel, pasea los dedos por en- tre los pliegues sudorosos, los lleva a su boca y a la de ella. No puedo moverme. En otras circunstancias me habría marchado presa de la indignación, hubiera gritado o abofeteado a ambos o arrojado alguna de las pinturas contra la pared. Ahora no hago más que mirarlos.
Qué familiar parece serles el desnudo a todas estas mujeres. En cambio, yo nunca logré desinhibirme del todo. Es ahora cuando, a pesar de postrarme desnuda ante él, ni siquiera me mira. Tal vez pretende no verme; solía hacer eso. Sin embargo, a veces me basta verlo para que mis labios se colmen. Es como si mis manos, de tanto desearlo, lo adivinasen en la cuesta de mi talle. Una primera caricia en mi cintura, casi imperceptible, y luego un fuerte estrujón, como si moldeara mi cuerpo.
Pero ahora está tocando a otra. Frota su cuello, su rostro, su pecho. ¿Quién es? Nunca soporté a las mujeres de su pasado, nunca aguanté imaginarlo enamorando a otras. Bastaba que hiciera algún comentario o que yo descubriera alguna pequeña evidencia que confirmara mis inválidas sospechas, para empezar a sentir un remolino gestándose con fuerza dentro de mí, amenazando con sobrepasar mi cuerpo, llevarme consigo y acabar por azotarnos contra las paredes o arrojarnos al vacío.
Más de una vez quise saquearlo: robar sus recuerdos, sus vivencias, sus mujeres de cuerpos como esculpidos.
Le dije: —En mi boca caben todas. Dámelas.
Le pedí que dedicara a mi cuerpo los minutos que le había tomado convencerlas, una a una, de posar para él, de aflojarles la hebilla y desabotonarlas. Supliqué por revolcarnos en los mismos restos de alfombra, aquella sucia y rasposa; por acostarnos en el mismo catre, mugriento y abollado; por golpear nuestros cuerpos contra el suelo. Quería imaginar su lengua en sus cuellos, sentir los tumbos, escuchar los gritos y el crujido incesante de la madera.
Había tanta osadía en nuestras anécdotas, sobre todo en las que nos relatábamos por la noche. Yo disfrutaba con hacerle creer que antes de él había tenido muchos más amantes, que la prueba estaba en mi cuerpo.
—Ha sido invadido por más de uno —intentaba, por todos los medios, decirle.
—El mío siempre ha sido honrado —acababa por confesarme, mirándome compasivamente. Aparentábamos ser resueltos, audaces, promiscuos y, apenas nos mirábamos, retrocedíamos. Creo que ambos teníamos miedo. Pero hoy ese amor no es más que eso: amor escrito, a-m-o-r deletreado, amor como estampa, porque sus manos están tocando a otra. Estoy mirándolos desde el tragaluz y a pesar de que mi corazón palpita un poco más aprisa, me pregunto: ¿cuántas veces quise esto?
Cuánto anhelaba presenciar algo así: no ser más que un animal hambriento y devorar estos pasajes. No ser más que un par de ojos y saturarme de sus proezas, las más lascivas, las más hirientes.
Que ocurra, es tiempo ya.Rose Mary Espinosa
Licenciatura en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Especializada en persuasión y análisis de comunicación política en la UIA, el Portland Community College (Estados Unidos) y la Universidad Complutense de Madrid. Alumna de la escuela de la Sociedad General de Escritores de México y becaria del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes; la Fundación UNESCO-ASCHBERG (Francia) y The Writers Room-SOGEM-FONCA (Nueva York). Colaboradora de Letras Libres, GQ México, Chilango, Travesías, Gatopardo, Etcétera, Nexos, Confabulario y Origina, los diarios Reforma y El Financiero. Editora de la revista bbmundo y coeditara de dF por Travesías. Autora de los poemarios: Te vas a morir de amor y Una vez tu cuerpo. Conductora, columnista y reportera de radio y televisión en los canales 28 y 22, así como del Instituto Mexicano de la Radio. Profesora de comunicación política e internacional en la UIA y la Universidad Anáhuac.
Reseña de Mi cuerpo en tus manos
Eve Gil
Me pregunto si los lectores mexicanos estarán preparados para Mi cuerpo en tus manos (Editorial Terracota, La escritura invisible, 2009), primera novela de Rosemary Espinosa, que, no se engañen, presenta no solo un producto perfectamente acabado en términos de calidad literaria, sino una de las novelas más desconcertantes de los últimos años; una novela que exige dejarse arrastrar por las emociones y clausurar cualquier ideología o juicio moral. No es, como la calificaría alguien de alma simple, una historia sobre violencia conyugal, es muchísimo más que eso: la reconstrucción poética de una patología que recibe mil apelativos psicosociales y sin embargo no tiene nombre. Y si me obligan a ser precisa y nombrarla a pesar de todo, la nombraría amor.
Esta primera novela de Rosemary Espinosa, es una historia de amor. Amor verdadero: dos patologías llevadas al límite por sus respectivos deseosos: el poseído y el poseedor, términos empleados asimismo en el más amplio sentido del término –aquí todo es amplio, profundo, ancho, exacerbado-; el de trastocarse, como es el caso de la narradora, anunciado desde el título, en un objeto provisto de la capacidad para romperse en pedazos y reconstruirse una y otra vez, solo para volver a ser roto hasta convertirse en algo menos frágil: una gárgola, por ejemplo. Esta historia de pareja, narrada con una delicadeza y ternura que pudieran espantar, insisto, a las almas simples, me trajo a la memoria el argumento de una película que en su momento consideré incomparable y cuyo violento contenido amoroso atribuí en su momento a una cuestión cultural, me refiero a la japonesa El imperio de los sentidos, donde una pareja persigue incansablemente el placer, hasta que ella produce a él un último orgasmo que se prolongará hasta la muerte. Nadie- no yo, al menos- dudaría del gran amor de estos amantes…como tampoco dudo de que dicho sentimiento esté presente entre los amantes de Mi cuerpo en tus manos, no obstante el gran sufrimiento mutuamente infringido.
El conflicto se desarrolla con un talante que oscila entre la novela gótica –la sensación de que quien narra es un fantasma capaz de introducirse en cualquier hueco y estar en todas partes-; el thriller policiaco y el suspense; tapizando la trayectoria de la narradora de huecos y silencios que resultan ser gritos; de pétalos de rosa que resultan manchas de sangre; sangre que fluye como las lágrimas, con idéntica frecuencia y por razones que van del gozo confundido con dolor, al dolor emocional de saberse atrapada en un círculo vicioso. Porque la narradora es consciente de la anomalía y sin embargo se regodea; se revuelca en ella como sobre una sábana elaborada con los diminutos fragmentos de una estatua destruida, que se incrustan vengativamente, amorosamente en la piel.
Y si bien esta pareja vive inmersa en esta relación que a su vez alimenta el arte del escultor y el rencor de la artista frustrada condenada a ser musa, a su alrededor se mueven personajes tristemente habituados a la violencia, a fuerza de convivir con la prototípica música del placer confundido con dolor; de la alegría enfermiza de aquel que sufre y lo goza, aunque procurando no rozar si quiera las colindancias de esos cuerpos destruyéndose mutuamente. Y no es que los involuntarios testigos terminen por considerarlo “normal”, sino que intuyen en “ello” algo intocable, que precisamente por terrible es casi sagrado, innombrable tabú; lenguaje de dos que, señala la narradora, “(…) los dos comprendimos sin tener que hablar: la sangre, el dolor, la sorpresa, la calma; al menos en eso íbamos juntos (…)” (p. 200)
Hago hincapié en la astucia –no sé de qué otra manera nombrarla- con que Rosemary aborda esta escabrosa historia de amor –quiero insistir en que es una historia de amor -; sacándole la vuelta al efectismo, a la violencia que reserva a los actos de los personajes, pero re-elabora poéticamente en el pensamiento de la narradora. El lenguaje, pues, es predominantemente poético, lo que no le impide ser ágil…porque eso sí, puedo garantizarle al lector, lectora que la lectura de Mi cuerpo en tus manos no les dejará un segundo para el resuello.