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Escritoras para el Nuevo Milenio XIX

Carta al ingenioso hidalgo de la Mancha.
Por Berbel
Amado mío:
¡Oh, amor y amado, oh dulce y abnegada mi osadía, que en pos salí de mí ha ya más de mil días, para llegar a vos y haberlo hallado!
Yo, Cervantina de las ínsulas atlánticas dejeme atrás a padres, familias e sustentos, y adentreme en el camino incierto que el destino puso ante mis ojos y el deseo. Yo abandoneme a toda clase de suertes y contentos, mis arcas repletas de maravedíes, mis castillos inmensos, mis joyas de orfebrería perfecta, mis sedas de lejanos lugares, en fín, toda mi plata, a expensas de las ratas y el olvido, así un día dejé. Pues, nada infunde más locura y desatino que el amor y el alma en sus intentos anhele alcanzar, que el lograr en lo más presto: la partida por encuentro.
¡Mi amado don Quijote sea fiel a mis requiebros! ¡Este arder sin sentido que inflama en su ignorancia el corazón! ¡Oh, Dios! ¡Y vive Dios por meterme en tales mal de amores y de entuertos, pues morir es vivir y vivir es ir muriendo! A fe de Dios que cumplo mis empeños.
Lo dicho. Lo dicho por lo hecho, que a lo más pronto ¡presto!
Atavieme de apropiada vestimenta para tales trabajos y caminos: tres pliegos por si una ha de escribir del desespero, dos plumas mal plumadas, un tarro de tinta desteñida ¿y qué escudero? “Después, después, ya habré en pensar. Primero es lo primero” –díjeme para mi desidia o mi consuelo.
Revolvime entre mil prendas de liviana prestancia, que aquí una faja, que allá un sayón, que allá una manta, que allá un calzón ¡ah, el blusón de lino que me llegó de Holanda! ¡La capa fina, de seda fina que me bordaron en Toledo! ¡Los guantes, las polainas, la espada y hasta el rosario de la aurora! ¡Muero!
¡Tate! ¿Qué ando metiéndome en cintura tantos cueros, acostumbrada a ser sólo una dama? Indigna de mi suerte, abofeteada por mí misma y mis pesares, heme aquí, ante la dualidad y el desatino de no saberme quién soy, con qué me voy ni a dónde parto. Mas, a mi intención jamás le puso precio ningún quebranto y blandiéndome por vestidura la pasión, sólo tres trapos y un mísero reloj (de arena y por si acaso) y todo el horizonte que abra y espere a la futura reina del amor del caballero andante de mis sueños.
Y el escudero tornóseme en muchacho, mal aguisado de cabeza que peor vestido, que en un jumento él era el más pollino, para mal de su honra y mi tormento ende este mundo de la fama y del cinismo. Apodábanle “Chungo” por lo mismo.
¡Oh, amor y amado! ¡Oh, triste soledad de los destierros que en aras del amor partí como una loca, hacia un futuro que me fuera incierto!
Atrás dejé Belmonte en la ancha meseta de tierras solitarias, secas, polvorientas, pobres, cabalgando con los versos de Fray Luis por más sudario: “camina, corre, vuela, traspasa la alta sierra…”, y palpitábanme de Quevedo sus presagios, “polvo seré, mas polvo enamorado”.
Mas, y sin abrir el libro de mis días de par en par, con tal brío troté por la portada, que atravesé sus letras tan doradas con mi espada para meterme de lleno en mis intentos. No hubo Juan Gallo de Andrada (escribano de Cámara) que resistiera mi galopada por los renglones, y de pasada, ni el mismo Rey, ni aún toda su Corte impedimento alguno pondrían a mi alborozo. “Voy a por ti, amor mío, y nada es estorbo cuando me guía del universo lo divino”. Yo, soberana y alta señora de mis señas soy, y mala andanza no es ninguna si en pos de vos con mi fortuna voy. Sí, aquel que sé “… de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor…” de mis antojos, de mis delirios, de mi ceguera y de mis sufrimientos.
“Muerte, prisión no puedo, ni embarazos, / quitar de ir a veros como quiera, / desnudo espíritu u hombre (mujer, en este caso ¡yo! Yo misma) en carne y hueso”, que diría en mi voz el Gracilaso.
Proseguí mi camino, traspasando las páginas de mi propia desazón. Al duque de Béjar saludele de lejos. En la Mota del Cuervo hice un descanso y encomendeme a San Miguel Arcángel (el de su iglesia). Allí fui instada por Fray Alonso Cano para poder armarme “caballero”. ¿A mí que soy tal dama? ¡Tamaño espanto! Y de muy útil y provechoso me vinieron los versos que escupirle sin réplica a la cara, los versos de una tal Sor Juana que allende los mares ya sufría la torpeza engalanada de osadía de algunos hombres “caballeros”. “¡Hombres necios!” –dice Juana- y a la sazón: “Y las bellas damas cuya bizarría / da al amor las armas con que vence y lidia / si sus luces gozan, con sus luces vivan”. Sor Juana Inés de la Cruz sí me comprendía. Así partí de dama, que no de “armado caballero”, por esas tierras de la Mancha.
Desde una pequeña sierra se divisa y sobresalen unos cuantos molinos, contemplando un horizonte ancho y luminoso, seguí por un camino agreste y muy angosto plagado de viñedos y allá El Toboso.
Ay, doña Aldonza Lorenzo, Dulcinea, Zoraida, Maritornes, Lucinda, Quiteria, Claudia Jerónima,… Marcela, Dorotea, Micomicona, la sobrina y el ama, la bella cazadora, la condesa Trifaldi, Altisidora, doña Rodríguez, la duquesa y sus doncellas, la hermosa morisca,… todas, no os tendréis por más vuestras, pues tragueme los rencores y miserias que los celos de amor me hubieran puesto y dejé que todas las mujeres fueran en mí renglones, solo renglones sueltos. Yo de tí, amado mío, cierta estaba en que sería tu novela. Diez mil mujeres tendrían que pasarte por la vida para que a fin de cuentas bien supieras que era a mí sola a quien veías por mucho que ignorante y ciego fueras.
Recorriendo capítulos efímeros de una vida aún más grande en la que todas sois la misma pieza de un amor sin tiempo. Todas y las que sean, y las que sean.
Llegué al Convento de las Trinitarias ¡qué descanso! Para seguir hacia el Campo de Criptana, Montiel, más molinos, el cerro de la Paz, una venta y ¡otro descanso!, empinadas calles, enrejadas casas, el Convento del Carmen, más allá Consuegra bajo el cerro de Calderón, los castillos, Villanueva de los Infantes, rebaños de ovejas, Puerto Lápice, las ventas, Almagro, Barcelona, pastores, Argamasilla de Alba, Toledo, Valdepeñas, Almaguer, Ciudad Real, Albacete… imprimirían privilegio por el tiempo que me fuese servido. Lugares recorridos, líneas trazadas del destino hacia el fin de la vida, “nuestra vida son los ríos que van a dar a la mar que es el morir” – Calderón de la Barca me lo podría decir.
Damos licencia y libertad a nuestros sueños y batallamos día tras día tras una quimera que guarde y cumpla nuestra honra y favorezca nuestras buenas artes.
¡Oh, amor y amado! ¡Oh, mi señor y dueño, que por ganarme el cielo en los empeños, ligera y lisonjera transgredí las normas y los mundos recorrí por mi honra! ¿Pues acaso la honra no es servirme de los altos valores de mi alma? ¿Desistiese de tal empresa y tal hazaña quien so pena de caer en sus desgracias no saca fuerzas del amor y de sus ansias? ¿Son aquestos los valores de una dama? Son.
Y en diciéndome ésto, encomendeme de todo corazón a todos los ángeles del cielo y a despecho pensé pasar por no sentido ningún encantamiento, pues mi escudo, mi lanza, mi caballo y escudero serían las armas que arroparían mis fueros.
Capítulo a capítulo con denuedo, a diestra y a siniestra, líneas, páginas, carillas, recorrime las hojas de orilla a orilla dando golpes a tiempo y a destiempo, haciendo del conocimiento escrito los moldes y aparejos que a otras cualesquiera justicias e juicios pudiera mi inteligencia alcanzar. Y recorrime, en fín, también el mundo de lo humano: el cura, el barbero, el escribano, mi escudero, el gallardo vizcaíno, una turba de yangüeses, los cabreros, mozos de mulas, los cuadrilleros, el canónigo, el bachiller Sansón Carrasco, el Caballero de los Espejos, el del Bosque, el del Verde Gabán, Camacho, maese Pedro, titiriteros, encantadores y verdugos, lacayos, bachilleres, caballeros, el caballero de la Blanca Luna,… todos los hombres y los que sean sólo serán una molécula de tí, todos los hombres del mundo y de todos los siglos, y los que sean, y los que sean.
Y con todos usé de mis entendederas, que del sabio Aristóteles anoto: “La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía”, y ya que así comprendo sea la mejor vía, yo no hablaré de ellos, pues, “El que de otros mal habla, así mismo se condena” (y esas letras de Petrarca ciertas son y han de ver más por honor que por prudencia, más por honra que por fama). Allá la envidia difame, que no es de señora y dama tales menesteres de torpeza, y una servidora no era presa de licenciosa opinión ni regarle oídos a cretinos. Del mundo de lo humano… ¡lo divino!
¡Oh, corazón cansado! El mundo entero dilatado, el olor de la última página llegaba y el índice implacable que cerraba con la contrasolapa de la noche el texto de la vida.
Acerqueme a la casa, solté espada, lanza, armadura y hasta caballo y escudero; sacudime la tierra, el frío y aquesta soledad en el mesmo quicio del oscuro aposento anochecido. El Caballero de la Triste Figura, beltenebro de mis sienes allá estaba postrado. ¡Oh, amor y amado! ¡Oh, delirante desierto de agonía que mi Quijote en su tormento padecía! ¿Qué ser humano sufrirá tan áspera mudanza por la muerte?
Soy yo, señor, la Cervantina de las ínsulas atlánticas y de todas las suertes.
Mirome, incorporose y casi ausente díjome: “Soberana y alta señora. El ferido de punta de ausencia y el llegado de las telas del corazón, dulcísima (…) si tu hermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro (…) mal podré sostenerme en esta cuita (…) Oh, bella (…) amada (…). Si gustaras de acorrerme, tuyo soy, y si no, haz lo que viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho”.
Y es que, “las horas que limando están los días, royendo están los años (así sentencia ese tal Góngora).
Arrodilleme al pie del lecho, tomé sus manos, sentí que nuestro libro al punto ha de cerrarse. ¡Recobró la locura! ¡Universal locura de mi Quijote amado! Y yo toda aquella cordura que era reflejo de la suya. ¡No era un molino mi señor, era un gigante! ¿A qué llama de amor el caballero ingenioso hidalgo don Quijote y yo habríamos llegado al fin de nuestros días?
A fe mía que bien me amparo en Lope: “Mas de tu luz mi oscuridad vencida / del monstruo muerto de mi ciego engaño, / vuelve a mi patria la razón perdida” en mí, por siempre. Sea pues mi gigante a su locura como yo a mi razón y muramos en esa flama ardiente del amor.
Así fue aquesta la verdadera historia. Ellos los héroes y los mártires, verdugos y condenados de ellos mismo, enamorados, serán, fueron y son los que me dicta Lope finalizando: “… atrevidos al sol llegar querían, / y morir en sus rayos abrasados / de cuya luz contentos y engañados / como la ciega mariposa ardían”.
¡Oh, amor y amado!