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Escritoras para el Nuevo Milenio V

Sobre una banca cubierta de nieve

Por: Liliana Blum

Parece ser que Katharina, al recibir la noticia de la muerte de su madre, no se desmayó precisamente. Casi parecía sentirse aliviada.

El honor perdido de Katharina Blum
Heinrich Böll

La mejor información se obtiene de las madres, incluidas las enfermas.

El honor perdido de Katharina Blum
Heinrich Böll




"Eres una nerd. No te gustan las vacaciones porque no puedes vivir sin estudiar. Nerrrrd", dice Lorna, su jefa, salpicando un poco a Helen con saliva.
Como muchos jefes, está convencida de que todo lo que dice es inteligente o gracioso. Tiene la incapacidad de reconocer una risa fingida de una auténtica. Pero Helen no es del tipo de empleados que intentan reírse. Sólo guarda silencio, se pone su abrigo y sale de Watson's Library por una de las puertas laterales.
Helen busca una banca donde pueda fumar y beber café sin que la atropelle el río de estudiantes en tránsito. La banca tiene una ligera capa de nieve, así que Helen se limita a poner allí la taza térmica y a subir una pierna, como un flamingo invernal. Mirar a la gente e imaginar las historias que se esconden detrás de las caras la relaja. Tal vez hay por allí otras vidas peores que la suya. Por eso le gusta la universidad con sus treinta mil alumnos. El anonimato que proporcionan las masas es un respiro para Helen: nadie se fija en ella porque es sólo una hormiga insignificante entre las demás. Y luego está la distancia, claro. La distancia entre la universidad y su ciudad natal es probablemente lo mejor porque no le permite visitar a su madre cada semana. Cuando ella pregunte ¿en dónde está Helen?, la enfermera le dirá que está allá en Kansas, estudiando, ¿ya no se acuerda? Su madre va a preguntar por los días festivos y alguno de los médicos en entrenamiento le recitará con paciencia: día del trabajo, acción de gracias, Navidad, Martin Luther King, springbreak, y verano, mientras le pone sus medicamentos sobre la lengua y le acerca un vasito de plástico con agua.
Helen enciende un cigarrillo y lanza el humo hacia arriba. Le da un sorbo a su café tibio y luego inhala despacio. Alternar esos dos vicios compulsivamente hace que se sienta una mujer fuerte. Una vez leyó que sólo la gente débil encuentra fortaleza en los rituales, pero no puede evitarlo. Se termina el café antes de que se enfríe por completo y al poner el tarro otra vez sobre la banca, nota que hay algo debajo de la nieve. ¿Desde cuándo estará allí? Es un libro y gracias al buen material de los forros, no está tan mojado. Helen lo examina de forma mecánica, como hace con todos los libros con los que trabaja en el departamento de adquisiciones. Es una edición de pasta dura, con el lomo cosido, 130 páginas, Fountainhead Publishers. Böll, Heinrich. The lost honor of Katharina Blum. No tiene los sellos de la biblioteca y está en un relativo buen estado. Lo abre y aspira el aroma de las páginas: prácticamente nuevo, a excepción de la página del colofón, que aparentemente fue arrancada. A Helen no le gusta tanto leer como tocar y oler los libros. Éste es muy bonito; la portada tiene una imagen que transmite una profunda angustia.
Helen termina el cigarro y deja caer la colilla sobre la nieve sucia del piso. Su reloj muestra que los diez minutos de su receso ya terminaron. Mira alrededor, pero no ve a nadie que parezca haber perdido algo. Recoge el tarro vacío, se pone el libro bajo el brazo y regresa al trabajo. En cuanto entra, Lorna, que bebe leche de soya y come brotes de alfalfa con rodajas de zanahorias, mira rápidamente el enorme reloj que tiene en la pared y menea la cabeza en desaprobación. Nunca le dice nada directamente, pero más tarde, cuando coincidan en el área del café, sin dirigirse a nadie en particular, soltará algo como fumar es un hábito horrible. Luego le preguntará a Tricia, su asistente personal: ¿Sabías que fumar es lo peor para el cutis? Te hace ver más vieja.
Helen la saluda con una inclinación de la cabeza y se dirige a su casillero para guardar lo que lleva. Luego se sirve más café y regresa a su escritorio. Desde allí alcanza a escuchar a Tricia murmurar:
"…es que todos los chinos fuman." Cuando se da cuenta de que Helen está allí, agrega nerviosa: "¿Ya tenemos este libro sobre China?"
Tricia tiene los dientes un poco chuecos, siempre manchados de lápiz labial y una propensión a secundar todo lo que Lorna diga. Tiene en las manos un libro de historia de la Segunda Guerra Mundial. En la portada se distinguen algunos tanques y una pequeña swástica.
"No sabía que China había participado en el Holocausto."
Tricia se ríe nerviosa y comienza a levantar algunos de los libros apilados en su escritorio.
"No, ése no, lo tenía por aquí."
El saber que pronto verá a su madre oprime tanto a Helen que ni siquiera se siente con ánimos de contestarle a Tricia, así que se inclina para abrir con su navaja una caja de libros que vienen de España. En realidad, su jefa la había contratado pensando asignarle todos los libros procedentes de Asia, porque tenía la idea de que todas las personas con ojos rasgados compartían una especie de idioma amarillo-universal. En la entrevista de trabajo, Lorna le preguntó a Helen si su apellido era chino, porque sonaba muy "exótico". Ella dijo que sí y odió en silencio la rubiedad de la que sería su jefa, pero luego bajó un poco la cabeza y se esforzó en sonreír como imaginó harían las chicas asiáticas que daban vida a esos estereotipos.
Más tarde, cuando su jefa se dio cuenta de que Helen no hablaba más chino que la norteamericana promedio, se sintió traicionada. Un día la esperó en la entrada de la biblioteca y se lo reprochó: Pensé que hablabas chino. Luego se lamentó sobre las políticas de la universidad, los trámites y el hecho de que no podía dejar de contratarla porque ya que había firmado todos los papeles y las burocracias universitarias la desanimaban totalmente. Desde luego no dijo que para despedirla tendría que justificarse y el mundo era demasiado políticamente correcto de un tiempo para acá. Sólo porque mi apellido es de origen chino, no quiere decir que yo hable el idioma, respondió Helen Han y encendió un cigarro. Lorna frunció la nariz y comenzó a mover los brazos como si fuera la víctima de un enjambre de abejas. ¿Y ahora qué voy a hacer contigo? Helen exhaló el humo despacio: Hablo español. Mi madre es mexicana y yo estoy haciendo mi especialidad en Spanish Lit. ¿De verdad?Lorna dio unos pequeños brinquitos y aplausos de foca: ¡maravilloso! Tenía las manos grandes, llevaba uñas postizas y un peinado infantil. No pudo contenerse y dijo: ¡Pero no pareces mexicana!
Durante las siguientes tres horas, Helen Han abre más cajas, escribe los datos bibliográficas de los libros nuevos y los coteja contra los ficheros para ver si la biblioteca ya los tiene. Cuando es así, busca físicamente el libro en los estantes para comprobar si se trata de la misma edición y para verificar el estado en que se encuentra. A Helen le gusta pasar el tiempo en los ocho niveles de la biblioteca, sobre todo en los más alejados de las áreas de estudio común. A veces toma asiento en uno de los escritorios del fondo y mira la vida del campus a través de las ventanas góticas. Aquello que sucede más allá de los vidrios opacos no existe por un momento. Lo único tangible son los libros, los estantes, los escritorios viejos y las lámparas sobre ellos. Le gusta imaginar que ella misma es parte de la biblioteca y que no tiene que vivir allá afuera.
Helen termina de cotejar los libros que lleva, pero no quiere volver aún a la oficina con Lorna y Tricia. Dos estudiantes que se besan contra un librero se alejan rápidamente cuando la ven caminar por el pasillo. Helen se sienta en el suelo abrazando sus rodillas. Hunde la cabeza entre sus brazos y desea con todas sus fuerzas que el lunes no sea el día de Marther Luther King. Que su boleto a Brownsville se desvanezca o que venga un tornado, una gran nevada, algo catastrófico que impida el viaje. Calcula que su jefa ya estará diciéndole a su asistente que es tiempo más que suficiente para que ella coteje cinco libros, así que se pone de pie y regresa. Sobre su escritorio se han acumulado ya otras cajas. Lorna pasa por allí dando pequeños pasos como de ballet y deja varias facturas sobre los libros.
"Para el martes", dice con una sonrisa de dientes demasiado blancos.
Helen mira el reloj. Faltan quince minutos para su hora de salida. Se le ocurre que podría quedarse a trabajar durante el fin de semana y luego el día feriado. Se lo pregunta a su jefa, pero Lorna le informa que se va de viaje y la oficina tiene que permanecer cerrada sin ella. Luego comienza a guardar sus cosas en los cajones del escritorio. Es siempre en esos momentos cuando hace algún tipo de conversación "amigable". De pronto, Tricia se materializa a su lado. Viene del baño, perfectamente peinada y con el maquillaje retocado: radiante, como siempre que termina el turno. Huele a spray para cabello.
"¿Y qué harás en estas minivacaciones?", pregunta Tricia mientras mete varios cosméticos en su bolsa.
Helen no dice nada y se dirige al casillero para sacar su mochila. La carta de su madre está allí dentro, junto al libro que se encontró en la banca.
"Se va a visitar a su mami", dice Lorna. Helen detesta que la gente responda por ella, pero esta vez agradece no tener que intercambiar palabras con Tricia. Se limita a sonreír, dice adiós con la mano y se pierde en el laberinto de cubículos que terminará por llevarla a la salida.
Aunque no tiene ganas de ir a casa, Helen tiene hambre. Comienza a soplar un viento frío mientras camina hasta "The Yellow Sub", en donde pide un sándwich de atún y chocolate caliente. En una mesa cerca de la ventana, abre la carta y la lee una vez más. Tal vez espera encontrar algún nuevo significado entre líneas, algo que se le hubiera escapado en una lectura previa. Pero es lo mismo. Su madre está enferma, le urge ver a su "única" hija. Y no, no está loca, se lo reitera en una posdata. Eso lo sabe bien. Helen siente el principio de uno de esos dolores de cabeza que la aquejan cuando está consciente de que tiene que visitar a su madre. En realidad, Helen desearía que ella estuviera loca. Es precisamente su cordura lo que le impide vivir en paz: saberla metida en el sanatorio mental, en lugar de la cárcel. No hay nada de malo en tener una madre loca, que no sepa quién es la hija que la visita o que no hubiera registrado el hecho de que hace unos años ahogó a su hijo en la bañera. Pero su madre está en sus cabales; al menos, tanto como la mayoría de los seres humanos que caminan libres por la ciudad. El abogado la había defendido alegando demencia temporal y una muerte por negligencia. Llevaba ya cinco años internada y quizá pronto saldrá. Ella quiere estar muy lejos cuando eso suceda.
Helen termina de comer y revuelve el chocolate con la cucharita. ¿Qué la obliga a visitarla? No tiene que hacerlo, nadie la está forzando. ¿Tanto le importa lo que ella les diga a demás? A mí nadie me viene a ver, parece que no tengo familia. No, no es eso. No debería ser eso. Quisiera creer que la visita para sentirse bien con ella misma, porque Helen es en realidad una buena persona. Han pasado muchas cosas, cosas horribles, sí, pero cuando su madre al final muera, Helen no cargará con las culpas. Nadie podrá llamarla una hija ingrata. Porque en otros aspectos, en los visibles sobre todo, la madre de Helen hizo lo que hacen las madres normalmente: parir con dolor, cambiar pañales, proveer biberones esterilizados y tibios, mandar a la escuela, ir a las juntas con las maestras, tener la casa limpia y la ropa doblada en los cajones.
Helen sabe que no tuvo jamás a la peor de las madres. No la había abandonado en la calle de recién nacida, no apagaba las colillas del cigarro en sus bracitos de bebé, ni llevaba hombres extraños que abusaran de ella. Tampoco la dejaba sin comer ni la tenía encerrada en un sótano, amarrada a una silla. Para todo el mundo, Helen fue una niña normal. Seria, de pocas sonrisas, pero una niña bien nutrida y educada. Limpia, sana, una chinita a la que no se le veían cicatrices ni moretones. Tenía todo para ser feliz y eso la convertía en la peor de las hijas, sin duda.
Helen se levanta y va al baño. Se examina en el espejo y lo que encuentra es un ser humano visiblemente cansado, con los ojos un poco rojos y una obvia falta de alegría. Mañana es el día. Tiene que preparar la maleta y la voluntad.

Helen Han duerme durante todo el vuelo a Dallas. Allí tiene que correr para lograr la conexión. Luego, en el último tramo que la llevará a Brownsville, intenta dormirse otra vez, pero no puede. Pide un café y le traen una taza minúscula con un líquido tibio y de sabor indefinidamente horrendo. Le ha tocado el único lugar en el avión con el revistero vacío y no va a pedirle a sus vecinos una revista. Eso podría desatar una conversación y para ella, no hay cosa peor que el intercambio de información superflua con desconocidos. Helen saca el libro de su mochila y lo abre en las primeras páginas. Alguien ha escrito algo allí. Se trata de una chica que tiene miedo y frío, y ahora, también ha perdido su libro debajo de la nieve, la pobre. Tal vez, cuando regrese al campus Helen la busque en el directorio de estudiantes para regresarle su libro. O quizás no. Sin pensarlo, Helen saca una pluma y escribe:

Helen Han, triste. No quiero hacer lo que tengo que hacer.

Helen toma un taxi del aeropuerto y deja en el hotel su maleta. Entra en un café de la esquina, donde es la única comensal que no tiene el cabello blanco ni ordena el Early Bird Special. Le da sorbos minúsculos al café y come despacio, tratando de estirar los minutos. Pero termina y pide la cuenta. Debe ir al sanatorio: no tomó dos aviones hasta allí sólo para no visitar a su madre. Exhala, se pone la mochila al hombro y comienza a caminar. El invierno es mucho más agradable aquí. Si las circunstancias fueran otras, Helen disfrutaría la caminata, de la tibieza del sol abrazándola mientras los músculos de sus piernas trabajan.
Se detiene cerca de un letrero de piedra sobre el pasto. Margarita del Pino : Sanatory & Retirement Home. No recordaba que el pequeño hotel al que siempre llega estuviese tan cerca del lugar donde vive su madre. De pie frente al edificio, piensa que todavía está a tiempo de no entrar. Tal vez no vale la pena. Si cruza la puerta, tendrá que verla; tarde o temprano sucederá algo y terminará por sentirse miserable. Pero si no la visita, la culpa la atormentará por meses. ¿Y si se moría cualquier día de éstos? Helen no podría perdonarse a sí misma. Se sienta en una banca y desde allí mira pasar a la gente que viene a ver a sus parientes con una resolución que a ella le parece admirable. Entran sin dudas, con cierto gusto y anticipación en sus rostros, flores o chocolates en las manos. Sobre todo, van sin angustia.
Helen no está lista para entrar aún. Enciende un cigarrillo y mira el sanatorio-asilo. Es un edificio geométrico, amplio, con un jardín hermoso lleno de flores de varios tipos. No debe ser un mal sitio para vivir, piensa, pero se arrepiente de inmediato. Su casa de la niñez era también así: flores, jardín, columpios, siempre limpia y bien pintada. Y era un lugar horrible para los que estaban dentro. Le gustaría pensar que no es ella la que está sentada en una banca fría y húmeda, sin atreverse a visitar a la que le dio la vida. Mala hija, mala hija. Una enfermera que la ve desde una ventana sale y se acerca ella.
"¿Señorita Han? Su madre la espera desde muy temprano."
Helen da un pequeño grito y se lleva la mano con el cigarro al pecho. Casi hace un hoyo en su blusa.
"Sí, ya voy, gracias."
"Entonces le aviso que usted ya está aquí."
La mujer gira sobre sus zapatos blancos con suela de goma, y camina con aire digno de vuelta al sanatorio. Helen la mira desaparecer y suspira. Ya es hora. Luego apaga el cigarrillo contra la banca y se pone de pie.
Doña Carolina Martínez viuda de Han espera a su hija en una de las salas de estar. Tiene el cabello húmedo, el rostro maquillado ligeramente y una sonrisa a medias. Lleva puesta una blusa blanca con flores, muy limpia, una falda azul y zapatos bajos. Se levanta sin dificultad cuando ve a la enfermera. Helen viene siguiéndola, con una acidez que trepa con ardor por su esófago. Qué incómodo es enfrentarse a los orígenes. Mira a su madre y piensa que esa mujer de aspecto latino no tiene nada que ver con ella. Son tan diferentes y, sin embargo, lo sabe bien, la mitad de los genes de Carolina están en ella: latentes. Pero por alguna oscura razón han elegido no manifestarse. Alguna vez escuchó decir a una de las tías maternas que los matrimonios interraciales eran una ruleta. Helen heredó las facciones de la abuela paterna y el gusto por fumar hasta consumirse y morir de su padre. Al menos en la superficie no hay nada del lado de su madre. La aterra pensar que tal vez lo que ella le transmitió a través de la placenta fue aquello que no se puede ver, pero que es lo peor, precisamente por su invisibilidad.
Helen toma asiento de inmediato, las manos debajo de sus muslos, y mira sus zapatos intensamente hasta que su madre se posa en un sofá perpendicular al de ella. Nunca han sido físicamente afectuosas una con la otra y ciertamente no van a empezar ahora. Helen carraspea. No es su intención, pero en verdad siente molestias en la garganta.
"Así empezó tu padre y ya ves cómo terminó. Si hubiera sabido que tardarías tanto, me habría dado tiempo de desayunar y dormir un rato."
Helen comienza a toser antes de poder contestarle que no meta la muerte de papá justo ahora. La enfermera, que acomoda un cojín en la espalda de doña Carolina, dice:
"Su mamá no quiso desayunar a sus horas. Quería esperar a que llegara usted, señorita."
"Y no sabes lo malo que es para un diabético pasar ayunos", dice doña Carolina mientras lima sus uñas. "Es que tú me quieres matar. ¿No podías avisar que llegarías así de tarde?"
Helen siente en el cráneo un dolor indefinido: la premonición de que algo muy malo está por ocurrir, como un tsunami que se avecina desde el otro lado del mundo y avanza imperceptible, fuera de su control. El ruido de las uñas contra la lima es insoportable. Se vuelve hacia la enfermera, que ya se aleja:
"¿Puedo fumar aquí?"
Tiene los dedos temblorosos. ¿Por qué vino? Sabía que esto iba a pasar. Cualquier cosa que le conteste a su madre solamente la precipitará a esa espiral de eterna victimización. No importa que el avión haya sufrido retrasos o que dos veces le ganaran el taxi para llegar al hotel. O que Helen caminó seis cuadras de allí hasta el sanatorio. O que tuvo que debatir cada segundo de los últimos días entre venir o quedarse, entre cruzar la puerta o regresar.
La enfermera apunta su dedo grueso, de uñas color púrpura hacia un letrero en la pared. Un cigarro humeante atravesado por una barra roja. Helen guarda la cajetilla con un movimiento brusco. Luego respira y trata de calmarse.
"Pero le puedo traer café si gusta", dice la mujer y desaparece por el pasillo. Helen cambia de posición, cuenta hasta diez y se obliga a sonreír.
"Tuve algunos contratiempos, mamá. Siento mucho que me tuvieras que esperar. ¿Quieres que te acompañe a comer?"
El mejor plan que tiene es evitar confrontarla. Si lleva la plática por temas inocuos, esquivando las partes minadas de su relación, tal vez podría llenar los minutos hasta que fuera hora de irse. Mañana llamaría para alegar un dolor de estómago, decir adiós, y tomaría un taxi para abordar su vuelo.
"No, si ya comí. No voy a dejar que vengas a deshacerme mis horarios. Ya sé que a ti no te importa mi enfermedad", dice doña Carolina ajustándose los lentes sobre la nariz. "Un día de estos, cuando me muera, te vas a arrepentir, Elena."
Helen piensa en todos los años en los que vio a su madre beber refrescos y comer dulces. Desde que tiene memoria, doña Carolina fue una mujer obesa, que escondía barras de chocolates y frituras en todos los cajones de la casa, y luego afirmaba con enorme convicción que jamás probaba nada entre comidas. Gran parte de su vida útil la pasó montada en un tren de distintas dietas en boga, comiendo lechuga en público y atorándose la garganta con dulces cuando estaba sola. Helen no recuerda haberla visto jamás haciendo ejercicio. Los compañeros de clase se burlaban de Helen cuando su familia asistía a algún festival escolar: su padre, un chino escuálido, y su madre, esférica. Un número diez, decían, y Helen quería hundirse en la tierra.
"¿Y cómo has estado, mamá? ¿Cómo va lo de tu hígado?"
Preguntarle por su salud es como destapar un frasco con alacranes: está al tanto de ello, pero al menos hace que se mantenga alejada de los reproches por algunos minutos. Para ella, hablar de sus males físicos es una golosina. Ahora está prácticamente en los huesos, con los estragos de una diabetes mal llevada por años. Desde que se la diagnosticaron, poco después de nacido el hermano de Helen, doña Carolina se había negado a inyectarse insulina porque no soportaba las inyecciones. Pero tampoco hizo ningún cambio en su estilo de vida. Ahora su madre le relata sus problemas hepáticos irreparables que le restan varias cuentas al ábaco de su vida.
"Mal, muy mal, Elena. Entre tu hermano, tú y tu padre lograron matarme en vida. Porque estoy casi muerta, y además sola y mi alma…"
En algún momento, la enfermera dejó un vaso de plástico con café deslavado y casi frío para Helen, y un plato hondo, también de plástico, con el postre de su madre. Tal vez una vajilla de cerámica y un café hirviendo suponen un peligro para un lugar lleno de gente senil y un poco demente. A lo mejor la enfermera temía que Helen matara a su madre tirándole el líquido caliente a la cara o estrellándole la taza. Sola y mi alma. Sola y mi alma. Helen mira a doña Carolina, con su cabello blanco y ralo que apenas cubre el color amarillento de su cráneo, y experimenta un odio que le constriñe los intestinos. Vienen a su mente las imágenes del bebé, con las piernitas y los brazos gordezuelos, la sonrisa desdentada y el rostro de calabacita, gorjeando con risas. El olor a talco y leche un poco rancia. Y luego el cuerpo metido en una especie de ropón, en un ataúd blanco y minúsculo. Cuando murió, Helen vio a su padre llorar por primera vez en su vida. Desde lejos, daba la impresión de sufrir un ataque de risa. Pero eran los sollozos y los años de fumar lo que lo convulsionaban así, boqueando por oxígeno.
Doña Carolina hace un ruido horrible al absorber un trozo de flan. Tiene sucia la barbilla y está tosiendo como si fuera a vomitar de un momento a otro. Helen deja el vaso en la mesita y siente náuseas. El postre de su madre flota sobre un líquido amarillento. Su madre diabética, supuestamente loca en el momento en que cometió ese homicidio imprudencial, ahora se ahoga con algo que tiene prohibido comer. Helen sabe que la naturaleza de su madre es provocarla de esa manera para empezar un pleito. Se muerde la lengua, pero es tan difícil resistir. ¿No es doña Carolina, después de todo, la reina del Sturm und Drang y Helen su digna hija? Hace un breve contacto visual con ella y jura que puede ver una chispa retadora en sus ojos.
"Mamá, sabes bien que no puedes comer eso."
Helen no puede aguantarle la mirada por más de un par de segundos, así que saca un cigarrillo y lo observa intensamente por un rato. No va a encenderlo, pero necesita pensar que pronto estará libre para fumar. Para irse de allí. Para hacer de su vida lo que quiera.
Doña Carolina azota el recipiente del flan contra el piso y da inicio a una de esas escenas que poblaron casi toda la infancia de Helen: levanta la voz, la llama mala hija, la acusa de ser idéntica a su padre y luego brinca al discurso de cómo haberse casado con un chino había sido el peor error de su vida. Se lo habían advertido sus amigas desde que empezó a salir con Han: los chinos sólo se aprovechan de ti. Luego te abandonan, cuando ya no te necesitan. La vida de Helen era una serie de repeticiones y variaciones de aquello, palabra por palabra. Hoy, como siempre, su madre no le concede tampoco derecho de réplica, sino que dice lo mismo en un sin fin de formas, una y otra vez. Está fuera de sí , exaltada, las mejillas de un color casi púrpura. No para hasta que la energía se le agota y sólo entonces se deja caer sobre el sillón, desahuciada, un bagazo de caña.
Mientras su madre hace todo lo que se espera de ella, Helen se concentra en un gran reloj redondo que se supone debe pasar el tiempo, pero que al parecer tiene los minutos atorados en los engranes. La enfermera le ordena a una mujer con overol que vaya a limpiar. Antes de irse, le dedica una mirada de reproche a Helen, que todavía tiene el cigarrillo en la mano. Entiende que aquella mujer de blanco tiene una visión distorsionada de ella, que doña Carolina ha pasado horas enteras exagerando sus faltas y omitiendo los detalles de la historia que la puedan favorecer, por supuesto.
Su madre sigue, ahora entre sollozos.
"Mamá, cálmate, por favor."
Varios internos y miembros del personal se han detenido a observar la escena. Doña Carolina guarda silencio, se limpia las lágrimas y los restos del maquillaje, y mira al techo. Si no fuera su propia vida, Helen se reiría ante lo predecible de sus interacciones. Ahora le corresponde hacer su parte, que no es difícil en realidad: sólo se requiere que permanezca allí para que la madre pueda ignorarla propiamente. Pero, por alguna razón, hoy Helen no puede pasar por alto aquel silencio obstinado. De niña, cuando cometía alguna falta y comenzaba a justificarse, doña Carolina la interrumpía, pero no decía nada a su vez. Luego se quedaba sentada, sin moverse, mirando a ningún sitio en particular, con la expresión de estar esperando en una larga fila. Helen podía llorar, implorar, gritar, jalarse los cabellos y aventar sus juguetes; su madre sólo tenía silencio para ella.
Helen siente las lágrimas empujando tras sus ojos y se odia a sí misma por ello. ¿Cómo puede esa mujer hacerla llorar todavía, ahora que ya es una mujer adulta e independiente? ¿Por qué es ella la que se siente culpable? Si su madre no hubiera matado a su propio hijo, al menos la responsabilidad de visitarla se podría dividir entre los dos hermanos. Es algo egoísta, sí. A lo mejor tiene razón cuando dice que Helen siempre fue una gran egoísta. Doña Carolina sigue callada con los brazos cruzados, los labios temblando. La enfermera se acerca a Helen.
"Háblele, no sabe lo mucho que sufre la pobrecita."
Helen se acuerda del libro en su bolsa. Lo saca y comienza a leer en cualquier página. Si doña Carolina va a ignorarla, al menos Helen no se aburrirá. Ella va a cumplir su cuota de minutos de visita y listo. Lo intentó, una vez más y falló. Punto. Qué más podía hacer. Su madre tendrá el tema de conversación de la hija desagradecida durante muchos meses, al menos hasta que Helen vuelva a visitarla una vez más.
Doña Carolina traga saliva ruidosamente, pero sigue sin decir nada. Su hija pasa las hojas del libro y sin levantar la vista dice:
"Es de una mujer que se alegra cuando su mamá se muere. ¿Te imaginas?"
Doña Carolina no va a dignificar eso con sus palabras. Ha practicado el arte de permanecer callada durante años.
"Tal vez el otro hijo de Han hubiera resultado menos ingrato que yo", intenta otra vez.
Pero doña Carolina no va a compartir con ella lo que pasó esa noche con su hermano menor. A Helen no le extrañaría que incluso no lo recordara. O que negara rotundamente que había sucedido. Era tan fácil. En todo caso, se morirá con ella la verdadera razón que la llevó a sumergir a su hijo en la tina.
Helen enciende el cigarrillo. Lo hace muy despacio, marcando cada uno de los movimientos. Inhala con toda la concentración de la que es capaz. Si pudiera haría unos aros con el humo, como la oruga de Alicia en el país de las maravillas. Luego de unas cuantas bocanadas, su madre se queja por el olor y llama a la enfermera, que viene corriendo por el pasillo, sus piernas gruesas moviéndose rápidamente sobre los pequeños zapatitos de goma. Con un tono disgustado, le pide a Helen que abandone el sanatorio, porque es evidente que no sabe respetar las reglas ni la endeble salud de su propia madre. Al fin ha caído el telón. Helen deja el libro sobre el sofá y sale de allí, el cigarrillo colgando del labio inferior.
Ya pasó todo y de alguna forma, ha sobrevivido. Se siente como siempre que ve a su madre, con sus peores expectativas cumplidas. Un día de éstos, cualquier día, pronto, espera, todo habrá acabado. Helen sonríe: el cigarrillo se desprende de su boca seca y cae sobre el piso. Hará el viaje de regreso, en silencio, para retomar su vida exactamente donde la dejó.
Tomado del El libro perdido de Heinrich Böll, Editorial Jus, México, 2008, con autorización de su autora y su editor.


Böll y el honor de una mujer
Por: Eve Gil

Heinrich Böll: Escritor alemán. Premio Nóbel de Literatura 1973, nacido en Colonia, en 1917 y muerto también en Colonia, en 1985. Durante la Segunda Guerra Mundial, estando recién casado, fue hecho prisionero por el ejército estadounidense y permaneció en un campo de detenidos en Bélgica durante tres años, periodo durante el que nace y muere su primer hijo. Empieza a escribir una vez puesto en libertad, mientras repara su casa destruida por las bombas. Cosa curiosa, el más celebrado de su libro fue el último, escrito posteriormente de la concesión del Nóbel: El honor perdido de Katharina Blum, publicado póstumamente en 1974.


Hay libros que nos cambian la vida. Mínimo: nos amplían las miras. Este es el más certero de los comunes lugares, y supongo que cualquiera de los aquí presentes puede brindar un testimonio en ese sentido. El libro del que nos habla Liliana V. Blum en su más reciente colección de relatos, El libro perdido de Heinrich Böll, tiene el poder de cambiar el rumbo de los destinos de aquellos que se encuentran, específicamente, este manoseado ejemplar de El honor perdido de Katharina Blum, salido de la biblioteca de una universidad estadounidense, que tras su olvido en una banca por parte de la protagonista del primer relato, va pasando de mano en mano hasta encontrar un lugar seguro en la biblioteca de un hombre judío que padeció la pesadilla de los campos de exterminio nazis: algo harto simbólico tomando en cuenta que su autor perteneció al Werhmacht: el bando enemigo.
Pero antes de entrar en materia con este exquisito entramado de historias, me gustaría hablar sobre su autora, Liliana V. Blum, a quien considero una de las mejores narradoras mexicanas no nada más de su generación sino de todos los tiempos. No faltará quien diga que exagero, particularmente si no ha tenido acceso a su narrativa. Por ello los reto a leerla y después reprocharme, si es que acaso me estoy excediendo. Voy a decir algo más sobre Liliana que podrá reportarme más quejas de los no enterados: la siento más cercana a las autoras clásicas de nuestra literatura –Rosario Castellanos, Elena Garro e Inés Arredondo- que a sus coetáneas, muchas de las cuales, con todo y su genialidad, han dejado un poco de lado una cualidad esencial, misma que Liliana V. Blum explota con gran sensibilidad: el diseño de personajes. A nuestra autora le preocupa más escribir buenas historias, lo que a simple vista pudiera no parecer tan ambicioso, que deslumbrar con complejas arquitecturas verbales; endebles catedrales susceptibles de desmoronarse al primer soplido. Liliana, presiento, comulga más con la corriente anglosajona, la llamada short story que los ultramaneristas juzgarían de “relato largo” o “nouvelle”. Sus short stories, como las de la canadiense Alice Munro o la estadounidense Joyce Carol Oates, indagan profundamente en situaciones cotidianas y hasta triviales; secretos de familia que se mantienen convenientemente tapados hasta que ningún maquillaje disimula las cicatrices, de tal suerte que la consabida historia de la jovencita que se embaraza y es abandonada a su suerte por su amante, se nos presenta, a través del primer relato titulado “Recién salido de una librería universitaria”, con las variantes que particularizan cada historia que en este tenor se repite en la vida real, volviéndola única. Lo importante no es saber cual será el destino de Alison Moore y su embarazo no deseado; tampoco verificar la reacción del profesor de alemán, experto en Heinrich Böll que la ha preñado: es la forma de desarrollar este conflicto que inicia el peregrinar del ejemplar de El libro de Heinrich Böll lo que subyuga al lector.
Aunque cada uno de los relatos abre con epígrafes tomados de El honor perdido de Katharina Blum, de Heinrich Böll, ninguna de las protagonistas encuentra el momento para leer la novela pero sí para firmar la última hoja donde cada abortada lectora se describe con un lema. Como la protagonista de esta inolvidable novela, que en el límite de su fuerza mata al periodista gráfico que ha destrozado su honor exhibiendo su vida privada, las protagonistas de esta otra Blum, Liliana, atraviesan alguna crisis existencial o moral. Ya hablamos del caso de Alison Moore. Helen Han, protagonista del segundo relato, “Sobre una banca cubierta de nieve”, para mi gusto el mejor logrado del libro, enfrenta la disyuntiva de visitar a su madre o abandonarla. Haga lo que haga, se nos deja ver poco a poco, la asiste la razón. Se trata, por un lado, de su madre, y se supone que a las madres todo se les perdona. El crimen por ella cometido, sin embargo, pudiera considerarse imperdonable...hasta para su propia hija. Helen, en realidad, no tiene ninguna razón para amar a esa madre que lo único bueno que ha hecho por ella es haberla dejado vivir. No pienso desvelar el misterio del relato, pero sí destacar la maestría con que Liliana desmadeja los motivos de Helen Han, china-mexicana y ciudadana estadounidense, para desear no tener que desempeñar el ingrato papel de hija de su madre.
Doña Cande, protagonista de “Entre los cojines de un sillón”, de tan cotidiana, sin duda nos remitirá a otras Candes de la vida real. Es el hábil giro que Liliana da a esa cotidianidad, entretejida con un pasado que arruina el futuro de una Cande adolescente, lo que hace de este un relato sorprendente, en más de un sentido. “De manos de una bibliotecaria amarga” nos adentra en los complejos de una chica mexicana con un lindo nombre, Ingrid Henkel, cuya apariencia no corresponde a lo que se espera de semejante nombrazo, contrario de Helen Han a quien todos confunden con china. Llamarse Ingrid Henkel y ser chaparrita y morena, representa para la joven el perpetuo reto de hurgar en ese nombre en el que no ve reflejada, tratando de encontrarse. Finalmente, Anamari, protagonista de “Sobre la tumba de un desconocido”, remite a uno de los mejores relatos de la escritora sueca Selma Lagerlöf, en que una madre tiene que visitar clandestinamente la tumba de su propio hijo, para ahorrarle un disgusto al padre del mismo. En el caso del relato de Liliana se dejan expuestos los motivos paternos, pero también la cobardía de la madre, última en la cadena de potenciales lectoras de El honor perdido de Katarina Blum. La que corta de tajo al obsequiarle este libro, hallado precisamente en la tumba de su hijo, a su mejor amigo, sobreviviente del Holocausto.
Como hemos visto, el propósito de la autora de El libro perdido de Heinrich Böll va mucho más allá de pontificar sobre los beneficios de la lectura. Juega con un elemento que la nueva literatura casi siempre omite o no considera: la causalidad de la casualidad. Ninguna de estas mujeres tiene algo que las vincule, excepto toparse con un ejemplar de la novela de Böll. Sin embargo se presienten entre ellas al pasar las páginas que nunca leen pero también intuyen: Katharina Blum es también, después de todo, otra mujer desesperada.

El libro perdido de Heinrich Böll
Liliana Blum
Editorial JUS
México, 2008
86 pps