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Escritoras para el Nuevo Milenio XIII

No podemos seguir así
Por: Lucía Deblock

De pronto estaban sentadas frente a frente. Natalia entretenía sus dedos rugosos con las líneas del mantel de cuadrillé azul; por su parte, la mujer buscaba partículas de polvo inexistentes sobre el brazo de la silla. El sol se enmarañó en el piso, formando incongruentes figuras de luz y sombra; el pesado silencio absorbía de inmediato las risas de los niños en la calle. Natalia supuso que ambas esperaban con la misma ansiedad el sonido de la tetera sobre la estufa.
Ninguna alcanzaba a descifrar qué descubriría más allá del silencio. Se mantenían quietas, atenidas a los segundos que con puntual insistencia parpadeaban en algún sitio oculto. El comedor, sobrio y de un color oscuro aún bajo la luz directa del sol, estimulaba la incomodidad con sus formas rectas. Al fondo del pasillo se veían las fotografías enmarcadas en la pared. La mujer se volvió a la derecha, fue como rasgar el silencio con los pliegues de su camisa blanca y desviar la atención de una espera tensa e impaciente. Fue entonces cuando vio la bolsa maltrecha y abotagada, pendida del perchero; Natalia trató de adivinar los vestigios envueltos en su capullo de lona.
El sol se ocultó un instante y borró el camino de enredijos que se bifurcaban sobre el suelo. Natalia respiró hondo y detrás del aroma a tallos partidos del jardín, percibió el olor profundo del aceite de cereza que se añejaba sobre la superficie de los muebles.
Temía moverse en la silla tiesa y la nariz empezaba a picarle. Hubiera querido acabar con ese cosquilleo, borrarlo como la última conversación con Luciano, que se fue justo después de susurrar con cansancio aquellas palabras. Siempre era así con el cosquilleo, volvía cuando le daba la gana, cuando estaba nerviosa. Se vio a sí misma tres meses atrás, con la impaciencia desgastada y la mano rota, llorando en la banca del parque como una niña que de pronto, se descubre perdida. Mientras se revolvía incómoda en la silla, recordó las preocupaciones comunes: su decisión de esperar a Luciano, posponiendo siempre el límite de tiempo, la urgencia por verlo en los días de lluvia, el enojo inasible que amanecía con ella algunos fines de semana, la necesidad de dormir abrazada a su pecho. No podía quejarse gran cosa, pero la última frase era distinta. Natalia llegó de la oficina una tarde encapotada para oírlo murmurar desde el centro de la cocina: “No podemos seguir así”. Tristemente, permaneció en la puerta con los tacones punzándole en los pies, reconociendo el terreno cenagoso por el que resbalaba la conversación, incapaz de entender la inercia de los acontecimientos.
Aquel día del parque, cuando tenía la mano rota, Natalia supo que esa demora tenía el viso de un mal presentimiento: Luciano nunca llegaba retrasado a sus citas. Al tiempo que miraba la resbaladilla amarilla y los columpios vacíos, lo imaginó en un pueblo con olor a agua estancada, en espera de un atardecer idílico, dejando caer al azar las caricias que ese día no pudo repartir por su piel.
—Al menos ya sabes que no cuentas con él— le dijo Elizabetta mientras le firmaba el yeso con letras redondas y anchas, propias de una mujer que ha enseñado a demasiados niños.
Fue mientras leyó las palabras de Elizabetta cuando en realidad decidió seguir adelante sin Luciano. Cuarenta y dos años y ninguna relación estable, pensó. Casi podía imaginar los comentarios de sus amigas cuando se enteraran de la separación: “Te lo dije...” “No vale la pena...”. Sara Fernández, la directora del colegio, le habló desde la experiencia que dejan cinco matrimonios arruinados, que la convirtieron en una mujer rica y flemática.
—Aprende a deshacerte de él.
No soportó la idea de convertirse en una necia más; no toleró verse como una mujer inútil que con su ingenuidad engrosaba la fila de las engañadas, se negaba a aceptar que había corrido en contra de la historia por el lado oculto del camino. En ese momento se sentía como la mujer fantasma que se esconde a lo largo de los años y de pronto, aparece olvidada en un rincón desierto.
Eligió una retirada discreta, sin escándalos ni discusiones. Intentó olvidar tres años de vivir juntos, seis propuestas de matrimonio —casi siempre cuando estaba borracho—, tardes de comida casera y memorables noches de tequila; también ignoró sus intentos por mantener el rostro radiante, aún sin el halo mágico de la maternidad y un hogar cálido sin la perturbación de las fiestas infantiles; a fin de cuentas, pensaba, estuvo allí para hacer sonreír a Luciano con la paciencia de un buen amigo y la creatividad de una buena amante, todo para que en otro pueblo, otra mujer, que disfrutaba de una fingida alegría algunos fines de semana, se quedara con todo.

La mañana pesada apretujaba las ramas de los árboles contra el cielo bajo; detrás de la ventana, de vez en cuando escuchaba los pasos de personas que caminaban por la calle, pero que ella no podía ver por la espesura del jardín. Percibió el olor a vegetales cocidos y segundos después, el agudo silbido de la tetera la obligó a reacomodarse en la silla; la mujer se levantó con su camisa blanquísima y se perdió en la cocina. Pensó en Olivia, en su voz atiplada, siempre molesta y equívoca; ella fue la primera en hablarle de San Cayetano, un oculto enclave a las márgenes del río, donde el silencio apaciguaba las sorpresas; dijo que visitó a una tía enferma y durante los pequeños sorbos alternandos entre té de limón y jarabe para la tos, escuchó los detalles del accidente.
Después de una gris relación de dos meses con un ingeniero alto e indeciso, Natalia volvió a la desganada soltería de las dos de la tarde; acompañada de Olivia y Elizabetta, comía sushi y finas rebanadas de pescado crudo cuando apareció el rostro de sonrisa torcida, visto en una marquesina de la fototeca, junto al colegio. Era el autor de la exposición inaugurada días atrás. Fue el contraste entre la tosquedad de sus manos y la delicadeza con que manejaba los palillos de madera lo primero que notó de Luciano. Natalia pensaba que su vida consistía en una sucesión de imprecisiones tortuosas, ideales lánguidos y búsquedas inútiles, y le sorprendió la pericia y prontitud con que Luciano moldeó esa vacuidad hasta darle la vigorosa forma de su presencia; le conmovió el distinto significado que adquirieron los silencios a su lado. También comprendió que por amor, se acepta todo.

Le asqueaba el olor de sus manos, a fierro, a suciedad; huella del autobús de piso metálico y ventanas rotas que la dejó despeinada y sumida en la tolvanera a la orilla del camino. Por primera vez veía San Cayetano, no se parecía en nada a lo que imaginó; ese nombre sin apellido le recordaba a un bastardo con olor a agua estancada que le robó lo que ella más quería, pero en realidad, sólo era de un pueblo ribereño de casitas blancas y azules que descendían en fila; un rectángulo sin ortografía y mal pintado le señaló las oficinas del síndico y los arcos rojizos, carcomidos por la humedad y abandonados en una esquina de pasto crecido, la cancha de futbol. Se rascó, la picazón volvió a morder su nariz. Echó a andar por el camino hasta los caseríos de los que colgaban anuncios de Coca Cola y papas fritas, donde alguien le dijo que para conocer mejor el pueblo, debía recorrerlo por la ribera. Se lavó las manos y fue al embarcadero. El río era pardo y cansado; al margen, chapoteaban insignificantes ondulaciones de agua. Desde la lancha, San Cayetano era un pueblo sin sonidos, increíblemente apacible, donde las malas noticias se mitigaban y la complejidad de los símbolos se escondía en la orilla fétida y fangosa. Comió pequeños camarones frescos en una choza de madera y piso de arena apelmazada, y después regresó al embarcadero. No quiso visitar las cascadas ni las pozas, se concentró en la parte trasera de las casas, buscando en el paisaje alguna incongruencia que le delatara la forma de lo que había ido a encontrar.
No fue la única vez que visitó San Cayetano, otras veces se metía entre las callejas de lodo y piedras y buscaba. Buscaba entre los rostros, en los ojos de los niños una mirada inquisitiva, ávida; un rostro anguloso con la sonrisa torcida, la curvatura en la nariz, un gesto conocido que limpiara de sombras la búsqueda. Indagaba en las muecas de las mujeres algún indicio de rechazo, un tono de conocimiento levemente despreciativo, pero todas las veces terminaba al borde del río, en silencio, bajo la luz ámbar, intentando precisar el lugar exacto que evocaba la imagen de otra tarde amarilla, inmóvil en la puerta de su refrigerador.
Entre semana, las ocupaciones triviales y los silencios de las tardes aislaban a Natalia de sus persistentes y secretas búsquedas. Se decía que el tiempo de una mujer abandonada estaba conformado por infinitas horas perdidas buscando respuestas, y minutos, tratando de integrar a la cotidianidad las sobras que quedaban de una misma. En ocasiones, superar la costumbre de la espera, era más arduo que tolerar la ausencia. La casa le venía grande, sobraban espacios que se volvían huecos fríos e inhabitables, imaginaba que por eso volvía a San Cayetano, para encontrar significados en la forma de una sonrisa torcida, del lugar exacto de una fotografía, de una mujer que suponía peor que ella. En su vida, el futuro se anudó con el siguiente viaje a San Cayetano.

Recordaba a Luciano con la cámara siempre al alcance de la mano, mirando la vida con avidez, como una constante sucesión de imágenes, obsesionado con la relación entre el complicado manejo de la luz y la perfección de la fotografía; lo había visto en silencio, sumido en la peculiaridad de un recuerdo o atravesando las horas con rumbo indescifrable, tras una idea. Natalia contestó a Luciano en la barra de sushi por la manera compleja como elaboraba sus preguntas, por lo inusual que le resultaba el trato con extraños, y por una razón tan caprichosa como que le habían gustado sus fotografías. Luciano era un hombre de hablar ligero y le delataba el carácter una sonrisa dispareja que se le escurría por un lado, obligándolo a guiñar el ojo; era honesto y asimilaba las cosas con rapidez; cada vez que tomaba una decisión, todo adquiría una urgencia final y definitiva. Así fue como se enteró que Luciano tenía mujer e hijo en un pueblo cercano y casi con sorpresa, le confesó que deseaba vivir con ella. A partir de entonces, Luciano alteró el mundo de Natalia con su impaciencia y sus imperfecciones; se convirtió en alguien capaz de amarla con angustiosa intensidad y de aceptar todos sus defectos. Desperdigó sus sonrisas torcidas, ropa, algunos libros y equipo fotográfico por toda la casa y comenzó a hablar en plural; se entregó a sus propios ritos y dejaba que ella, desde alguna esquina, los reconociera lentamente, intentando comprender el orden inequívoco de sus pasos; desde entonces, Natalia se sintió rodeada de tibieza. Sólo algunos fines de semana, cuando Luciano iba a visitar a su familia, la voz se le tornaba resignada y lejana, y en vez de un beso de despedida, se volvía para rascar la inquietud que hormigueaba en su nariz.

Fue en junio cuando el cielo estalló en aguaceros y un vapor denso lo abrazaba todo, un día de esos, Olivia le contó del accidente: el camión que iba a San Cayetano cayó en un barranco; fue una tragedia. Desde entonces, Natalia vivía con la conciencia de algo viejo y deslavado que de un modo extraño justificaba la ausencia de Luciano en el parque, el día de su última cita, cuando él pretendía explicarle el significado de la frase entonada con una morosidad fatigada a lo largo de tres complicados años de ambivalencias: “No podemos seguir así”. De una forma compleja, recuperó la dignidad de quien descubre que no fue engañado, y así, en medio de aquel equilibrio abstracto, de esa soledad impregnada de pérdida que sugiere la viudez, mujer y luto compartieron un tiempo arcano en esa ciudad de tierra hirviente y aire húmedo, que ajaba su piel con sol y sal, donde todo lo demás quedaba excluido.
Natalia escondió el esqueleto de yeso con sus letras redondas, las fotografías en blanco y negro y algunos libros en la parte más alta del armario. El resto de las pertenencias de Luciano las almacenó en cajas y sin saber qué hacer con ellas, las dejó al centro de la cocina, en una pila irregular y desganada, personificando la última imagen de Luciano, como si estuviera a punto de pronunciar una frase preñada de ambigüedad en cuyos ecos vibraba la verdad de una historia inacabada. Durante las apesadumbradas tardes en su casa y los ajetreados viajes a San Cayetano, se preguntaba si en realidad era una viuda legítima, si acaso su dolor estaba deformado por la clandestinidad o si tenía algún derecho para disponer de los recuerdos compartidos con Luciano.

La mujer había regresado de la cocina con el servicio de té en una charola de madera. Las servilletas de cuadrillé azul, a juego con el mantel, le advirtieron la forma como engañaba la incertidumbre y el aburrimiento de la espera. No se parecía al adefesio de sus pesadillas; era morena, delgada y de una hermosura sencilla, con una camisa blanca que resplandecía a cada roce de sol.
—¿Cuántas? —preguntó la mujer con la cuchara suspendida en el aire.
—Lo tomo sin azúcar, gracias.
Le entregó la taza, se sentó y por primera vez la miró de frente. Era una mirada suave que a Natalia la hizo consciente de las arrugas que acordonaban sus ojos sin maquillar. Sonrió apenas. La casa era más o menos como la imaginó, quizá no tan pulcra y ordenada, faltaba el rastro inquieto de Luciano o el barullo del niño; además, el jardín del frente era ampuloso y grande. Descubrió sobre la mesa lateral una fotografía donde Luciano abrazaba a un niño de más o menos seis años. Efectivamente, tenían la misma sonrisa torcida que buscó entre las callejas del pueblo.
—La tomó él mismo, el año pasado.
Natalia despegó la mirada rápidamente, como si hubiera violentado un secreto de familia. Nerviosa, se rascó la nariz y dio un sorbo a su té.
—Me imagino que usted lo conoció muy bien —dijo con un tono de voz franco; sin doble intención, agregó—Ya sabe como era él, muy reservado.
Natalia negó con la cabeza. En realidad no lo conoció bien, ese era el motivo por el que estaba sentada en esa mesa con mantel de cuadrillé azul, así lo dijo.
Luciano le habló algunas veces de la mujer, de la casa y cuando lo veía abstraído, con la sonrisa torcida inmóvil en el rostro, lo suponía recordando a su hijo. Pero todo aquello formaba parte de un universo colmado de especulaciones, al que Natalia no tenía acceso, un mundo privado y secreto al que le estuvo negada la entrada.
—Sí, era difícil de entender —contestó.
Las figuras que perfilaba el sol sobre la camisa blanca parecían crecer a cada movimiento. Natalia la miró con ojos tibios. Era más joven de lo que imaginó, se notaba una mujer sencilla, que no necesitaba nada; su mirada era sincera y por algún motivo, estaba segura que no le sorprendía su presencia. Natalia volvió a mirar la maltratada bolsa de lona, que indiferente y henchida, pendía del perchero.
—Fue lo único que se recuperó del accidente —y añadió sin violencia en la voz— No venía a quedarse.
Algo de aquella frase contenía un significado que retozó en el estómago de Natalia. Se volvió a mirar a la mujer, pero no encontró ningún signo de vehemencia o desilusión; ella divagaba por sus pensamientos con una tranquilidad lejana a la vergüenza o al entusiasmo, sin resentimientos.
—Usted se preguntará qué hago aquí, en San Cayetano
—No. En realidad, me lo imagino.
Natalia no supo a qué se refería, pero se revolvió en la severidad de la silla y se rascó la nariz. Con la mirada recorrió el espacio abierto de la sala, los muebles de madera sombría y las pringas de sol enredadas en el piso. Imaginó a Luciano desordenando las líneas rectas y limpias de la casa y con sus papeles, rumores e inquietud dándole sentido a los más oscuros rincones. La mujer se levantó con suavidad y dejó sobre la mesa la bolsa de Luciano.
—Usted debería tener esto —murmuró y regresó a su lugar.
Con la torpeza de una mano recién liberada de la trampa de yeso, Natalia se atrevió a palpar la consistencia rugosa de la lona; debajo de la caricia, percibió las irregulares formas del contenido. La mujer escondió la cara detrás de la taza de té y momentos después se disculpó, contaba con poco tiempo antes de ir por el niño al catecismo. Con la inflexión apresurada por la proximidad del adiós, Natalia pidió permiso para ver de cerca la fotografía de la mesa, ella asintió.
—Era extraño verlo reírse, así —dijo en un tono que no quería lastimar.
Natalia estuvo de acuerdo. La sonrisa era plena y franca. Regresó a la mesa y tomó la bolsa de lona con sumo cuidado, escuchó un ligero tintineo y sintió caer el peso hasta el fondo.
—Adentro —dijo señalando la bolsa— vienen unas fotos de usted, están un poco maltratadas. Tenía una mano enyesada.
Natalia caminó hasta la puerta y antes de cerrar la reja, se volvió a mirar a la mujer parada bajo el marco de la puerta, con la camisa blanca destellando de sol y su profundo aroma a cereza y murmuró un adiós desarticulado. Navegando río abajo, vislumbró una panorámica insólita de San Cayetano: resurgía, nítido y claro, entre el horizonte despejado y la espesura del follaje. Pasó de largo por la parte trasera de las casitas enfiladas y después de desembarcar, con la bolsa colgada en la espalda, caminó estrepitosamente, como si deseara que todo el pueblo se enterara que se marchaba de ahí. En la cancha de futbol esperó el autobús que la llevaría de regreso hasta el centro de su cocina, donde una embarnecida pila de certezas y recuerdos, aguardaba por un lugar en su propia historia.
Sonrió y mientras la luz resbalaba con holgura, celebrando el culto del verano, Natalia se reconoció al fin, oronda, con su bolsa de lona y la mano torpe, habitando la primera mañana de otro tiempo.





Lucía Deblock (México, D. F., 1966)

Estudió literatura en la escuela de la SOGEM y en diversos talleres con Enrique Serna, Eusebio Ruvalcaba, Agustín Monsreal, Rafael Antúnez y Luis Arturo Ramos, entre otros.
Su primer libro de cuentos, titulado Algo me dice tu silencio, ganó el premio para la Publicación de Obras del Estado de Veracruz, edición 2006.
Su trabajo ha sido antologado por editorial Ficticia.
Recibió el estímulo a la creación artística en 2008.