El artista callejero
Por: Adriana González Mateos
No sé por qué el día que conocí a Pablo acabé sentada en los escalones de piedra de la universidad, llorando, tratando de esconderme detrás del pelo que me cayó sobre la cara, tratando de no sentir que pasaba frente a mí y me miraba y quizá la explanada llena de gente le impedía ver que yo escondía las lágrimas surgidas de la conversación que tuvimos diez minutos antes, y no porque hubiéramos dicho nada memorable. Puse toda mi voluntad en ese ocultamiento; mi dignidad en la decisión de impedirle ver que su voz me provocaba esas gotas calientes y enormes como dos monedas, pero cuando estaba a menos de diez metros levanté la cabeza y el pelo cayó hacia atrás y él pudo ver mis ojos húmedos abiertos para recibir los suyos. Y no estoy queriendo insinuar nada con esto de la humedad y los ojos penetrantes; sólo sé que ya entonces muchas cosas en mi cuerpo habían tomado la iniciativa.
Si lo hubiera conocido diez años antes, si yo diez años más joven hubiera estado junto a ese hombre que no podía tener más de veintiocho, si no hubiera estado acabando mi maestría en Letras Francesas ni planeara graduarme con honores, si no hubiera sido esposa de un ejecutivo que haría un gesto desdeñoso ante los collares de alambres y chaquiras que vendía Pablo, porque venía a la Facultad a vender aretes y pulseras y por supuesto vendía mota. Si hubiera sido libre y despreocupada y con un cuerpo adolescente que mereciera el suyo hubiera enmudecido de terror y hubiera salido corriendo, porque siempre me han dado miedo los hombres tan descaradamente guapos, tan físicos, si puedo abusar de la palabra.
(quiero decir que su vida callejera no admitía un gramo de grasa en los miembros que evocan ancestros esclavizados, pulidos por trabajos brutales. Eso qué importa: verlo es también pensar en látigos, quizá porque sus labios se parten en un gesto de San Sebastián, de Acteón acosado por los perros. O serían sus ojos, que también he visto humedecerse muchas veces)
Porque es un artista y cada vez que me pongo el collar que me hizo para que temblara en los huesos de mi clavícula alguien pregunta quién diseñó esa pieza rara. Otra palabra de la que puedo y quiero abusar ahora que pienso en él es sensible, con un instinto de la elegancia que ya quisieran los amigos catalanes que Fernando invitó a cenar el sábado. Claro que será una noche agradable y una conversación inteligente y han hecho muy buenos negocios juntos, hay cosas peores en el matrimonio. Pero hablo del pelo negro y crespo que cae hasta los hombros de Pablo, de su pecho cubierto de collares.
Pablo vino a sentarse junto a mí en la escalera y me ofreció su pañuelo (un pañuelo de algodón a cuadros azules y verdes, descosido en las esquinas) y empezó una conversación que otra vez olvidé en ese mismo instante. En cambio recuerdo su muslo pegado al mío que se contraía bajo mi falda de punto. No podría recuperar las palabras, pero empecé a oler su piel que no llegaba a sudar, sólo distendía los poros bajo el sol de la tarde. Quise retirarme un poco, salvarme de ese olor, pero al siguiente minuto deseché mis escrúpulos, respiré procurando disimular, respiré una vez más con el manso agradecimiento de un perro.
Para entonces estábamos riéndonos de una broma estúpida sobre la Facultad de Química y era evidente que no podíamos seguir sentados toda la tarde en la escalera. Recordé que era hora de mi terapia y me escapé de una manera más vergonzosa que todo lo anterior, me refugié en el embotellamiento de Insurgentes, fabriqué una serie de elaboraciones sobre instantes ya muy masticados de mi infancia, sortée los cuarenta y cinco minutos de diván sin mencionarlo una sola vez. Luego pasé a recoger a los niños a casa de un amiguito y llegué a tiempo para una noche de perfecta armonía conyugal, cena y televisión y ejercicio de unos derechos maritales que Fernando y yo tenemos muy bien ensayados. Esa noche adquirieron la fantasía y la euforia de baile de disfraces.
He sido una esposa fiel porque tengo una excelente relación con mi marido y no he visto razones para complicarme la vida. De vez en cuando algún viejo novio o un nuevo amigo viene a insinuarme cuánto le gustaría distraerme de mis rutinas, pero sé manejar un equilibrio muy agradable entre la coquetería y la evasiva. Vamos, que me educaron en un colegio de monjas donde no sólo aprendí francés. No había estado frente a una tentación que me llevara a arriesgar la tranquilidad de mi matrimonio y siempre pensé que antes de hacerlo lo pensaría mucho: necesitaría motivos más importantes que la mera lujuria. Pero al día siguiente de conocer a Pablo llegué a la Facultad un poco más temprano de lo necesario y él volvió a enredarme en otra conversación irrecordable. No vayas a tu clase, me dijo. Acompáñame a comer algo. Ni siquiera me alarmó la sonrisa con que renuncié al goce de la literatura.
Esto no me pasa todos los días, pensé muchas horas más tarde, insomne junto a Fernando dormido. Para ser exacta, nunca entraría a un lugar como ése, de suelos de cemento y sillas de fierro con logos de cerveza. Jamás comería esas tortas de jamón con queso amarillo y chiles jalapeños, entre una clientela que sorbía una pálida sopa de estrellitas al calor de un partido de fútbol televisado. Pablo insistía en que yo comiera algo, y para no insultarlo engullí media quesadilla que goteaba manteca. Pero su rodilla tocaba la mía; cuando por fin trajeron un nescafé aguado y se llevaron los platos su mano se internó segura entre los pliegues de mi falda, la apreté entre mis piernas, la dejé que buscara.
De todos modos no se puede hacer gran cosa en una fonda, aunque la televisión suene a todo volumen y a nadie le importe un pito que a la señora le suban los colores, aquella mano caliente y dura tocándome a través de las telas. Le pedí que nos fuéramos de ahí. Pablo pagó la cuenta después de preguntarme si no quería otro café o un postre, de veras, él me invitaba.
Entre unos arbolitos que había por ahí nos apretamos y nos besamos desesperadamente, yo tratando de convencerme de que ése no era el rumbo de nadie que yo conociera. Lo había tocado y lo había encontrado espléndido, casi mayor que mis ansias, duro y dispuesto, aunque atrapado en los cierres y asperezas de aquellos pantalones de mezclilla que, ahora que me fijaba, se estaban cayendo de viejos.
Pensé que esperaba de mí una palabra, otra prueba de rendición, y me resigné a dársela: por favor. Sí, por favor te lo pido, llévame, hazme, ya veré después cómo le hago con Fernando y con el resto de mi vida pero por favor. Te suplico si quieres que te suplique, no me importa arrastrarme a tus pies ni lamerte las piernas, lamerte lo que tú quieras, de rodillas ante a ti adoro al único Dios verdadero. Por favor. Se separó un poquito y me miró con sus ojos enormes y tristes: no tenía a dónde llevarme. Estaba viviendo con unos cuates que lo dejaban dormir en el sofá.
Pablo, mi bandolero esculpido con los rasgos de esclavos que también fueron príncipes del desierto, el descendiente de indios que murieron a machetazos para defender un pedazo de tierra, el nómada, el sin techo. Toda mi literatura aterrizó en una comprobación suscinta: había que localizar un hotel y yo tendría que pagarlo.
La idea, o la cara con que la dije, lo pusieron furioso Empezó a caminar de regreso a la Facultad; ya sabía que muchos lo buscaban para eso, pero él no necesitaba dinero, para eso vendía lo que vendía y lo otro, lo otro desde hace mucho lo hacía sólo por gusto. Di media vuelta y empecé a caminar en dirección contraria, me alcanzó y me jaló de un brazo con tal brutalidad que estuve a punto de perder el equilibrio que todavía me quedaba. Empezaba a hacerse de noche y algunos faroles no encendían en esa zona mal vigilada. Enfrenté su cara oscurecida por la rabia. Iba a ser difícil de explicar si me dejaba una marca en el brazo, si es que salía de ahí en condiciones que ameritaran explicación.
Safé mi brazo dispuesta a lo que fuera y le dije con mi expresión más fría que era tarde y tenía que regresar a mi casa. Me dijo que no eran horas para que caminara sola por ahí.
- No te enojes conmigo. No te había entendido; no sabía que eras así. Te llevo a tu coche.
No habíamos caminado ni veinte pasos sin que nuestras manos se buscaran otra vez; ni siquiera pensé que alguien podía vernos, no quise pensar en nada. Sentí el ritmo de su cadera que a ratos, al caminar, tocaba la mía. Aprovechó la oscuridad para tocarme los pechos que bajo su mano se irguieron como animales que buscaran la luz dentro de la tela que los cegaba; sentí todo su cuerpo y me sentí abrirme para recibirlo, me apreté contra él hasta que me costó trabajo seguir en pie. Me susurró que no me quejara tan fuerte; podía oírnos un tira. De repente se detuvo y se separó un poco. Se le acababa de ocurrir una idea.
Pagar el hotel era difícil para él; últimamente las ventas se le habían caído un poco. Pero había una manera, si me parecía bien. Su mamá se había muerto hacía menos de un año en algún lugar de Naucalpan. Le había dejado un refrigerador que desde entonces estaba en casa de unos tíos. Por ahora no lo necesitaba; si yo quería podría vendérmelo.
Manejé perfeccionando los detalles. Bien vista, la idea de Pablo no era tan mala. La hija de Delfina estaba a punto de casarse y no estaría mal que le regaláramos algo decente; Delfi ha trabajado tantos años en la casa y ha sido, de verdad, como parte de la familia. Pablo y yo podríamos ir un día a ver el refrigerador y así tendríamos tiempo para nosotros, tal vez toda una tarde. El plan tendría la ventaja de exponer una parte de lo que estaba sucediendo y así las mentiras inevitables tendrían un aire más real. Y Pablo podría pagar el hotel sin perder su aire majestuoso. Recordé los efectos que el orgullo tiene en su cuerpo. No era indispensable ver el refrigerador; podía darle un adelanto mañana mismo.
Así llegamos al día siguiente a uno de los hoteles de la calzada de Tlalpan, según Pablo, uno fino para que yo me sintiera a gusto, uno donde podíamos sentirnos seguros. Habíamos caminado unas cuadras hasta un cajero automático de donde saqué el dinero. Al andar junto a él descubrí una calle distinta, una calle como la que deben vivir los perros, llena de peligros, de acechos y de advertencias. Avanzaba con cautela, registrando la presencia de policías, coches sospechosos, tipos que podrían darle problemas. Recorría la calle confiando en sus fuerzas; sabiendo exactamente hasta dónde llegaban; a qué quicios de qué puertas era mejor no acercarse. Aunque la calle estaba infestada de peligros que yo no me imaginaba, me sentía segura junto a él, quizá más segura que junto a mi marido a quien los policías siempre le han dicho jefe.
Como era de esperarse, el hotel era un lugar ramplón, pero vi como Pablo tocaba la pantalla de una lámpara, como si necesitara comprobar la realidad de aquel material traslúcido. Todavía me faltaba comprobar lo muy usada que estaba su ropa y entender que aquel cuerpo tan fuerte se mantenía esbelto porque nunca le había sobrado qué comer. Tampoco quise averiguar detalles del tiempo en que visitaba hoteles como ése a cambio de dinero. Mi amigo Michael me ha contado lo suficiente de sus aventuras con muchachos que a veces se contentan con una cena y muy poco más. Creo que todas las aventuras ilícitas añoran un lugar fuera del mundo; yo hubiera querido llevarme a Pablo a un sitio donde el miedo no estimulara sus reflejos ni los precios de las cosas lo lastimaran como lo lastimó el diseño de mis zapatos y la tela de un saco que me había puesto para gustarle. Cuando me acerqué a él trató de alejarse para evitar comprobaciones incómodas, pero algo semejante al profesionalismo cubrió las emociones que hubieran estorbado lo que queríamos hacer, o lo que yo había pagado por hacer. No voy a describir los esmerados preámbulos; los recursos tan ingeniosos que demostramos para ayudarlo a sortear el trance. Cuando nos quedamos desnudos vi que era mucho más hermoso de lo que me había imaginado en mis insomnios junto a Fernando, pero la excitación dela calle había desaparecido. Desistimos de caricias que se volvieron trabajosas y Pablo acabó recostado sobre mi pecho, contándome trozos de su vida, confiándome ciertas amarguras que me conmovieron aunque me costaba trabajo entenderlo. Hablaba muy rápido, saltaba de una idea a otra, hacía asociaciones caóticas y gesticulaba demasiado. Aunque era inteligente, tenía una educación rudimentaria que me hizo sentirme un poco impaciente, un poco repelida, como si de pronto hubiera olido mal, aunque nunca dejé de sentir la necesidad de protegerlo. En ese plan de cuates consumamos nuestros propósitos. Al final le di un poco más de dinero para que cenara bien.
Siguieron días extraños. Me di cuenta de que la mera lujuria hubiera sido un privilegio fuera de mi alcance. Me encontré preguntándome si podría ayudarlo a conseguir un trabajo, si quizá alguna escuela de arte, si se gastaba el dinero en comida o en qué. No había vuelto a llorar desde el día de las escaleras, pero en cambio me imaginaba planes para cambiar nuestras vidas, finales dramáticos a mi existencia de gente decente, redenciones integrales de aquel diamante en bruto.
No había pasado ni una semana cuando Fernando llegó de la oficina con los ojos brillantes. Sus nuevas responsabilidades exigían que pasara varios días en Munich; había hablado con sus socios y podíamos tomarnos unas pocas semanas para pasear, ver bien Alemania, París si yo quería, necesitábamos sentarnos a planearlo con calma. Me hundió las manos en el pelo, una caricia que siempre le ha gustado hacerme. Últimamente te ves preciosa, murmuró, atrayéndome a un largo beso. Lo besé con amor, con agradecimiento, con el alivio de regresar a la realidad.
A Pablo le dije que no volvería hasta el otro año. De todos modos, en este momento de la elaboración de mi tesis ya no necesito ir tan seguido a la Facultad. No le tuve que dar muchas explicaciones. Se puso muy serio y casi no dijo nada. Sólo escogió uno de los collares que estaba vendiendo y me dijo que lo había hecho pensando en mí, en mi cuello. Ojalá me gustara.
Lo dejé junto a sus cajas de aretes y esta vez mis pasos sí obedecieron a mi voluntad. A Fernando y a mí el viaje a Europa nos unió mucho; yo diría que las cosas van bien entre nosotros. La experiencia me ha servido para ser menos ingenua, me he abierto a experiencias nuevas, a otros horizontes de reflexión. Por ejemplo, estoy viendo a un astrólogo que me ayuda a explorar mis vidas pasadas. Sospecha que hace varios siglos uno de mis ancestros violó a una tatarabuela de Pablo.
Por: Adriana González Mateos
No sé por qué el día que conocí a Pablo acabé sentada en los escalones de piedra de la universidad, llorando, tratando de esconderme detrás del pelo que me cayó sobre la cara, tratando de no sentir que pasaba frente a mí y me miraba y quizá la explanada llena de gente le impedía ver que yo escondía las lágrimas surgidas de la conversación que tuvimos diez minutos antes, y no porque hubiéramos dicho nada memorable. Puse toda mi voluntad en ese ocultamiento; mi dignidad en la decisión de impedirle ver que su voz me provocaba esas gotas calientes y enormes como dos monedas, pero cuando estaba a menos de diez metros levanté la cabeza y el pelo cayó hacia atrás y él pudo ver mis ojos húmedos abiertos para recibir los suyos. Y no estoy queriendo insinuar nada con esto de la humedad y los ojos penetrantes; sólo sé que ya entonces muchas cosas en mi cuerpo habían tomado la iniciativa.
Si lo hubiera conocido diez años antes, si yo diez años más joven hubiera estado junto a ese hombre que no podía tener más de veintiocho, si no hubiera estado acabando mi maestría en Letras Francesas ni planeara graduarme con honores, si no hubiera sido esposa de un ejecutivo que haría un gesto desdeñoso ante los collares de alambres y chaquiras que vendía Pablo, porque venía a la Facultad a vender aretes y pulseras y por supuesto vendía mota. Si hubiera sido libre y despreocupada y con un cuerpo adolescente que mereciera el suyo hubiera enmudecido de terror y hubiera salido corriendo, porque siempre me han dado miedo los hombres tan descaradamente guapos, tan físicos, si puedo abusar de la palabra.
(quiero decir que su vida callejera no admitía un gramo de grasa en los miembros que evocan ancestros esclavizados, pulidos por trabajos brutales. Eso qué importa: verlo es también pensar en látigos, quizá porque sus labios se parten en un gesto de San Sebastián, de Acteón acosado por los perros. O serían sus ojos, que también he visto humedecerse muchas veces)
Porque es un artista y cada vez que me pongo el collar que me hizo para que temblara en los huesos de mi clavícula alguien pregunta quién diseñó esa pieza rara. Otra palabra de la que puedo y quiero abusar ahora que pienso en él es sensible, con un instinto de la elegancia que ya quisieran los amigos catalanes que Fernando invitó a cenar el sábado. Claro que será una noche agradable y una conversación inteligente y han hecho muy buenos negocios juntos, hay cosas peores en el matrimonio. Pero hablo del pelo negro y crespo que cae hasta los hombros de Pablo, de su pecho cubierto de collares.
Pablo vino a sentarse junto a mí en la escalera y me ofreció su pañuelo (un pañuelo de algodón a cuadros azules y verdes, descosido en las esquinas) y empezó una conversación que otra vez olvidé en ese mismo instante. En cambio recuerdo su muslo pegado al mío que se contraía bajo mi falda de punto. No podría recuperar las palabras, pero empecé a oler su piel que no llegaba a sudar, sólo distendía los poros bajo el sol de la tarde. Quise retirarme un poco, salvarme de ese olor, pero al siguiente minuto deseché mis escrúpulos, respiré procurando disimular, respiré una vez más con el manso agradecimiento de un perro.
Para entonces estábamos riéndonos de una broma estúpida sobre la Facultad de Química y era evidente que no podíamos seguir sentados toda la tarde en la escalera. Recordé que era hora de mi terapia y me escapé de una manera más vergonzosa que todo lo anterior, me refugié en el embotellamiento de Insurgentes, fabriqué una serie de elaboraciones sobre instantes ya muy masticados de mi infancia, sortée los cuarenta y cinco minutos de diván sin mencionarlo una sola vez. Luego pasé a recoger a los niños a casa de un amiguito y llegué a tiempo para una noche de perfecta armonía conyugal, cena y televisión y ejercicio de unos derechos maritales que Fernando y yo tenemos muy bien ensayados. Esa noche adquirieron la fantasía y la euforia de baile de disfraces.
He sido una esposa fiel porque tengo una excelente relación con mi marido y no he visto razones para complicarme la vida. De vez en cuando algún viejo novio o un nuevo amigo viene a insinuarme cuánto le gustaría distraerme de mis rutinas, pero sé manejar un equilibrio muy agradable entre la coquetería y la evasiva. Vamos, que me educaron en un colegio de monjas donde no sólo aprendí francés. No había estado frente a una tentación que me llevara a arriesgar la tranquilidad de mi matrimonio y siempre pensé que antes de hacerlo lo pensaría mucho: necesitaría motivos más importantes que la mera lujuria. Pero al día siguiente de conocer a Pablo llegué a la Facultad un poco más temprano de lo necesario y él volvió a enredarme en otra conversación irrecordable. No vayas a tu clase, me dijo. Acompáñame a comer algo. Ni siquiera me alarmó la sonrisa con que renuncié al goce de la literatura.
Esto no me pasa todos los días, pensé muchas horas más tarde, insomne junto a Fernando dormido. Para ser exacta, nunca entraría a un lugar como ése, de suelos de cemento y sillas de fierro con logos de cerveza. Jamás comería esas tortas de jamón con queso amarillo y chiles jalapeños, entre una clientela que sorbía una pálida sopa de estrellitas al calor de un partido de fútbol televisado. Pablo insistía en que yo comiera algo, y para no insultarlo engullí media quesadilla que goteaba manteca. Pero su rodilla tocaba la mía; cuando por fin trajeron un nescafé aguado y se llevaron los platos su mano se internó segura entre los pliegues de mi falda, la apreté entre mis piernas, la dejé que buscara.
De todos modos no se puede hacer gran cosa en una fonda, aunque la televisión suene a todo volumen y a nadie le importe un pito que a la señora le suban los colores, aquella mano caliente y dura tocándome a través de las telas. Le pedí que nos fuéramos de ahí. Pablo pagó la cuenta después de preguntarme si no quería otro café o un postre, de veras, él me invitaba.
Entre unos arbolitos que había por ahí nos apretamos y nos besamos desesperadamente, yo tratando de convencerme de que ése no era el rumbo de nadie que yo conociera. Lo había tocado y lo había encontrado espléndido, casi mayor que mis ansias, duro y dispuesto, aunque atrapado en los cierres y asperezas de aquellos pantalones de mezclilla que, ahora que me fijaba, se estaban cayendo de viejos.
Pensé que esperaba de mí una palabra, otra prueba de rendición, y me resigné a dársela: por favor. Sí, por favor te lo pido, llévame, hazme, ya veré después cómo le hago con Fernando y con el resto de mi vida pero por favor. Te suplico si quieres que te suplique, no me importa arrastrarme a tus pies ni lamerte las piernas, lamerte lo que tú quieras, de rodillas ante a ti adoro al único Dios verdadero. Por favor. Se separó un poquito y me miró con sus ojos enormes y tristes: no tenía a dónde llevarme. Estaba viviendo con unos cuates que lo dejaban dormir en el sofá.
Pablo, mi bandolero esculpido con los rasgos de esclavos que también fueron príncipes del desierto, el descendiente de indios que murieron a machetazos para defender un pedazo de tierra, el nómada, el sin techo. Toda mi literatura aterrizó en una comprobación suscinta: había que localizar un hotel y yo tendría que pagarlo.
La idea, o la cara con que la dije, lo pusieron furioso Empezó a caminar de regreso a la Facultad; ya sabía que muchos lo buscaban para eso, pero él no necesitaba dinero, para eso vendía lo que vendía y lo otro, lo otro desde hace mucho lo hacía sólo por gusto. Di media vuelta y empecé a caminar en dirección contraria, me alcanzó y me jaló de un brazo con tal brutalidad que estuve a punto de perder el equilibrio que todavía me quedaba. Empezaba a hacerse de noche y algunos faroles no encendían en esa zona mal vigilada. Enfrenté su cara oscurecida por la rabia. Iba a ser difícil de explicar si me dejaba una marca en el brazo, si es que salía de ahí en condiciones que ameritaran explicación.
Safé mi brazo dispuesta a lo que fuera y le dije con mi expresión más fría que era tarde y tenía que regresar a mi casa. Me dijo que no eran horas para que caminara sola por ahí.
- No te enojes conmigo. No te había entendido; no sabía que eras así. Te llevo a tu coche.
No habíamos caminado ni veinte pasos sin que nuestras manos se buscaran otra vez; ni siquiera pensé que alguien podía vernos, no quise pensar en nada. Sentí el ritmo de su cadera que a ratos, al caminar, tocaba la mía. Aprovechó la oscuridad para tocarme los pechos que bajo su mano se irguieron como animales que buscaran la luz dentro de la tela que los cegaba; sentí todo su cuerpo y me sentí abrirme para recibirlo, me apreté contra él hasta que me costó trabajo seguir en pie. Me susurró que no me quejara tan fuerte; podía oírnos un tira. De repente se detuvo y se separó un poco. Se le acababa de ocurrir una idea.
Pagar el hotel era difícil para él; últimamente las ventas se le habían caído un poco. Pero había una manera, si me parecía bien. Su mamá se había muerto hacía menos de un año en algún lugar de Naucalpan. Le había dejado un refrigerador que desde entonces estaba en casa de unos tíos. Por ahora no lo necesitaba; si yo quería podría vendérmelo.
Manejé perfeccionando los detalles. Bien vista, la idea de Pablo no era tan mala. La hija de Delfina estaba a punto de casarse y no estaría mal que le regaláramos algo decente; Delfi ha trabajado tantos años en la casa y ha sido, de verdad, como parte de la familia. Pablo y yo podríamos ir un día a ver el refrigerador y así tendríamos tiempo para nosotros, tal vez toda una tarde. El plan tendría la ventaja de exponer una parte de lo que estaba sucediendo y así las mentiras inevitables tendrían un aire más real. Y Pablo podría pagar el hotel sin perder su aire majestuoso. Recordé los efectos que el orgullo tiene en su cuerpo. No era indispensable ver el refrigerador; podía darle un adelanto mañana mismo.
Así llegamos al día siguiente a uno de los hoteles de la calzada de Tlalpan, según Pablo, uno fino para que yo me sintiera a gusto, uno donde podíamos sentirnos seguros. Habíamos caminado unas cuadras hasta un cajero automático de donde saqué el dinero. Al andar junto a él descubrí una calle distinta, una calle como la que deben vivir los perros, llena de peligros, de acechos y de advertencias. Avanzaba con cautela, registrando la presencia de policías, coches sospechosos, tipos que podrían darle problemas. Recorría la calle confiando en sus fuerzas; sabiendo exactamente hasta dónde llegaban; a qué quicios de qué puertas era mejor no acercarse. Aunque la calle estaba infestada de peligros que yo no me imaginaba, me sentía segura junto a él, quizá más segura que junto a mi marido a quien los policías siempre le han dicho jefe.
Como era de esperarse, el hotel era un lugar ramplón, pero vi como Pablo tocaba la pantalla de una lámpara, como si necesitara comprobar la realidad de aquel material traslúcido. Todavía me faltaba comprobar lo muy usada que estaba su ropa y entender que aquel cuerpo tan fuerte se mantenía esbelto porque nunca le había sobrado qué comer. Tampoco quise averiguar detalles del tiempo en que visitaba hoteles como ése a cambio de dinero. Mi amigo Michael me ha contado lo suficiente de sus aventuras con muchachos que a veces se contentan con una cena y muy poco más. Creo que todas las aventuras ilícitas añoran un lugar fuera del mundo; yo hubiera querido llevarme a Pablo a un sitio donde el miedo no estimulara sus reflejos ni los precios de las cosas lo lastimaran como lo lastimó el diseño de mis zapatos y la tela de un saco que me había puesto para gustarle. Cuando me acerqué a él trató de alejarse para evitar comprobaciones incómodas, pero algo semejante al profesionalismo cubrió las emociones que hubieran estorbado lo que queríamos hacer, o lo que yo había pagado por hacer. No voy a describir los esmerados preámbulos; los recursos tan ingeniosos que demostramos para ayudarlo a sortear el trance. Cuando nos quedamos desnudos vi que era mucho más hermoso de lo que me había imaginado en mis insomnios junto a Fernando, pero la excitación dela calle había desaparecido. Desistimos de caricias que se volvieron trabajosas y Pablo acabó recostado sobre mi pecho, contándome trozos de su vida, confiándome ciertas amarguras que me conmovieron aunque me costaba trabajo entenderlo. Hablaba muy rápido, saltaba de una idea a otra, hacía asociaciones caóticas y gesticulaba demasiado. Aunque era inteligente, tenía una educación rudimentaria que me hizo sentirme un poco impaciente, un poco repelida, como si de pronto hubiera olido mal, aunque nunca dejé de sentir la necesidad de protegerlo. En ese plan de cuates consumamos nuestros propósitos. Al final le di un poco más de dinero para que cenara bien.
Siguieron días extraños. Me di cuenta de que la mera lujuria hubiera sido un privilegio fuera de mi alcance. Me encontré preguntándome si podría ayudarlo a conseguir un trabajo, si quizá alguna escuela de arte, si se gastaba el dinero en comida o en qué. No había vuelto a llorar desde el día de las escaleras, pero en cambio me imaginaba planes para cambiar nuestras vidas, finales dramáticos a mi existencia de gente decente, redenciones integrales de aquel diamante en bruto.
No había pasado ni una semana cuando Fernando llegó de la oficina con los ojos brillantes. Sus nuevas responsabilidades exigían que pasara varios días en Munich; había hablado con sus socios y podíamos tomarnos unas pocas semanas para pasear, ver bien Alemania, París si yo quería, necesitábamos sentarnos a planearlo con calma. Me hundió las manos en el pelo, una caricia que siempre le ha gustado hacerme. Últimamente te ves preciosa, murmuró, atrayéndome a un largo beso. Lo besé con amor, con agradecimiento, con el alivio de regresar a la realidad.
A Pablo le dije que no volvería hasta el otro año. De todos modos, en este momento de la elaboración de mi tesis ya no necesito ir tan seguido a la Facultad. No le tuve que dar muchas explicaciones. Se puso muy serio y casi no dijo nada. Sólo escogió uno de los collares que estaba vendiendo y me dijo que lo había hecho pensando en mí, en mi cuello. Ojalá me gustara.
Lo dejé junto a sus cajas de aretes y esta vez mis pasos sí obedecieron a mi voluntad. A Fernando y a mí el viaje a Europa nos unió mucho; yo diría que las cosas van bien entre nosotros. La experiencia me ha servido para ser menos ingenua, me he abierto a experiencias nuevas, a otros horizontes de reflexión. Por ejemplo, estoy viendo a un astrólogo que me ayuda a explorar mis vidas pasadas. Sospecha que hace varios siglos uno de mis ancestros violó a una tatarabuela de Pablo.
Adriana González Mateos es profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Obtuvo el Doctorado en Literatura Comparada en New York University (NYU) en 2002. Ha recibido el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 1995 por Cuentos para ciclistas y jinetes, (Aldus, 1995) el Premio Nacional de Ensayo Literario “José Revueltas” 1996 por Borges y Escher (Aldus 1998) y el Premio Nacional de Traducción Literaria 1996 por La música del desierto, de William Carlos Williams, versión al español realizada en colaboración con Myriam Moscona (Aldus, 1996) Con el apoyo del Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos realizó la traducción de una antología del poeta caribeño Kamau Brathwaite, en colaboración con Christopher Winks, que aparecerá próximamente bajo el sello de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. En 2007 apareció en Tusquets su novela El lenguaje de las orquídeas (2007).
Adriana González Mateos ya tiene Trenza