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Escritoras para el Nuevo Milenio LVII


LOS SUAVES ÁNGULOS (Fragmento de novela)
Por: Dulce María González

1. El hueco

Lo primero es mi encuentro con Alberto. Te lo digo como una manera de empezar, abrir boca y tomar este asunto por alguna parte. Tenía ya varios días sintiéndome hundida, triste. No podía salir de la cama. Las sábanas sucias, arrugadas de tanto arremolinarme en ellas, me alejaban de una guerra que no tenía fuerzas para enfrentar. A ratos me arrastraba hasta la sala y me tiraba en el sillón frente a la tele. Permanecía ahí largas horas, viendo la pantalla oscura o las páginas de algún diario que no deseaba leer. Así sucede cuando me pongo mal. Se abre el hueco.
En ocasiones hago el intento de sobreponerme. Me doy un baño, me peino, me digo ante al espejo: No te apures, Tere, no es para tanto, mira qué linda eres. Es raro que funcione. Cuando estoy metida en esos trances suelo sentirme espantosa y no hay argumento capaz de contradecir mi ánimo. Otras veces limpio la casa. Tiro cosas. Papeles inservibles o qué sé yo. Pulo cada rincón hasta el cansancio. Deshacerte de la suciedad es provechoso porque al final te sientes limpia por dentro. Entonces puedes fantasear que desaparecieron todos los errores, todas las equivocaciones que alimentan al hueco cuando le da por abrirse.
Pintarme el pelo es otro de mis recursos. De ahí que haya acudido a la estética y regresado a casa con aquel rubio espantoso. Desde que venía por la calle, antes siquiera de abrir la puerta, me arrepentí. Fue por eso que me acerqué al espejo. Estuve un buen rato concentrada en el cabello. Y cuando al fin reparé en mis ojos, lo vi. Fue apenas un instante. En el espejo había algo. Un animal. Una cosa húmeda. Se movía allí dentro. El animal. Me veía.
Pero todo esto no tendría importancia si no hubiera repetido la experiencia más tarde. Hablo del encuentro en el café, de los ojos de Alberto a quien no había visto en años. El animal del espejo me había impedido regresar a la cama aquella tarde. La inquietud. Llamé a mamá y le avisé que esa noche pasaría por Natalia. Hacía ya una semana que la niña estaba de visita con mis padres y de pronto sentía la urgencia de tenerla cerca. Recordé que no había probado bocado en todo el día. Antes de ir por ella, pasaría a algún restaurante a comer. No está de más comentarte que en ese tiempo estaba de regreso. La enfermedad de Natalia me había mantenido ausente. Venía de recorrer consultorios, pasillos, cuartos de hospital. Ahora que mi hija había recuperado la salud, me sentía extraña. No sabía qué hacer.
Me fui al centro y entré a un café de la calle Hidalgo. Fue ahí donde nos encontramos. Alberto se acercó y me invitó a su mesa. Lo había conocido en la universidad. Uno de esos compañeros a quien nunca antes di importancia. Un periférico. Después de la graduación no había tenido noticia de él. Hasta esa tarde. Encontrándome en el estado de ánimo que te digo, me puse a hablar con él de cualquier cosa. Intentaba parecer divertida, distraerlo con mi conversación. Cubría con palabras el hueco. De un momento a otro se me acabaron los ánimos y eso me hizo caer en el horror. El hueco empezó a abrirse a unos pasos de nuestra mesa. Podía advertirlo con claridad. Era un hocico enorme. Desvié los ojos hacia la ventana y me puse a observar la calle en silencio. Los autos avanzaban veloces sobre el asfalto. Incapaces de permanecer tranquilos, mis ojos abandonaron la ventana y recorrieron las mesas con angustia. Mi cuerpo era un punto de inmovilidad mientras el mundo seguía su curso. Estuve así unos instantes. Viendo sin ver. Fue entonces cuando encontré la mirada de Alberto. Algo que no era él mismo asomó en sus ojos. Un ser muy parecido al que había descubierto en el espejo. Esta vez no sentí miedo. Me quedé tranquila, viéndolo. Un poco perdida, incluso. Fascinada. ¿Me entiendes?
Pensé que quizá Alberto era un territorio por explorar, una aventura nueva. Y haber encontrado eso en sus ojos me impulsó a seguir, aunque no tuviera idea de a dónde me llevaba la inercia. Lo que recuerdo de esa primera vez es la sensación de que, al estar sentada frente a él, hablando, alguien que no era él se removía ahí adentro. Aquí mismo. Algo que no éramos.

2. Las uñas

Se lo pregunté después de un breve silencio. Una vez que aquello se ocultó de nuevo en su mirada. ¿En qué has andado todos estos años? Esas fueron las palabras exactas. Alberto se quedó en silencio, inmóvil. Como si su cuerpo de animal grande le pesara. Se frotaba las manos. Las observaba. Verificaba el cuidado de las uñas. Mantenía la mirada ahí, en sus manos. Reconcentrada. Sus dedos largos. Las uñas. Quizá buscaba palabras en ese contacto leve. En el frotamiento de las palmas. Los dedos. Las uñas. Así estuvo, buscando. Hasta que al fin empezó a hablar. Su historia surgió de pronto. Sin aviso. Salió de sus labios y se puso a flotar. Rítmica. Como un barco. Sobre la mesa donde bebíamos café. Y sin embargo ocultaba algo. Había un misterio entre sus palabras. Una omisión. Era ahí donde navegaba el barco en realidad. En ese hueco.
Entendí que se consideraba un artista desconocido con alguna pieza importante. Estaba sin trabajo, pero su mente elaboraba proyectos monumentales. Su mente no descansaba nunca. Al escucharlo, creí en él. En su talento. Sus posibilidades. Creí de manera definitiva. Quizá fue por eso. Esa fe mía tan repentina. No lo sé, pero algo en sus palabras facilitó el gancho. Alberto se pescó de ese hilito para poseerme.
Esa misma tarde le hablé de mi hija. Lloraba un poco. A ratos. Ese tipo de humedad. Su mano oprimía mi brazo y bajaba hasta apretar la mía. Su mano suave. Esa mano tan pulcra que yo empezaba a desear. Cada vez que se alejaba, la deseaba. Casi con dolor. Le conté que en ese tiempo trabajaba en una agencia de publicidad. En un principio mis jefes se habían mostrado comprensivos, pero con el tiempo llegaron los problemas. Me vi forzada a renunciar. Trabajando de free lancer había caído en la desesperanza.
Pero mejor sigue contándome de ti, le dije de repente. Sus ojos habían perdido fuerza. Se movían con fragilidad. Esquivaban los míos y regresaban a las manos. Por eso me interrumpí, por el frotamiento de las palmas, ese mirarse las uñas al que retornó Alberto. Le dije: Natalia se está recuperando muy bien. Le dije: estamos saliendo a flote. Silencio. Dedos. Uñas. Cuatro ojos dirigidos al mismo punto. Un par de manos frotándose. Le dije: a ver, cuéntame algo.
Entonces me habló de algo que no había sucedido en realidad. O quizá sí. No estaba seguro. Después de algunos noviazgos con mujeres se había enamorado de un actor. El joven jamás se enteró de lo que Alberto sentía en realidad. Nunca volteó a verlo en realidad. Pensé en los detalles de aquel amor intenso. Platónico. Secreto. Imaginé una escena entre ellos: Alberto observa sus manos mientras habla con el actor. Cuatro ojos en el mismo punto. Un par de manos. Y los cuerpos. Los de ellos. El mío y el suyo en ese momento. En especial, el suyo. Tan abierto. Húmedo. Y los días de hospital junto a mi hija. Y el pequeño cuerpo de mi hija. Y el dolor. ¿Te das cuenta?

Dulce María González. Licenciada en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Fue Coordinadora del Centro de Escritores de Nuevo León (2003-2005), Vocal de Literatura del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León (1995-1997), becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León (1999), del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (1996) y del Centro de Escritores de Nuevo León (1988-1989). Ha sido maestra de literatura en la Escuela de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL y en el área de Humanidades de la Universidad de Monterrey. Actualmente es maestra de Apreciación de las Artes en la Facultad de Medicina de la UANL y titular de la columna Literespacio en la sección “Arte” del periódico El Norte. En febrero del 2002 recibió el Premio Nuevo León de Literatura por la novela “Mercedes Luminosa”, y en septiembre del 2003 el Premio a las Artes, reconocimiento que otorga la UANL a los artistas de Nuevo León por su trayectoria.Ha publicado: "Gestus" (crítica de teatro) en la Dirección de Publicaciones del Estado de Nuevo León, 1991. "Detrás de la máscara" (cuento) en Editorial Premiá, Universidad Autónoma de Puebla y Universidad Autónoma de Zacatecas, 1993. "Donde habiten los dioses" (prosas) en la Colección Abra-palabra, Alcaldía de Guadalupe, Nuevo León, 1994. "Crepúsculos de la ciudad" (crónica) en Libros de la Mancuspia, 1996. “Ojos de Santa” (poesía) Ed. Castillo, 1996. "Elogio del triángulo" (narraciones) en la Colección Los Cincuenta, coedición del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y la Universidad Autónoma de Nuevo León, 1998. “Mercedes luminosa” (novela) en la Dirección de Publicaciones del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, 2005. “Encuentro con Antonio” (novela), Colección Árido Reino, Dirección de Publicaciones del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, 2006. “Los suaves ángulos” (novela) Editorial Jus y UANL, 2009.