Ayer vino la muerte
Por: Mara Romero
A las muertas de Juárez,
y su voz silenciosa,
que crece en el huerto de la angustia.
Ayer vino la muerte,
se llevó mis ojos,
desprendió mis carnes
como anguila quemando respiros;
la hierba prendió su verdor,
y fui clarividente de mi fin.
Grito, mi lengua se pudre en silencio.
Nadie escucha.
Camino boca abajo,
piel morena;
camaleón ciego,
manos buscando respuestas en el fango,
que llega a mi barbilla,
boca dócil, ciega,
como murciélago condenado a luz,
párpados apagados,
cuerpo resintiendo podredumbres,
entierro visto detrás de la ventana,
destierro arañando la puerta
golpe de mar, tumba,
verdad no disipada…
Un pelícano merodea mi cuello
mientras estrecho la mano de una sombra
que me parte el día.
Plañideras desafinan;
monaguillos aprietan mis manos,
para dejar pizcas de fe entre sus palmas.
Es el dolor de la predicción,
indiferencia del mundo
ante mi partida,
que me hace esperar entre árboles que hablan
una lengua inexistente.
Mi corazón transparente
respira vientos de tormenta,
son los dioses del olimpo
que desvelan su furia
de olvido en el aire;
lluvia homicida
que lleva mis brazos remo
en un río que ríe de inmenso.
Mis ojos prendidos desprenden flechas
de una figura apocalíptica
que duerme a mi lado,
me hace el amor en pesadillas
y deja mi cama húmeda de resentimiento.
Mi cuerpo gárgola,
mira sin ojos el tiempo,
come con recuerdos y deja marcas.
Soy noticia que se convierte
en arena, grito imaginario,
apéndice que señala dolor,
soy pendiente, deuda por pagar,
pena desbalagada en ruinas:
yo, incompleta,
caminando en un campo
que asusta de real.
Por: Mara Romero
A las muertas de Juárez,
y su voz silenciosa,
que crece en el huerto de la angustia.
Ayer vino la muerte,
se llevó mis ojos,
desprendió mis carnes
como anguila quemando respiros;
la hierba prendió su verdor,
y fui clarividente de mi fin.
Grito, mi lengua se pudre en silencio.
Nadie escucha.
Camino boca abajo,
piel morena;
camaleón ciego,
manos buscando respuestas en el fango,
que llega a mi barbilla,
boca dócil, ciega,
como murciélago condenado a luz,
párpados apagados,
cuerpo resintiendo podredumbres,
entierro visto detrás de la ventana,
destierro arañando la puerta
golpe de mar, tumba,
verdad no disipada…
Un pelícano merodea mi cuello
mientras estrecho la mano de una sombra
que me parte el día.
Plañideras desafinan;
monaguillos aprietan mis manos,
para dejar pizcas de fe entre sus palmas.
Es el dolor de la predicción,
indiferencia del mundo
ante mi partida,
que me hace esperar entre árboles que hablan
una lengua inexistente.
Mi corazón transparente
respira vientos de tormenta,
son los dioses del olimpo
que desvelan su furia
de olvido en el aire;
lluvia homicida
que lleva mis brazos remo
en un río que ríe de inmenso.
Mis ojos prendidos desprenden flechas
de una figura apocalíptica
que duerme a mi lado,
me hace el amor en pesadillas
y deja mi cama húmeda de resentimiento.
Mi cuerpo gárgola,
mira sin ojos el tiempo,
come con recuerdos y deja marcas.
Soy noticia que se convierte
en arena, grito imaginario,
apéndice que señala dolor,
soy pendiente, deuda por pagar,
pena desbalagada en ruinas:
yo, incompleta,
caminando en un campo
que asusta de real.