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Escritoras para el Nuevo Milenio III

Brujería
Por: Judith Castañeda Suarí
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–¡Parece que Dios lo nombró tu rey!
Mamá avienta la puerta para que mis palabras no vayan detrás de ella y se le cuelguen de la espalda. Tanto el grito como el portazo delatarían su presencia en el estudio; pero a diferencia de las pequeñas huellas en hilera del suéter, acusación segura, los golpes a la puerta, las afirmaciones en voz alta, sin sentido, podrían formar parte del cuadro de posesión que diagnosticó el padre director antes de expulsarme. Ha elegido bien, aunque sólo en mi imaginación. Camina con silencios, apoyando apenas los pies, como si pudiera infligir punzadas o quemaduras a la alfombra. Vuelvo a la venda en mi mano, a nuevas gotas rojas en la tela retorcida, con el nudo a punto de deshacerse gracias a la prisa de mamá, a su nula destreza en actividades diferentes a la de ordenar el menú a la cocinera, a sentarse en la sala, escuchar y asentir. Nunca le permitirían trabajar con el médico del internado. Sonrío, aprieto los dedos, una nueva mancha aparece, la otra se hace más grande.
Me acomodo la camisa. El puño, sangre a punto de abandonar el rojo. Comienzo a leer el siguiente capítulo. Cierro el libro, no puedo entender ni el corto párrafo inicial. Papá ordenó que me dejaran solo, sin cenar, hasta mañana. Piensa en tu comportamiento, dijo y salió. La puerta entornada. Nadie se atrevería a entrar, su voz ronca es llave suficiente.
Y entonces mamá lo hizo. Primero un pie, luego el otro. La cabeza vuelta hacia el pasillo, hacia la música de órgano en la sala de visitas. Luego la vi entera. Pantuflas, el cabello alrededor de la frente desordenado, las piernas, trozos de resequedad prolongando la falda. Nunca me pareció tan pequeña, podría ser mi hermana mayor, tal vez la hermana del ama de llaves. De momento la imaginé perdida entre las sábanas, deslizándose hacia fuera mientras su hombre desahoga el semen nocturno en las manos porque no logra encontrarla.
“Dime que tu padre está exagerando y volverás a la escuela, que no hiciste nada”, sus labios murmurando plegarias para el monigote de los brazos extendidos, el de la cabecera y la capilla, mientras desenrollaba una venda limpia, recién sacada de la envoltura. Cerré la mano en un puño al sentir el algodón empapado de alcohol. Volvió a abrirla. Cubrió la herida de la palma, y después ella misma devolvió mi mano a su condición de capullo.
Entonces se escucharon voces afuera, cada vez más cercanas. Agudas. De pronto el corazón de mamá era el de un venado, lo sentí galopar en sus muñecas. La cocinera, el ama de llaves, el horario de la sopa de mañana y el café del anochecer. Detrás de ellas, abriéndose paso, frases roncas, graves, urgían silencio.
El venado cubrió el cuerpo de mamá. Fue cuando le grité. Tan sonoro como un murmullo, tal vez un poco más; pero sacudió paredes y retratos. Lo sé porque ella me escuchó. Una casi sonrisa, un parpadeo. Hice el ademán de arrancar su venda y tirarla. Se quedó en intención. La imaginé llorando; le ofrecí disculpas: medio paso, la mano derecha sobre la izquierda. Y se unió a las voces de la escalera, a los planes de la comida. La voz ronca volvió a su rincón, en la planta baja; yo, al libro de la semana pasada, oculto debajo de la cama, ahora sin poder fugarme de la isla.

La primera vez no fue por castigo sino por curiosidad. Siempre pensé que la habitación más próxima a la escalera hacía juego con el traje gris a rayas de papá, con sus corbatas vino y negras. Me equivoqué a medias. En vez de una celda como las del internado, entré a un lugar de cortinas gruesas y libreros llenos hasta el techo. La alfombra ocultó mis pasos; la luz apagada, mi sombra. También lo haría con la de papá. Toqué la esquina de uno de los libreros, una huella de sudor se pegó a la madera pulida, supongo, hasta el grado de espejo. Retrocedí. El corazón se me fue a las sienes. Papá notaría mi rastro ya seco. Lo último fueron los lomos rojizos y jaspe a juego con la alfombra y la cortina. Fui a mi recámara, papá estaba a punto de regresar. Esa noche soñé embrujos sacados de una enciclopedia con el tamaño suficiente para partirme la cabeza.
La segunda, el fin de semana antes de vacaciones. No sé si papá le preguntó al ama de llaves, si lo supo con olisquear entre los libros, si se sirvió de los ojos que cuelgan en cada rincón. Debiste pedirme permiso, dijo y salió del estudio. Desde afuera, las órdenes con respuesta muda –un asentimiento, un parpadeo; quienes trabajan aquí se convierten en seres sin boca ni cuerdas vocales– dieron a la habitación, al fin, apariencia de lugar para cumplir castigos: los libros más oscuros y polvosos, las cortinas más gruesas, incluso rígidas, como barrotes cubriendo el ventanal. El colegio en casa, ni siquiera pude sonreír.
Dormí a medias, en el sillón. La noche estaba terminando al encender la lámpara del escritorio. La luz no fue muy lejos: la esquina, una de las patas del mueble, colocó sombras en el cajón cerrado con llave. Tampoco alcanzó para borrar la pesadilla de los libros enormes. Me levanté, la lámpara en la mano, como un lazarillo. Durante los fines de semana papá no sale de su recámara hasta tarde; quizá no se daría cuenta que dormí fuera del estudio. Tropecé con algo antes de llegar a la puerta. Dejé a un lado la lámpara y me senté en la alfombra.
Un volumen grueso, lomo negro y tapas forradas con tela roja. Lo abrí: Enciclopedia de Jurisprudencia, Filosofía y Literatura. Empecé a hojearlo. La ilustración blanco y negro, donde un escriba humedece la pluma en el tintero, hojas con grecas en la parte superior de la página, nombres o fechas en letra chiquita. Nada hasta llegar a una frase puesta como por olvido: Mala sangre. Imaginé fotografías donde hombres y perros yacían en camastros cercanos, unidos por una manguera, bajo la vigilancia de ancianos con delantal blanco. No pude leer. Cerré el libro.
Papá me encontró con los ojos abiertos y las piernas sobre el brazo del sillón. Es hora del desayuno, dijo desde la puerta. Lo detuve; apenas un roce, la tela rasposa del saco. “Me dieron curiosidad las enciclopedias”. No sé si escuchó; cuando levante la mirada encontré la suya –¡era gris, como los libros!–, una ligera sonrisa. Casi nunca lo veo de frente, esa mañana me sorprendió lo poco que debí alzar la cara; antes lo creía un gigante.
Luego del jugo de naranja, del cereal pastoso nadando en leche sabor plátanos y azúcar, regresamos al estudio. Léelo aquí cuantas veces quieras. Junto con sus palabras, un libro con el uno grabado en el lomo desplazó el aire sobre el escritorio. En cuanto lo abrí papá me dejó a solas. Introducción al estudio del derecho. El eterno negocio, el apellido de la familia, pensé antes de cerrarlo de nuevo y aspirar como si no tuviera más aire. Arcadas de náuseas, me hubiera gustado aliviarlas ahí mismo, estampar esa alfombra aspirada a diario y tejida a mano en Egipto. No importaba si era derecho penal, canónico, civil o mercantil, tampoco si llegaría un examen nocturno para comprobar la correcta asimilación de la lectura; me acerqué al librero y localicé el lomo negro, la tela roja de las tapas, las palabras mala sangre. Pasé la página. Detrás esperarían lobos en torno a una olla de líquido negro, tal vez un jorobado de una sola pierna, hombres de piel oscura devorándose unos a otros. Leí el texto hasta el final, sin detenerme, sin comprender. Arranqué la hoja –papá no la extrañaría–. Por la noche dormité: el libro de mi pesadilla había duplicado su tamaño, voces repetían el título: “mala sangre, mala sangre” como si acabaran de memorizarlo para vestirse de seres hablantes, apareció el rostro de papá. Y amanecí con la punta de la sábana apretada entre las piernas.

Rescaté la última libreta de la secundaria. Arranqué la etiqueta con mi nombre, el forro azul y blanco, las páginas con sumas, divisiones y garabatos en rojo. Quedó a medias, más cartón, espiral y restos de papel que hojas. Serviría; letra pequeña, pocas líneas. Pegué la página del libro de papá con cinta adhesiva y doblé los bordes. El texto desapareció al cerrar la libreta. Sólo yo, sólo mis ojos; nadie la sabría entre un montón de hojas a cuadros, bajo la almohada, en un dormitorio del ala de estudiantes.
Releí en el baño varias noches, durante una mañana mientras me fingía enfermo, una tarde, cuando la fiebre llegó sin necesidad de actuaciones. Sobrevolé palabras y frases: Europa, familia como la mía, hijo de familia, rebeldía, saquear. Dudas, apenas una leve sospecha: la mala sangre del texto es como la mía. Adiviné la piel blanca, muy probable compañera de los ojos azules; también los muebles de terciopelo y caoba, el comedor para catorce personas, los óleos con años de añejamiento y generaciones del mismo y distinguido nombre, ante el que los demás inclinan la cabeza. ¿Tal era la mala sangre?, ¿no la del pordiosero de mano extendida y cama de cartón, la de la mujer que se asoma hasta los pechos por la ventanilla de los autos y luego invita a los hombres a su covacha, la de quienes se ganan un camastro en la prisión?
Hablaba también de los antepasados. De cómo se extendían hasta la época de los cambios de sitio al agotarse la caza. Entonces imaginé la fila de hombres con mi apellido, era tan larga como la suya, sus rostros se asomaban al muro de una casa sin techo visible, así de alta, y oscura como un hocico. Escribí en la libreta de la secundaria: “No tengo tu piel blanca ni los ojos azules. Quiero la fórmula para virar mi sangre, hacerla de lodo, de orina, de serpiente. ¿Son las palabras? ¿El Padrenuestro pronunciado a gritos desde el final?” Solté el lápiz, empecé a borrar esas cinco líneas cortadas antes de tocar el final del renglón. No tengo t… Quiero, hacerla de, El Padre. Un cuerpo trunco, entero sin embargo; completo en los trazos hundidos y casi invisibles, en las huellas de una goma gastadísima.
El domingo siguiente no lo pasé en casa. Fue el día mensual de la caridad, de colmar las manos de los mendigos con más que “lo que sea su voluntad”. Estábamos obligados a escuchar misa, no en la capilla de la escuela sino en una iglesia. Cualquiera, cercana. El Señor se regocija, decía el padre director. Antes, de boca de mamá, lo creía; llegué a ver una sonrisa en la cruz, menos sangre, un leve asentimiento de la corona de espinas. Pero en voz del anciano sonaban a ensayo de alguna obra escolar. La afirmación viró la sonrisa, le añadió carmín, la torció hacia la izquierda del rostro. Pensé una nueva frase: El Señor se burla, ni así tendrán la llave del Paraíso. Por la noche la escribiría.
De ese fin de semana sólo recuerdo la mano de un limosnero hecho como de ceniza, la mía en el bolsillo, buscando la moneda con menos valor, la parte del sermón que se refería al padre director –“Una dedicada labor dentro de la Santa Madre Iglesia, generaciones de estudiantes agradecidos con el hombre, con la roca en la que se apoya la rectitud de su vida– y un cigarro a medias oculto debajo de la almohada, separando las páginas de la libreta.
Un hombre calvo fumaba junto al limosnero. Las piernas una delante de la otra, la mirada hacia el altar mayor. Antes de entrar a misa vi cómo soltaba humo. No sé si escuchó las plegarias, los cantos agudos, el roce contra los reclinatorios al arrodillarnos y levantarnos. Te cambio la colilla por la moneda, me dijo. No esperó respuesta; tomó la limosna, apagó el cigarro en la pared y lo puso en mi mano. La vista hacia atrás, el sacerdote y algunos monaguillos se inclinaban ante el padre director. Suspiré, nadie se dio cuenta del pequeño cilindro blanco entrando en mi bolsillo. Pensé en papá, en las ancianas de labios rosas que añaden peso al nombre del licenciado, del bufete. También deben ser muchos los retratos en la oficina del viejo; el hombre calvo y el limosnero voltearon como si esa frase les hubiera caído en las manos.

La libreta se quedó esperando más palabras mientras yo leía el libro que papá me puso delante la primera vez. Sólo a medias, por si preguntaba acerca del contenido. También arranqué nuevas páginas al volumen de literatura. El hombre con mala sangre tomaría una piel morena; luego me encontré con otro más, preso veinte años por robar comida, con un policía cincelado en la roca, varios escapes y cambios de apellido. Aun así el impulso de escribir no regresaba.
Lo hizo luego de un accidente. Domingo, temprano, de regreso al internado, el semáforo de amarillo a rojo, el chofer pisó el freno aun teniendo la luz en verde, el auto de la esquina arrolló a un gato y se alejó. A lo mejor su claxon está conectado al acelerador, se me ocurrió mientras volteaba a ver al animal. El pelaje amarillo y blanco desparramado junto a un árbol, el hocico abierto, un hilo rojo sobre la acera.
Dije “sí” a una pregunta del chofer y pensé en el peluquín del padre director. Se parecía al gato muerto. Y el lunes, en la última hoja del cuaderno de historia bíblica, puse palabras acerca de los días quitándole los dientes al viejo. La letra pequeña y junta para que nadie entendiera, los trazos gruesos. Transcribí el texto en la noche, debajo de una carpa levantada con sábanas y una linterna pequeña. La libreta de la secundaria fue el director, fue papá. Le hablé enterrando el bolígrafo, me olvidé del “usted”, del “señor” y de la letra entendible: “El caucho te aplasta, viejo, el tiempo te va royendo, abre tu piel y yo me limpio los zapatos sobre tus heridas. Sin la piedra no queda nada, no hay tumba ni nombre ni cuadros de familia. La tierra se bebe tu orina, el pino se nutre con tus tripas”. De nuevo, el bolígrafo lejos, la tentación de la goma, la realidad de la tinta. Esta vez no podría mutilar ni un trazo. Enterré la libreta bajo la almohada y me apreté contra la tela blanca, confiando que los ojos de papá no estuvieran en el techo.
El gato saltó a los cuadernos nuevos. Pelaje amarillento detrás de las orejas y la cabeza negra, sin bigotes, la sangre rodeando un cuerpo robusto y en las grietas de la acera, con forma de cruz y de un perfil grueso y narigón –el anillo del padre director–, aparecieron dibujados en las últimas páginas. Los maestros me pedían evitar distracciones, y más en época de examen, observaban mis trazos con una ligera sonrisa, reacción ante el principiante que busca representar animales por medio de ochos con orejas, cola y bigotes. En clase, dividí tinta y tiempo entre la historia de Adán y una biografía del gato muerto, un merodeador de callejones, víctima de una venganza por comerse la mascota del anciano más longevo de la ciudad: un ave esmeralda y rojo, con tres veces más cola que cuerpo. La transcribí de vuelta en el dormitorio, la colilla del hombre de la iglesia entre el dedo índice y el medio. Tuve ganas de formar un vigilante con la ceniza. No, sólo pude escribirlo.

Pensé que la sonrisa era de complicidad. Me descubrieron en el baño, reposando un malestar de estómago frente al espejo. Náuseas, fiebre. El médico me dio un justificante y dos pastillas rosas. Una en ese momento, la otra por la tarde. Estaría mejor, la vista en el termómetro.
Abandoné las sábanas y fui descalzo hasta el baño, el trozo de cigarro en el bolsillo. El suelo dolía, no me importó. Vi el espejo, el rostro del poeta, la piel sombría de cuando terminó su viaje. Colgué la colilla entre mis labios y puse voz a la receta para crear un hombre de ceniza recién escrita: “Verterla en los huesos viejos de un gato atropellado y amarillo, retener el humo hasta terminar y entonces soltarlo, procurando que no se disperse o la longevidad del hombre será de treinta y tres años y ciento tres días. Esta creación será capaz de caminar enseguida, a las siete horas repetirá las palabras de los Evangelios, empezando por el Apocalipsis, y podrá dirigir la educación en la Casa de los Catecúmenos. Su alma cubrirá cada rincón del cuerpo de los estudiantes y de tener dudas, podrá acudir a su dios, quien con un báculo de tabaco le indicará dónde apoyar el siguiente paso o la vuelta del sendero que lleva a un abismo”.
Recité en voz alta, las palabras obedecían el movimiento de la colilla, batuta para una orquesta de vaho y reflejos blancos y metálicos. Los ojos cerrados, confié en la clase de historia, en las costumbres de la maestra –no permitir a nadie salida alguna durante las dos horas.
“Papá nunca ha fumado, y tampoco me lo permitiría”. Abrí los ojos, me encontré con el hijo del prefecto. Siempre se sienta en la primera banca, junto a la puerta. Da la mitad de su atención al pasillo, a quienes corren cuando la campana acaba de sonar. Y sonrió; no como virgen de pedestal, pero tampoco me recordó grabados en los que varios hombres arrancan la piel de otros con los dientes. Se acercó a los mingitorios, luego salió mirando sus pasos.
Esperé más de una semana. No hubo tardes completas en el confesionario, tampoco visitas a la prefectura, a la dirección. En cambio, gracias a una frase escrita, imaginé al último de una estirpe de prefectos, a un inconforme de los apellidos, como yo: ¿A poco no parece que trae un gato en la cabeza? Risas disimuladas y el padre director anunciando la misa de fieles difuntos. La visión de una sombra amarilla saltando hacia el jardín me interrumpió durante el resto del día, entregué los exámenes sin responder.
El presentimiento de una acusación fue a tejer telarañas en rincones apartados; aun así siguió latiendo: devolvió el gato a su cuerpo muerto en la esquina y quitó dimensiones humanas a la ceniza. También se llevó mi libreta.
Y no es que no la encontrara, no pude siquiera acercarme y levantar la almohada. La creí bajo mi cabeza hasta verla en poder del padre director. Es de la secundaria. No sé si lo dije en voz alta, pensaba en las primeras páginas, a cuadros, en las firmas de la clase en torno a un “Te vamos a extrañar” escrito con plumón, mayúsculas y una falta de ortografía. Me cambiaron de escuela, fui el único, creo. La despedida estuvo a punto de ir a la basura junto con las tareas para vacaciones resueltas. Al final me arrepentí, era mejor comprobar que no siempre había sido este internado.
Una secretaria interrumpió la clase, dijo que me llamaban de la oficina del director. Caminé delante de una sombra de miradas, estoy seguro. La habitación sin retratos, sólo un crucifijo con una corona de espinas en el cruce de los maderos –“del siglo XVI, original de la península”–, una mesa larga, un escritorio. El prefecto y el padre director miraban desde detrás de los sillones, las manos en el altísimo respaldo. Mi libreta en mitad de la mesa, era la víctima de un ritual donde dos arpías se disputarían sus miembros.
Habló el viejo mientras el gato de su cabeza estiraba las patas: “Lo del cigarro decidí pasarlo por alto en consideración a su familia; las rutas de la curiosidad a veces desembocan en acciones incorrectas, propias de los jóvenes. Confié en que no volvería a repetirse, pero lo de esta libreta me parece intolerable. Los escritos parecen conjuros de hechicería. Hablé con su padre, estamos preocupados”. El dedo de crímenes anteriores, como llegar tarde al Rosario de la Dolorosa o burlarse de los profesores.
No quise verlo. Pensé en esas tres o cuatro generaciones de nalgas ocupadoras de un pupitre reservado para alguien con mi nombre. Metí la mano en el bolsillo. Un bolígrafo. De pronto la habitación blanca se llenó de líneas azules. Una roja nació de suelo a techo, cerca de la puerta. Para llenar esa página necesitaba un bolígrafo con mi estatura. Y escribí, tinta de voz. Me extraña no ver un potro, dije, ¿o llegué antes? No creo haberme equivocado, se presta servicio al señor en su castillo, te espera, ¿por qué no vas? Ya sé, le diste a tu hija para evitar la guadaña en tierras ajenas. Pero él tiene esposa, una campesina no llenará su cama.
Su padre viene en camino, interrumpió, no tarda. Fue un punto y aparte. Ah, claro, el notario. Saqué el bolígrafo, tenía la punta gruesa. Sin él no puede haber ejecución. El acto mismo fuera del papel no existe. El viejo ordenó al prefecto llevar mi expediente. Nunca se comportó así antes, murmuró, está poseído. La cabeza de un lado a otro, negando. No es cierto, lo que pasa es que acabo de nacer, soy otro, dije, reí. Dibujé líneas circulares en la palma de mi mano izquierda, algunas rectas, otras puntiagudas. Un corazón de contorno negro creció. Llamas y una cruz en lo alto. Es mejor un exorcismo, los autos de fe pasaron de moda hace siglos. Ordéname salir de inmediato de este cuerpo, no conocerlo.
Me acerqué al escritorio. Él permaneció detrás de su sillón. Un libro enorme, tapas de piel negra. Había visto brillar la punta. La toqué. Un cortapapeles. Imaginé al anciano inclinado ante sobres de la arquidiócesis, abriéndolos casi con una disculpa, como si se tratara del obispo de Roma hecho papel. Mira, parece crucifijo. Podríamos consagrarlo, pero hace falta el líquido de los dioses. Levanté el cortapapeles, besé la hoja. Brujería, dices, y no tienes permiso firmado para exorcizar. El demonio se quedará aquí, a menos que lo expulsemos. Lo haré solo, pues no quieres caer en pecado. Pasé la punta por el contorno de mis dedos, tracé un corazón transparente sobre el de tinta. La cruz, las llamas. No hay corona de espinas, así el exorcismo no tendrá efecto, porque se le exige al Maligno alejarse en nombre de un dibujo, del bolígrafo. Se burlará mientras siembra los rosales de una casa permanente.
La mala sangre. En mi familia sólo hubo licenciados. Ellos me la heredaron. Es tinta y yo quiero una serpiente. Las palabras y la libreta la limpiarían. Pero antes necesitaba matar al pariente de mi padre, de mi abuelo. Ocupar otra silla, de ser posible otro colegio, otro cuerpo. Oprimí hasta lograr una línea roja atravesando el corazón de la mano. Una sombra en la puerta. El doble del cortapapeles. Quise que fuera el prefecto con mi expediente, con un formulario de expulsión listo para firmarse, quizá; no papá. Esa daga se hizo grande mientras la sangre vieja goteaba sobre el piso como si se tratara de un jardín.


Judith Castañeda (Puebla, 1975) Alumna del fallecido escritor Alejandro Meneses, la escritora Beatriz Meyer y el escritor cubano José Prats Sariol. Ganadora de los premios Salvador Gallardo Dávalos, Alejandro Meneses y María Luisa Puga, este último con el Aire negro (UACM, México, 2008), su tercer libro de narrativa.