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Escritoras para el Nuevo Milenio IV

Paronychia Capela

Por: Angelvs Gutiérrez
No cabe duda que la belleza de los bosques es tan fatídica como sublime. Los bosques han presenciado los desenlaces amorosos más trágicos. ¿O es mentira que los sauces transpiraban las lágrimas que Orfeo derramaba sin piedad sobre la tierra al son de las melodías amargas que le recordaban a la extraviada Eurídice? El bosque entero se detenía para escuchar los lamentos melancólicos que emanaban de su instrumento, el río interrumpía su cauce y las aguas se convertían de un momento a otro en las lágrimas de todos los amantes desgraciados.
¿No fue en un bosque donde Apolo, derramando amor por la boca como un perro rabioso, vio petrificarse la figura de su amada y en un instante halló un cuerpo cubierto de corteza y hojas de laurel? ¿Y dónde se tendía Briseida para observar diariamente el paso del áureo Helios? Su traición aún se puede observar en los Heliotropos cuya existencia está sujeta a la trayectoria del sol sobre el firmamento.
Decididamente, los bosques no son lugares destinados para el amor, la atmósfera que los caracteriza está llena de dolor histórico, sin contar que allí se encuentran criaturas desconocidas que han sido la perdición de muchos hombres ignorantes que se han adentrado hasta los confines de lugares enigmáticos donde el ser humano no tiene permitida la entrada por su naturaleza destructora y violenta. Existe una de estas criaturas que, en su pequeñez e insignificancia, es menospreciado por los ojos que rara vez han llegado a contemplarlo. Siempre revoloteando por los aires con su cuerpo pequeño y regordete en busca de corazones puros que aún no conocen las desdichas del amor. Se divierte ennegreciendo la existencia de los jóvenes que viven libres sin preocuparse de los desprecios del ser amado, contamina con sus dardos ponzoñosos al alma inocente introduciendo pensamientos oscuros de celos y rencores infundados. Eros es culpable de la muerte de los jóvenes suicidas que buscan poner fin a su existencia por la ausencia del amado. Es culpable de los innumerables homicidios que se han cometido en nombre del amor, de los actos de venganza y los resentimientos almacenados, de la envidia y la soberbia. Eros en su inocencia no se ha dado cuenta que es el dios del odio. Sin embargo, nuestra existencia sería vacía sin su presencia. El hombre pide a gritos los venenos de Eros para hallar en ellos una razón de vivir, porque aunque nadie haya que en su demencia admita que la vida terrena es más disfrutable con penas y ardores en el alma cuando sé es amado, que con paz y armonía en el ambiente porque nadie voltea a ver al otro con deseo, el hombre demuestra lo contrario al revelar sus más íntimos anhelos que siempre se encuentran bajo la sombra del amor.
Sucedió pues, que Eros en su infinito ocio y, meditando acerca de todas las fechorías que en su vida había realizado, decidió hacer un experimento con el primer mortal que se le cruzara en el camino. Pensaba que siempre que lanzaba sus mortíferos dardos a un corazón anónimo era porque ya tenía un destino, Eros jugaba con los amantes incluso antes de que lo fueran, un inocente que se convertía en blanco de sus burlas ya tenía una pareja destinada antes de sentir el impulso irrefrenable de amar. Así que por primera vez, Eros, el inocente tejedor de intrigas decidió hacer del amor, un juego secreto para sí. Todo lo que para dos jóvenes se convertiría en amargura y dolor, sería para él una adivinanza, un sobre en blanco sin remitente ni destinatario con una única palabra escrita: “Destino”.
Todo un mes transcurrió planeando de qué forma podría llevar a cabo su plan, trataba de pensar cómo haría uso de sus dardos de forma que ni él mismo supiera sobre quien podría recaer su maldición amorosa. ¡Tanto le costaba a esta infantil criatura estructurar sus actos! Toda su existencia estaba basada en impulsos, todas sus ideas le llegaban a la mente como sus flechas a los inocentes corazones. Lo que otro hubiera pensado y hecho en menos de medio día, a él le había tomado todo un mes. No en vano se dice que los amantes son irreflexivos e infantiles. Así pasó un mes, observando, reflexionando y aprendiendo de los innumerables desastres que causaba con sus experimentos.
A la mañana del día siguiente todo era apacible en el bosque, el sol se encontraba en lo más alto del cielo y reflejaba su luz en el rocío de los pétalos de las flores que recordaba a pequeños diamantes incrustados en topacios, rubíes y amatistas. Las copas de los árboles acudían a un baile muy concurrido por cedros, robles, arces y abetos que se movían al son del trino de las aves donde de cuando en cuando se dejaba oír un leve murmullo proveniente de los chismorreos de las urracas. El viento se colaba por entre las delicadas faldas de los nenúfares encarnados y los narcisos dorados. Un riachuelo pasaba por ahí y armonizaba los sonidos del bosque con los chapoteos que causaban los peces y las ranas brincando de loto en loto. Las patas de los ciervos se hundían bajo la tierra húmeda que olía a vida y todo en su conjunto formaba un divino paisaje que Renoir habría matado por ver.
Un muchacho que había ido en busca del río para beber un poco de agua se encontró de pronto en un claro del bosque que no conocía. Se trataba de un muchacho delgado y no muy bien parecido. Tenía la piel tostada a causa de sus largos paseos bajo el sol, la cara alargada resaltaba unos ojos almendrados de color miel y la barbilla dejaba escapar unos pelillos dorados que daban la bienvenida a la pubertad. El viento le revolvía el cabello negro azabache que pendía de su cabeza en desorden, las huellas que dejaba tras de sí revelaban su estatura alta y su cuerpo ligero aunque no desarrollado por completo.
Los ojos dorados miraban el claro con curiosidad al tiempo que su boca infantil dejaba escapar una risita pícara llena de insolencia. Sabía que esa parte del bosque le era completamente desconocida y no recordaba que en el pasado su padre le contara acerca de ella, así que decidió caminar sin rumbo fijo y llegar a donde lo llevaran sus pies sin pedirle autorización. Mientras caminaba, descubrió con todo el placer que era capaz de sentir, que el aire en esa parte del bosque era más limpio, la vegetación más verde y abundante, la tierra era más fina y fresca, no había hojas podridas sobre el suelo ni se escuchaba ave alguna. El silencio era ensordecedor y sin embargo, tranquilo.
Siguió caminando hasta que llegó a un campo donde florecían sanguinarias por doquier. El muchacho, que no conocía este tipo de flores, quedó maravillado por la blancura de sus pétalos. Parecíale que sobre la hierba se había extendido una estera de nieve fresca. El ambiente estaba lleno de un olor muy peculiar, no era un aroma que recordara la savia de los árboles o la clorofila de las hojas, era un olor muy parecido al sudor dulce que desprenden las niñas pequeñas al correr, el muchacho percibió el aroma y una sensación de sopor invadió su mente, al caminar sintió un fuerte pinchazo en el pie derecho y un calor inquietante le recorrió el cuerpo hasta hacerle sudar y perder el equilibrio, comenzó a sentirse ansioso y los latidos de su corazón aumentaron hasta adquirir una frecuencia casi demencial. De pronto, por un instinto surgido del rincón más oscuro de su voluntad, levantó la mano y con un grácil movimiento de sus dedos delgados acarició los pétalos suaves de una de las flores, la rodeó con su mano y casi sin notarlo, se la arrebató a la tierra; un líquido espeso de color rojizo-anaranjado se esparció por el suelo y un olor metálico invadió el espacio en el que se encontraba.
Al tocar el extraño líquido, el muchacho se encontró invadido por una somnolencia que le robaba la mitad de su conciencia y en este estado presenció como la flor que yacía en el suelo comenzaba a tomar formas extrañas entre las que se podía distinguir un par de piernas que se disponían a huir. Su mano aferró con fuerza lo que parecía un brazo, llevó al suelo al ente extraño y ahí fue imposible frenar el deseo de explorarlo.
Sus manos descubrieron dos corolas que se abrieron al contacto con la piel morena del muchacho, en medio de su ensoñación creía percibir movimientos que intentaban desasirse de su cuerpo anhelante pero él tomó las corolas entre sus labios y al no controlar su deseo violento, rasgó los delicados pétalos entre sus dientes. Acarició unos sépalos blancos tan finos como las ramas de los arbustos pero suaves como el terciopelo. Descendió por el grácil cáliz y su cuerpo se aferró con fuerza al tallo curvo que le hizo experimentar un calor tan intenso que hasta ahora no había conocido. Sus labios recreaban los movimientos delirantes del viento y de su boca asomaba una lengua que ascendía y descendía sin cesar hasta que se topó con un bultito de delgadísimos pistilos que humeaba como el pan caliente que invita a ser probado. Sintió como todo su ser se introducía dentro de la extraña entidad y un hormigueo enloquecedor lo obligó a moverse de una forma tan excelsa que su vaivén concordaba con el de las flores que presenciaban el extraño acontecimiento mientras se derramaba la savia del amor.
En lo alto, Eros reía complacido mirando por lo bajo de una nube una alfombra de níveas flores donde lo único que rompía la blanca armonía era una flor marchita aislada de sus hermanas y, a su lado, un hombre moreno con arañazos en el cuerpo y los ojos en blanco.


Angelvs Gutérrez nació en la Ciudad de México de 1987 y cursa actualmente la licenciatura en Letras Iberoamericanas en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Con este relato obtuvo el primer lugar, entre 270 participantes y 15 finalistas del certamen de relato erótico ¿Hasta donde llegarías por una pasión?, convocado en el 2008 por el Museo Soumaya.