Este blog se actualiza quincenalmente

Escritoras para el Nuevo Milenio LVIII

Para siempre
Por: Johanna Lozoya

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te reconoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

Federico García Lorca, Alma ausente

El Chino Mandariega llegó corriendo y sudando de miedo su camiseta de algodón negra y amarilla.
- ¡Que se ha muerto, bien muerto! - exclamó apenas tomando aire.
Se detuvo en el pestillo de la puerta y echó una mirada desafiante a todos los que estábamos tomando una manzanilla al fondo de La Ruleta. Escupió un pedazo amalgamado de arena y saliva y se dirigió a Patricio Cumas.
- ¡Que te digo que se te ha muerto el santo, rusio mamón!
Patricio Cumas tenía entonces veinte años.
Era reconocido en el pueblo por la tremenda cabellera rubia que despeinaba al aire mientras caminaba rumbo a los terrenos de su abuelo sobre los que dormitaba el caserío de San Blas. Patricio tenía una navajita chiquita, de esas rojas suizas que se venden en la tabaquera de la esquina; le gustaba jugar con ella y limpiarse las uñas con la tijerita plegable. El paso del Chino Mandariega se acercó entre los tablones y las mesas de la tabernita. Patricio cerró de golpe la navaja.
Era torpe para caminar el Chino. Se decía que de niño un partido de baloncesto había acabado con su rodilla y su poca gracia. Chino, el espantapájaros, se arremolinó en el espacio y llegó mojado de sudor a la mesa donde estábamos los cuatro estudiantes de leyes y el libro de ética.
- Tu abuela pregunta por ti y hasta la Maruja me anda siguiendo con su par de ojos tristones para saber si piensas aparecer en la casa o no.
Patricio se espantó un mal augurio de la cara y nos miró cínicamente por debajo de las cejas. No pensaba moverse. No intentó siquiera tragar el último sorbo de manzanilla que había quedado en su garganta cuando oyó el primer grito del Chino. Patricio se había quedado como ahogado cuando sus ojos visitaron tierras muy lejanas donde su mano era más pequeña y colgaba de los dedos negros de tierra del abuelo Francisco. En el otro extremo del abuelo, jugaba yo.
Los tres subíamos la colina del Jesusito para llegar a la cima y ver al acotado y rústico pueblo de San Blas, que en ese entonces, se conformaba de seis casitas ribereñas con familias de inmigrantes. El aire en El Jesusito era perfumado por los manzanos. Un horizonte de esferas amarillentas, anaranjadas y rojizas poblaban la vista y en el piso, las hojas secas se arremolinaban en un fango crujiente. Al llegar a la punta, los tres gritamos de placer cuando apareció la pequeña laguna que coronaba a El Jesusito. Quizás era una vieja poza de los antiguos indios que por ahí habían habitos uno cien años antes. Nadie lo sabía. Pero en ella, Patricio y yo metíamos una lanchita de remos y nos dábamos vueltas enardecidos por oleajes imaginarios. A veces, en uno de los remos, poníamos un trozo del mantel que habíamos escondido entre las viandas e izábamos el estandarte sobre el agua, buscando con el alma el perfil de las tierras lejanas.
El abuelo se echaba a la orilla de la poza y enfilaba su mirada hacia las nubes. Sus ojos lagrimosos se entretenía abriendo y cerrándose como con un tic alérgico, para poder ver en gris y blanco las formas etéreas que se formaban a su alrededor. El aire era de manzana y la tierra se apropiaba de su sabor dulce y rasposo. La nostalgia invadía el lugar y Patricio y yo nos recostábamos entre los remos para ver el cielo y robarle al abuelo alguno de sus seres volátiles.
- ¿Has visto ese torero? - me preguntó un día Patricio. Monta el toro y está vestido con esos trajes dorados tan lindos todos llenos de estrellas y rayitos. Ahí va el gran torero marcando sus pasos sobre el lomo de la bestia. ¡Matador tan requete lleno de sol!

- Patricio. Te esperan en El Jesusito - insistió el Chino que se había sentado sin invitación alguna.
- ¡Vete al carajo, Chino! – escupió de repente Patricio.
Sus ojos lagrimeaban y tenía un puchero en las mejillas. Se había puesto rojo, todo rojo, y dejó caer la melena sobre su rostro.

En El Jesusito había un árbol especial para el abuelo. Un manzano anciano que tenía pocas ramas pero un tronco grueso. Cuando muera, nos había dicho una tarde de nubes, me entierran aquí viendo a la poza. A esta lagunita tan rellena de horizontes. Viendo a la poza, nunca a San Blas, nos había hecho jurar. Parecía que el abuelo había previsto su futuro en las nubes de aquella tarde.
Nadie sabe cómo fue que el abuelo perdió San Blas y todas las demás tierras, pero los rumores de los trabajadores apuntaban a un grupo cercano de amigos y su hijo Francisco.
Francisco, hijo de su matrimonio con la bella Matilde, había llegado de la ciudad en una tarde primaveral, de esas en el que el campo parece una mujer fresca y perfumada. Su Chevrolet se estacionó cubierto en una nube de tierra entre el asombro de la chiquillería que salida de los gallineros había corrido a saludarle.
- ¡ Es el Francisco!- le gritó al abuelo, Pía, su segunda mujer.
Francisco bajó del coche con un maletín y una carta en la mano. Caminó rápido a las escaleras del pórtico y con un esquivo ademán de saludo le dijo de frentón a la Pía: ¿Y, dónde está? Salió del pórtico con el maletín cuando se le apareció el abuelo vestido en su traje de domingo, midiendo dos metros de tela con su propia sombra y su paso lento.
Hasta ahí lo visto por todos.
El resto se transformó en leyenda y sólo la Pía parece saber lo ocurrido. Francisco se quedó en San Blas tres días y Patricio dice haberle visto sacando papeles del gran armario del estudio y pasarse las horas revisando los libros de contabilidad.
- Este ha andado lamiendo la poza – me dijo el Pato cuando le encontramos rondando por los terrenos con una camarita de fotos colgada al pecho.
El abuelo está en bancarrota, llegó la Pía a informarnos al quino día de la aparición de Francisco.

Patricio siempre remaba de frente en la pocita y yo lo hacía de espaldas. Es más fácil le argumentaba yo. Pero no ves lo que tienes delante, me contestaba riendo.
¿Has visto como se come el sol al toro? ¿Has visto alguna vez a un matador de toros, Patricio? Claro, me había dicho esa tarde de nubes, el abuelo es un torero y le volteamos a ver tirado en la orilla. Las carcajadas se nos escaparon del amor y ser reunieron con las sombras de los manzanos.
El abuelo nos mandó un beso con su larga mano.

- ¡Pato, joder! Que la Pía llora a mares y te manda llamar – susurró el Chino embebido por el silencio de la mesa.

Cuarenta años atrás la Pía había domado a una yegua salvaje en las pocas horas que le regaló una noche veraniega. De lejos había observado los recosos del animal sediento y abrumado por el aire caliente y se fue acercando poco a poco hasta que la tuvo bien cerca y le miró a los ojos. Esquiva, le dijo con la mirada. El animal no le contradijo. Subió galopando por El Jesusito con la Pía colgando de su crin, amarrada como el destino a las costillas del animal. Esa yegua era la cómplice de los escapes de la Pía cada domingo de fiesta en San Blas.
En esas fechas, se prendían en el corazón de San Blas cuatro grandes fogatas donde se ponían a asar unos cerdos inmensos criados entre los niños. Se reunían los hombres entorno al fuego, hechizados por los cantos del campo, el crepitar del viento, la presencia de los espíritus de los abuelos y de los abuelos de esos abuelos. Las faldas de las mujeres mecían a los niños y escondían a los perros hambrientos. El abuelo ser reunía con un grupo de amigos que tomaban manzanilla en la complicidad de sus cuentos picantes. Vayan niños, no molestar que estoy aquí con los amigos, solía decirnos cuando intentábamos integrarnos al grupo. El abuelo prendió muchas fogatas alrededor de los Tomases como se les conocía a los de las Rosas y San Cristobal.
Pero un día la bancarrota fue anunciada por la abuela Pía y su mensaje se suspendió en el horizonte del Jesusito y en las fogatas de San Blas.
Al abuelo le han robado las tierras y el dinero, me confió Patricio dos meses después de que el Chevrolet llenara de sospechas a la casa. Se hablaba del fraude de los Tomases y del Francisco en las tabernillas y en la pupila de los agricultores. Los peones se cruzaban en las calles y bajaban sus sombreros al saludarse. Le han robado al viejo, decían sus gestos, y su hijo lamió la poza.
Se cruzaban las sombras en los caminos y los juncos ribereños parecían reconocer el secreto de todas las traiciones.
- La traición, Chino, – dijo Patricio levantándose de la mesa- esa es la que mata y no la pobreza.
Caminamos rumbo al Jesusito mirando las puntas de nuestros zapatos y las piedras del camino. La mirada bien baja, bajísima, hundiéndose en las raíces de la tierra y de las sombras. La frente apesadumbrada. La frente del abuelo, nos había dicho Patricio cuando le encontró muerto en la colina, era como una granada abierta, destrozada por el rojo de sus semillas.
Pocas veces subíamos ya. La poza estaba bastante seca en la temporada y hacía años que el barquito había tomado forma de una balsa maltrecha. El abuelo ya no se recostaba en las orillas de los manzanares y las nubes se habían tornado misteriosas para nosotros. Eran vehículos de oxígeno e hidrógeno que permitían crecer los granso de Las Rosas y San Cristobal. Un día caminando cuesta arriba recordando el trote coqueto de la yegua de la abuela, encontré al abuelo abrazado al manzano viejo. Golpeaba en él su frente de manera rítmica como el tañido de una campana ronca y pesada. Su mirada se perdía y no parecía presentir que me acercaba a él. Su frente se hundía en las viejas astillas una y otra vez, y otra más.
No es desperación, me explicó entonces Patricio, es rabia. Es una rabia inmensa vestida de silencio.
La Pía nos había anunciado que se vendería el piano y la sinfonola de Alemania, la vajilla china de la bisabuela, los discos de Caruso del abuelo, los caballos y comenzaría la subasta de la casa enterea. El abuelo entonces bebía con fuerza y con ansia.
La Pía anunció que nos íbamos de San Blas y que se podría vivir rentando las habitaciones de la casa de la ciudad. El abuelo bebía con fuerza y con ansia. Patricio en ese entonces se volvió silencioso y miraba con furia. Ahora, sin embargo, subíamos por la colina del Jesusito para alcanzar al cortejo.
- Patricio ¿en verdad has visto un torero?
Me miró con desprecio y escupió un trozo de tabaco. Subimos y se oía a lo lejos el murmullo de las oraciones.
Patricio, le había dicho una vez el abuelo, cuando embiste un toro el matador saca el pecho y lo pone al descubierto para que la bestia no tenga recelo. El torero embiste a su manera. Se enciende en coraje ¿entiendes?, con alma noble, con gentileza viril. Le pone el pecho de frente, Pato, y desvía la espada.
El abuelo nos manda besos con la mano.
El abuelo se va disminuyendo entre las nubes y Patricio se encaja con rabia en la tierra de El Jesusito. Viejo de mierda, le oigo decir entre dientes. Viejo de mierda, si te hubieras defendido. ¡Pecho de frente, viejo de mierda!
Patricio va subiendo la loma del Jesusito con un mar de llanto en los ojos.

La Pía llora con las manos en la cara y sus hijas han comenzado a recordar al padre. Las nubes del abuelo se tiñen de púrpura frente a los ojos de las mujeres. Se oyen los primeros cantos de amor y desventura. La Pía rasga un poco de nube y se la guarda por siempre en el corpiño.
Te desdibujo, te construyo y te elimino…te desdibujo y te pierdo. La Maruja canta con los ojos cerrados.
Se le rompió el corazón, la pena le rompió el corazón.
¡No!, interrumpió en seco Patricio, ¡fue la rabia!
El viejo manzano tiene el corazón de tierra abierto para abrazar ese cuerpo en el centro del mundo, entre las raíces y las nubes. El abuelo ve sin ojos a San Blas. Un sudor frío le recorre a Patricio.
- ¡Al abuelo me lo entierran de espaldas a San Blas! – ordena con un grito animal. ¡Con la espalda a San Blas y con el pecho bien puesto hacia la poza!
- ¿Para siempre? – le preguntan.
-¡Para siempre!

Johanna Lozoya (Moscú, 1965)
Doctora en Arquitectura, es historiadora cultural de la arquitectura, ensayista y narradora. Entre sus publicaciones destacan los libros Ciudades sitiadas. Cien años a través de una metáfora arquitectónica (Tusquets, 2010), Las manos indígenas de la raza española. El mestizaje como argumento arquitectónico (Conaculta, 2010) y Arquitectura escrita: ensayos sobre doscientos años de historiografía mexicana de la arquitectura (INAH-CONACULTA, 2009, en colaboración con Tomás Pérez Vejo. En el ámbito de la ficción ha publicado los cuentos Para siempre (6a mención en Premio Bianqui Editores, Montevideo, 2001) y La línea del horizonte ( Jamais, Sevilla, 2003) . Su próxima publicación es la novela Cartas de Adén.