El cuario
Karla Olvera (Pachuca, 1981)
Estudia la maestría en traducción literaria en El Colegio de México. Escribe poesía y ensayo. Actualmente es becaria del programa “Jóvenes creadores" del FONCA en la categoría de ensayo. Ha sido becaria del programa “Jóvenes creadores” del FOECAH en la categoría de poesía. Cree en los géneros híbridos. Ha traducido a la poeta francesa Sylvie Durbec. Su iniciación en la traducción la llevó a cabo en el Colegio Internacional de Traductores Literarios (Arles, Francia). Ha publicado en diversas revistas mexicanas y francesas. Escribe regularmente en: http://karlatone.canalblog.com
Por: Karla Olvera
I. Un pretexto fascinante para recuperar la infancia
Carlos M. Aceves no tuvo infancia. Todas las hazañas que los niños de su barrio llevaban a cabo, él las vivía sólo a través de los libros. No le tocaron las tardes llenas de canicas o rayuela ni las cascaritas de fútbol los domingos. No sabía lo que era jugar a “las traes” (pues en sus libros nadie lo explicaba). La primera vez que jugó a “las escondidillas”, se ocultó debajo de una mesa sin mantel y lo encontraron en seguida. Las raras veces que jugaba con los niños de la cuadra, ellos se sentían sumamente hábiles cuando se comparaban con él. Era un niño no-niño. En vez de querer a los perros (como la mayoría de sus coetáneos), se inclinaba por los gatos, que como se sabe, son animales mucho más independientes que los perros y no son “el mejor amigo del hombre” ni del niño. Como si eso fuera poco, se interesaba en todo tipo de manifestaciones culturales, prefiriéndolas sobre los caramelos, los cómics y los juguetes. ¿Quién en su sano juicio prefería ir al Palacio de Bellas Artes que a jugar con una pandilla de niños armados con resorteras y jeringas llenas de agua? La respuesta era siempre la misma: Aceves.
Veía cuanta obra de teatro, presentación de danza o proyección de cine podía. En una ocasión, incluso le tocó ver a María Callas en Bellas Artes por un módico precio. No fue sino hasta que creció que se volvió más selectivo, aunque su curiosidad sigue siendo voraz.
Lo chistoso era que a la hora de hacer la tarea, los papeles se invertían. Dado que algunas bondades de la lectura son: la buena ortografía, la extensión del vocabulario y la estimulación de la imaginación; Aceves compensaba su falta de práctica en los juegos con breves y sencillas cátedras para sus amigos y compañeros de la escuela cuando no entendían algún tema. Fue lo que en estos tiempos podríamos denominar como un nerd perfectamente old-school.
El único deporte que practicó fue la natación. Cabe dejar en claro que su manera de nadar no era, por decirlo de alguna forma, convencional.
No, nada de crol, ni mariposa ni pecho ni dorso. El estilo que practicaba consistía en bracear de un libro a otro, echarse un clavado en Borges, en Pellicer, en Novo y en autores que toman una vida para leerse, lo que se dice realmente l-e-e-r-s-e. Hacía la vuelta de campana cada que asociaba nuevos escritores en su pensamiento. Su cerebro se fue acondicionando como una bodega a prueba de inundaciones, incendios y demás percances librísticos.
Así se pasó los primeros años de su vida: nadando primero en chapoteaderos, albercas, luego ríos y finalmente mares de libros. Fue aproximadamente cuando cumplió los treinta que redescubrió el cómic como pieza angular de aquellas infancias ajenas, que él nunca vivió. Inspirado por la obra de Proust, pensó que no era demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido y decidió que iba a conseguir cómics que circulaban cuando él era niño, que haría todo lo posible por emparejarse con los demás niños-niños de esos días.
Corría el verano de 1968 cuando la recuperación de aquella infancia vio sus primeros signos. Era un domingo de cielo despejado, nubes sospechosamente geométricas y moderada humedad en el ambiente. Aceves conocía todos los museos de la ciudad de México al derecho y al revés y ese domingo no había alguna función de matinée que le interesara, tampoco había danza o teatro en Bellas Artes y no tenía muchas ganas de leer porque hacia un bonito día allá afuera, mismo que contemplaba desde la ventana de su estudio en la colonia Portales. De pronto, “se le prendió el foco” y se dio cuenta de que nunca había ido al famoso tianguis de la Lagunilla. Había llegado la hora de comenzar a explorar otro tipo de lugares.
Los paseos por la Lagunilla no tardaron mucho en volverse reglamentarios los domingos y Aceves comenzó a desarrollar una especie de alterego que poco a poco iba ganando lugar en su persona hasta el punto de costarle mucho trabajo diferenciar entre sus distintas facetas: Carlos M. Aceves, Carlos Monsiváis y “el cuario”.
Carlos M. Aceves era él en su aspecto más inmediato y envolvente; Carlos Monsiváis en su faceta puramente de escritor y “el cuario” se manifestaba como el inicio de una fusión entre coleccionista y documentalista que comenzó desde que tuvo en sus manos una antigua tira cómica de la Familia Burrón en aquella primera expedición a la Lagunilla.
II Cuario: Dícese de aquel que es enemigo natural de los anticuarios
Y, según la Real Academia de la Lengua Española, los anticuarios son: “Personas que hacen profesión o estudio particular del conocimiento de las cosas antiguas. Las personas que las coleccionan o negocian con antigüedades. Hay dos grandes aspectos que disgustan a los cuarios sobre los anticuarios. El primero, es que lucren con objetos antiguos pues, a su manera de ver las cosas, el oficio del anticuario consiste en prostituir reliquias. Para los cuarios, los objetos antiguos deberían estar únicamente en manos de personas que los valoraran, conocieran su historia y fueran capaces de transmitirla a otras generaciones, así como de exhibir las piezas frente a la mayor cantidad de gente posible.
El segundo aspecto es un poco más personal y supone un enfrentamiento de tribus: es ese aire tan erudito y catrín que caracteriza a los anticuarios de manera general. En este sentido, los cuarios son un grupo contestatario y tienen como proyecto o ideal, la democratización de la cultura en México, redefiniendo su función histórica y aprovechando la disminución de la censura en materia de política, moral y arte en un país en plena transición a la democracia.
Los cuarios emprenden motines de resistencia comprando o haciendo trueque antes que los anticuarios les ganen las piezas. Carlos M. Aceves, es hoy por hoy, el cuario más conocido de México, pero casi todos ignoran que como él, hay centenares, quizá millares de cuarios secretamente distribuidos entre mercados de pulgas, tianguis y librerias de viejo tanto de la capital como en la provincia. La gran innovación de los cuarios ha sido la redefinición de la estética del amante de lo antiguo. A partir de ellos, cualquiera puede ser un coleccionista y cualquier objeto es coleccionable siempre que tenga algún valor histórico y estético en la vida popular del país.
Ellos no van tras las vajillas de plata ni los timbres postales con defectos de impresión (salvo un cuario de Tijuana que estuvo en la fila de espera antes de que abrieran el correo cuando salió el célebre timbre de Memín Pingüín). Ahora, en cuanto a su apariencia, los cuarios son reconocibles si se les mira con atención. Como en todos los grupos, los hay altos, otros chaparritos, unos muy apuestos y otros menos agraciados, con bigote, lampiños, pelirrojos, morenos, rubios (¡incluso hay cuarios menonitas!); pero se ha logrado identificar un patrón de vestimenta generalizado y se cree que es la manera más sencilla de identificarlos en la calle.
La mayoría viste playeras de algodón o camisas de manga corta en dos variantes: a cuadros o a rayas (no se sabe por qué, pero nunca se ha visto a un cuario con un estampado diferente en la camisa). La prenda fundamental es un chaleco de pescador por lo general color caqui con al menos 10 bolsillos para guardar instrumentos como: la lupa, la navaja suiza, el pincel, el trapo, la bolsa ziploc tamaño sándwich, el paño, el dentífrico miniatura (que compran en el metro y les sirve para limpiar los objetos de alpaca y plata). Invariablemente portan una gorra (a la cual llaman cachucha) o por lo menos una visera. El pantalón es por lo general de mezclilla. Para los que no tienen buena la vista, gafas con monturas de pasta gruesa color negro (este capricho se lo deben a Clodomiro Suárez, el único cuario metrosexual que se conoce, vecino de la colonia Roma sur, que lanzó esta moda entre los cuarios hace una década). El calzado es invariablemente deportivo. Durante un tiempo utilizaban sólo tenis Panam, pero ahora se les ve con todo tipo de marcas y modelos.
Se rumora que en sus reuniones dominicales, después de haber saqueado el tianguis capitalino de la Lagunilla y el mercado de La Bola, se juntaban en el Salón Corona a degustar los deliciosos tacos y tortas de pulpo, que eran la especialidad en esa cantina. Para los abstemios, el mesero por excelencia, don Domingo reservaba una dotación de la extinta Chaparrita (todos se preguntaban de dónde las sacaba y las dos hipótesis más comunes eran: que las fabricaba clandestinamente o que las había guardado desde hacía años).
. Aunque claro, los cuarios capitalinos son ante todo, seres adaptables. Por ahí del año 2000, cuando la colección personal de Carlos M. Aceves había cobrado una importancia considerable, se reunió con los cuarios de Acapulco para que le dieran sus puntos de vista respecto al proyecto Estanquillo. En dicha convención no hubo Chaparritas sino Yolis.
Otro punto de reunión de los cuarios es la Arena México. Se sospecha que más que ser grandes aficionados a la lucha libre, son adictos al ambiente que se vive en una buena función. Les encanta el ruido que hacen las porras de los barrios bravos de la ciudad. Su favorita es la de Tepito, aquella inconfundible por las camisetas amarillas con letras rojas y la manera tan “entrona” de agitar las matracas y tocar los tambores. Ni qué decir de las ocurrentes porras que gritan, entre las que destaca la siguiente:
“Esos que están parados, es porque tienen el culo sudado”
Misma que alude sobre todo a los acomodadores o a los vendedores de comida y bebidas y a uno que otro despistado que llega tarde y no encuentra su asiento.
Los aprendices de cuarios, todos jóvenes por lo general, se juntan en las pulquerías y otros en las mezcalerias, pero los cuarios veteranos ya no van a esos lugares. Lo que sí, es que se dieron a la tarea de redactar un acróstico a la hora del café para que los aprendices se vuelvan pronto cuarios de hueso colorado y Don Domingo (cuario de clóset) le pidió al patrón que les diera permiso de pintarlo en la pared izquierda de la cantina. Hoy en día, en dicho muro, se lee así:
Cachucha para no quemarse la choya
Una navaja suiza para los apuros
Anteojos o lupa para ver el detalle
Rescate de lo popular sobre lo fino
Interés genuino en las piezas
Ojo de buen cubero y buena memoria.
III. El Estanquillo: sueño de todos los cuarios
No es en vano el cuario más conocido de México, Carlos M. Aceves, pues aunque tiene muchos amigos cuarios, acepta consejos de ellos y comparte la misma pasión; la colección que logró armar en cuarenta años la hizo él solito, sin ayuda de nadie. Es entonces, una figura inspiradora para los aprendices y cuarios del país. Todo cuario, sueña con hacer una visita al Museo del Estanquillo o a la mítica casa de la colonia portales donde creció la colección del cuario mayor, así como con llegar a contribuir algún día a la democratización de la cultura en México de una forma similar.
El cuario Aceves, más que coleccionar piezas, parece haber documentado el estilo de vida de los capitalinos (y muchos otros mexicanos) como parte de un proyecto magistral llamado, acertadamente “El Estanquillo”, que tanto recuerda a las antiguas tienditas o misceláneas y la época en la que no existían los supermercados ni las grandes superficies comerciales. Lugares donde uno encontraba de todo. El Estanquillo también está muy bien surtido y se podría decir que es como una tiendita fragmentada pues tiene demasiados productos y sería poco práctico exhibirlos todos al mismo tiempo.
Aceves merece tanta admiración entre los cuarios por la calidad y la rareza de muchas de sus piezas, pero sobre todo por la voluptuosidad y originalidad de su colección. Hace cuarenta años, cuando comenzó con esta aventura fue forzosamente vanguardista. En esa época nadie consideraba que las tiras cómicas de Eduardo del Río “Rius” o las de Gabriel Vargas fueran algo “coleccionable” a menos de que se tratara de algún fanático entendido en cómics.
Otra pieza interesante es la fotografía de Rodrigo Moya intitulada “Avenida Virreyes (Pepenador)”, que data del año de 1963. Además de sociólogos europeos o escritores que busquen inspiración visual para el desarrollo de un personaje, es difícil imaginar quién podría adquirir una pieza tan particular.
En México se ven pepenadores en la calle casi todos los días, entonces: ¿Para qué querría alguien una foto de alguno de ellos? Lo mismo sucede con las fotografías de las vecindades, maravillas arquitectónicas y melting pots de nuestras clases medias y baja. ¿Para qué querrían sus habitantes más fotos de sus hogares, si en las fiestas de quince años o en el día de las madres, también se retratan ahí? Es justo aquí donde titila la visión vanguardista del cuario Aceves: adelantarse al futuro. Saber que lo que ocurre hoy, será añorado mañana. Mirar con melancolía lo que apenas está sucediendo.
El pepenador de la fotografía de Rodrigo Moya parece un personaje de novela de aventuras y no tiene nada que ver con los pepenadores de hoy en día. Se le ve orgulloso de su oficio, parece una muy bien lograda mezcla de aviador retro y curandero de Catemaco.
En una estética muy diferente y mucho más moderna, encontramos los trabajos de Teresa Nava, que son en su mayoría maquetas de técnica mixta y que reflejan escenas de la vida cotidiana popular de la Ciudad de México. Ya sea una peluquería -con aquellos viejos asientos que poseen un pedal en la parte inferior, mismo que el peluquero presiona para reclinar al cliente- o una pulquería, se trata de obras que suscitan gran nostalgia entre los visitantes del Estanquillo, sin importar su edad, clase social o el estado de la República de donde provengan. Para los extranjeros, El Estanquillo sobresale como uno de los acercamientos más honestos y reales a la cultura popular mexicana que puedan tener.
El Estanquillo se convierte en un lugar donde todos los mexicanos que tienen al español como su primera lengua, pueden sentirse identificados y sentirse reflejados en los trabajos de los “moneros”, al mirar las fotografías de Tongolele (los más jóvenes se sorprenderán de lo bella que fue alguna vez) o la serie de pinturas de Francisco Toledo consagrada a la lucha libre. Este museo y la basta colección que lo puebla, son lo más parecido que existe a la materialización de la identidad de la cultura pop del mexicano.
Si bien el cuario Aceves armó su colección solito, es importante mencionar que algunas de las más bellas piezas, han sido regalos que ha recibido. Dentro de ellas, destacan dos:
El “Retrato de una mano escribiendo” (dibujo de Rufino Tamayo hecho exclusivamente y dedicado para Carlos Monsiváis). Se trata de un regalo de cumpleaños que data de hace dos décadas, para celebrar los cincuenta años del cuario.
El cuadro “Gato Monsiváis” de Francisco Toledo (técnica: gouache sobre lienzo). En esta obra, el pintor exalta uno de los más grandes afectos del cuario: los gatos. Cabe aclarar que no todos los cuarios tienen gatos y que también se les permite tener perros y peces (hámsters no). Aunque, el cuario Aceves no tiene uno o dos gatos sino más de una decena.
No es raro que en el Estanquillo convivan cromos de los héroes de la revolución con una fotografía de Maximiliano o el mismísimo Porfirio Díaz, postales con ilustraciones de Posada, las mejores tomas de Ninón Sevilla, María Félix, Dolores del Río así como las modelos de los años veinte que encarnaban la publicidad de los cigarros El Buen Tono junto con fotografías relativamente recientes de Lourdes Grobet de luchadores mexicanos contemporáneos. Es por eso que los cuarios se sienten tan orgullosos de la existencia de este museo, un recinto abierto a la documentación de los cambios sociales, económicos, políticos y culturales de una sociedad cada vez más dinámica que encontrará pistas secretas de lo que hoy en día es, a través de piezas estratégicamente seleccionadas para dinamitar sus sospechas más íntimas así como sus más profundos temores.
Karla Olvera.
* Este texto aparece en el libro La conciencia imprescindible, ensayos sobre Carlos Monsiváis (FETA, 2009), coordinado por Jezreel Salazar.
Carlos M. Aceves no tuvo infancia. Todas las hazañas que los niños de su barrio llevaban a cabo, él las vivía sólo a través de los libros. No le tocaron las tardes llenas de canicas o rayuela ni las cascaritas de fútbol los domingos. No sabía lo que era jugar a “las traes” (pues en sus libros nadie lo explicaba). La primera vez que jugó a “las escondidillas”, se ocultó debajo de una mesa sin mantel y lo encontraron en seguida. Las raras veces que jugaba con los niños de la cuadra, ellos se sentían sumamente hábiles cuando se comparaban con él. Era un niño no-niño. En vez de querer a los perros (como la mayoría de sus coetáneos), se inclinaba por los gatos, que como se sabe, son animales mucho más independientes que los perros y no son “el mejor amigo del hombre” ni del niño. Como si eso fuera poco, se interesaba en todo tipo de manifestaciones culturales, prefiriéndolas sobre los caramelos, los cómics y los juguetes. ¿Quién en su sano juicio prefería ir al Palacio de Bellas Artes que a jugar con una pandilla de niños armados con resorteras y jeringas llenas de agua? La respuesta era siempre la misma: Aceves.
Veía cuanta obra de teatro, presentación de danza o proyección de cine podía. En una ocasión, incluso le tocó ver a María Callas en Bellas Artes por un módico precio. No fue sino hasta que creció que se volvió más selectivo, aunque su curiosidad sigue siendo voraz.
Lo chistoso era que a la hora de hacer la tarea, los papeles se invertían. Dado que algunas bondades de la lectura son: la buena ortografía, la extensión del vocabulario y la estimulación de la imaginación; Aceves compensaba su falta de práctica en los juegos con breves y sencillas cátedras para sus amigos y compañeros de la escuela cuando no entendían algún tema. Fue lo que en estos tiempos podríamos denominar como un nerd perfectamente old-school.
El único deporte que practicó fue la natación. Cabe dejar en claro que su manera de nadar no era, por decirlo de alguna forma, convencional.
No, nada de crol, ni mariposa ni pecho ni dorso. El estilo que practicaba consistía en bracear de un libro a otro, echarse un clavado en Borges, en Pellicer, en Novo y en autores que toman una vida para leerse, lo que se dice realmente l-e-e-r-s-e. Hacía la vuelta de campana cada que asociaba nuevos escritores en su pensamiento. Su cerebro se fue acondicionando como una bodega a prueba de inundaciones, incendios y demás percances librísticos.
Así se pasó los primeros años de su vida: nadando primero en chapoteaderos, albercas, luego ríos y finalmente mares de libros. Fue aproximadamente cuando cumplió los treinta que redescubrió el cómic como pieza angular de aquellas infancias ajenas, que él nunca vivió. Inspirado por la obra de Proust, pensó que no era demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido y decidió que iba a conseguir cómics que circulaban cuando él era niño, que haría todo lo posible por emparejarse con los demás niños-niños de esos días.
Corría el verano de 1968 cuando la recuperación de aquella infancia vio sus primeros signos. Era un domingo de cielo despejado, nubes sospechosamente geométricas y moderada humedad en el ambiente. Aceves conocía todos los museos de la ciudad de México al derecho y al revés y ese domingo no había alguna función de matinée que le interesara, tampoco había danza o teatro en Bellas Artes y no tenía muchas ganas de leer porque hacia un bonito día allá afuera, mismo que contemplaba desde la ventana de su estudio en la colonia Portales. De pronto, “se le prendió el foco” y se dio cuenta de que nunca había ido al famoso tianguis de la Lagunilla. Había llegado la hora de comenzar a explorar otro tipo de lugares.
Los paseos por la Lagunilla no tardaron mucho en volverse reglamentarios los domingos y Aceves comenzó a desarrollar una especie de alterego que poco a poco iba ganando lugar en su persona hasta el punto de costarle mucho trabajo diferenciar entre sus distintas facetas: Carlos M. Aceves, Carlos Monsiváis y “el cuario”.
Carlos M. Aceves era él en su aspecto más inmediato y envolvente; Carlos Monsiváis en su faceta puramente de escritor y “el cuario” se manifestaba como el inicio de una fusión entre coleccionista y documentalista que comenzó desde que tuvo en sus manos una antigua tira cómica de la Familia Burrón en aquella primera expedición a la Lagunilla.
II Cuario: Dícese de aquel que es enemigo natural de los anticuarios
Y, según la Real Academia de la Lengua Española, los anticuarios son: “Personas que hacen profesión o estudio particular del conocimiento de las cosas antiguas. Las personas que las coleccionan o negocian con antigüedades. Hay dos grandes aspectos que disgustan a los cuarios sobre los anticuarios. El primero, es que lucren con objetos antiguos pues, a su manera de ver las cosas, el oficio del anticuario consiste en prostituir reliquias. Para los cuarios, los objetos antiguos deberían estar únicamente en manos de personas que los valoraran, conocieran su historia y fueran capaces de transmitirla a otras generaciones, así como de exhibir las piezas frente a la mayor cantidad de gente posible.
El segundo aspecto es un poco más personal y supone un enfrentamiento de tribus: es ese aire tan erudito y catrín que caracteriza a los anticuarios de manera general. En este sentido, los cuarios son un grupo contestatario y tienen como proyecto o ideal, la democratización de la cultura en México, redefiniendo su función histórica y aprovechando la disminución de la censura en materia de política, moral y arte en un país en plena transición a la democracia.
Los cuarios emprenden motines de resistencia comprando o haciendo trueque antes que los anticuarios les ganen las piezas. Carlos M. Aceves, es hoy por hoy, el cuario más conocido de México, pero casi todos ignoran que como él, hay centenares, quizá millares de cuarios secretamente distribuidos entre mercados de pulgas, tianguis y librerias de viejo tanto de la capital como en la provincia. La gran innovación de los cuarios ha sido la redefinición de la estética del amante de lo antiguo. A partir de ellos, cualquiera puede ser un coleccionista y cualquier objeto es coleccionable siempre que tenga algún valor histórico y estético en la vida popular del país.
Ellos no van tras las vajillas de plata ni los timbres postales con defectos de impresión (salvo un cuario de Tijuana que estuvo en la fila de espera antes de que abrieran el correo cuando salió el célebre timbre de Memín Pingüín). Ahora, en cuanto a su apariencia, los cuarios son reconocibles si se les mira con atención. Como en todos los grupos, los hay altos, otros chaparritos, unos muy apuestos y otros menos agraciados, con bigote, lampiños, pelirrojos, morenos, rubios (¡incluso hay cuarios menonitas!); pero se ha logrado identificar un patrón de vestimenta generalizado y se cree que es la manera más sencilla de identificarlos en la calle.
La mayoría viste playeras de algodón o camisas de manga corta en dos variantes: a cuadros o a rayas (no se sabe por qué, pero nunca se ha visto a un cuario con un estampado diferente en la camisa). La prenda fundamental es un chaleco de pescador por lo general color caqui con al menos 10 bolsillos para guardar instrumentos como: la lupa, la navaja suiza, el pincel, el trapo, la bolsa ziploc tamaño sándwich, el paño, el dentífrico miniatura (que compran en el metro y les sirve para limpiar los objetos de alpaca y plata). Invariablemente portan una gorra (a la cual llaman cachucha) o por lo menos una visera. El pantalón es por lo general de mezclilla. Para los que no tienen buena la vista, gafas con monturas de pasta gruesa color negro (este capricho se lo deben a Clodomiro Suárez, el único cuario metrosexual que se conoce, vecino de la colonia Roma sur, que lanzó esta moda entre los cuarios hace una década). El calzado es invariablemente deportivo. Durante un tiempo utilizaban sólo tenis Panam, pero ahora se les ve con todo tipo de marcas y modelos.
Se rumora que en sus reuniones dominicales, después de haber saqueado el tianguis capitalino de la Lagunilla y el mercado de La Bola, se juntaban en el Salón Corona a degustar los deliciosos tacos y tortas de pulpo, que eran la especialidad en esa cantina. Para los abstemios, el mesero por excelencia, don Domingo reservaba una dotación de la extinta Chaparrita (todos se preguntaban de dónde las sacaba y las dos hipótesis más comunes eran: que las fabricaba clandestinamente o que las había guardado desde hacía años).
. Aunque claro, los cuarios capitalinos son ante todo, seres adaptables. Por ahí del año 2000, cuando la colección personal de Carlos M. Aceves había cobrado una importancia considerable, se reunió con los cuarios de Acapulco para que le dieran sus puntos de vista respecto al proyecto Estanquillo. En dicha convención no hubo Chaparritas sino Yolis.
Otro punto de reunión de los cuarios es la Arena México. Se sospecha que más que ser grandes aficionados a la lucha libre, son adictos al ambiente que se vive en una buena función. Les encanta el ruido que hacen las porras de los barrios bravos de la ciudad. Su favorita es la de Tepito, aquella inconfundible por las camisetas amarillas con letras rojas y la manera tan “entrona” de agitar las matracas y tocar los tambores. Ni qué decir de las ocurrentes porras que gritan, entre las que destaca la siguiente:
“Esos que están parados, es porque tienen el culo sudado”
Misma que alude sobre todo a los acomodadores o a los vendedores de comida y bebidas y a uno que otro despistado que llega tarde y no encuentra su asiento.
Los aprendices de cuarios, todos jóvenes por lo general, se juntan en las pulquerías y otros en las mezcalerias, pero los cuarios veteranos ya no van a esos lugares. Lo que sí, es que se dieron a la tarea de redactar un acróstico a la hora del café para que los aprendices se vuelvan pronto cuarios de hueso colorado y Don Domingo (cuario de clóset) le pidió al patrón que les diera permiso de pintarlo en la pared izquierda de la cantina. Hoy en día, en dicho muro, se lee así:
Cachucha para no quemarse la choya
Una navaja suiza para los apuros
Anteojos o lupa para ver el detalle
Rescate de lo popular sobre lo fino
Interés genuino en las piezas
Ojo de buen cubero y buena memoria.
III. El Estanquillo: sueño de todos los cuarios
No es en vano el cuario más conocido de México, Carlos M. Aceves, pues aunque tiene muchos amigos cuarios, acepta consejos de ellos y comparte la misma pasión; la colección que logró armar en cuarenta años la hizo él solito, sin ayuda de nadie. Es entonces, una figura inspiradora para los aprendices y cuarios del país. Todo cuario, sueña con hacer una visita al Museo del Estanquillo o a la mítica casa de la colonia portales donde creció la colección del cuario mayor, así como con llegar a contribuir algún día a la democratización de la cultura en México de una forma similar.
El cuario Aceves, más que coleccionar piezas, parece haber documentado el estilo de vida de los capitalinos (y muchos otros mexicanos) como parte de un proyecto magistral llamado, acertadamente “El Estanquillo”, que tanto recuerda a las antiguas tienditas o misceláneas y la época en la que no existían los supermercados ni las grandes superficies comerciales. Lugares donde uno encontraba de todo. El Estanquillo también está muy bien surtido y se podría decir que es como una tiendita fragmentada pues tiene demasiados productos y sería poco práctico exhibirlos todos al mismo tiempo.
Aceves merece tanta admiración entre los cuarios por la calidad y la rareza de muchas de sus piezas, pero sobre todo por la voluptuosidad y originalidad de su colección. Hace cuarenta años, cuando comenzó con esta aventura fue forzosamente vanguardista. En esa época nadie consideraba que las tiras cómicas de Eduardo del Río “Rius” o las de Gabriel Vargas fueran algo “coleccionable” a menos de que se tratara de algún fanático entendido en cómics.
Otra pieza interesante es la fotografía de Rodrigo Moya intitulada “Avenida Virreyes (Pepenador)”, que data del año de 1963. Además de sociólogos europeos o escritores que busquen inspiración visual para el desarrollo de un personaje, es difícil imaginar quién podría adquirir una pieza tan particular.
En México se ven pepenadores en la calle casi todos los días, entonces: ¿Para qué querría alguien una foto de alguno de ellos? Lo mismo sucede con las fotografías de las vecindades, maravillas arquitectónicas y melting pots de nuestras clases medias y baja. ¿Para qué querrían sus habitantes más fotos de sus hogares, si en las fiestas de quince años o en el día de las madres, también se retratan ahí? Es justo aquí donde titila la visión vanguardista del cuario Aceves: adelantarse al futuro. Saber que lo que ocurre hoy, será añorado mañana. Mirar con melancolía lo que apenas está sucediendo.
El pepenador de la fotografía de Rodrigo Moya parece un personaje de novela de aventuras y no tiene nada que ver con los pepenadores de hoy en día. Se le ve orgulloso de su oficio, parece una muy bien lograda mezcla de aviador retro y curandero de Catemaco.
En una estética muy diferente y mucho más moderna, encontramos los trabajos de Teresa Nava, que son en su mayoría maquetas de técnica mixta y que reflejan escenas de la vida cotidiana popular de la Ciudad de México. Ya sea una peluquería -con aquellos viejos asientos que poseen un pedal en la parte inferior, mismo que el peluquero presiona para reclinar al cliente- o una pulquería, se trata de obras que suscitan gran nostalgia entre los visitantes del Estanquillo, sin importar su edad, clase social o el estado de la República de donde provengan. Para los extranjeros, El Estanquillo sobresale como uno de los acercamientos más honestos y reales a la cultura popular mexicana que puedan tener.
El Estanquillo se convierte en un lugar donde todos los mexicanos que tienen al español como su primera lengua, pueden sentirse identificados y sentirse reflejados en los trabajos de los “moneros”, al mirar las fotografías de Tongolele (los más jóvenes se sorprenderán de lo bella que fue alguna vez) o la serie de pinturas de Francisco Toledo consagrada a la lucha libre. Este museo y la basta colección que lo puebla, son lo más parecido que existe a la materialización de la identidad de la cultura pop del mexicano.
Si bien el cuario Aceves armó su colección solito, es importante mencionar que algunas de las más bellas piezas, han sido regalos que ha recibido. Dentro de ellas, destacan dos:
El “Retrato de una mano escribiendo” (dibujo de Rufino Tamayo hecho exclusivamente y dedicado para Carlos Monsiváis). Se trata de un regalo de cumpleaños que data de hace dos décadas, para celebrar los cincuenta años del cuario.
El cuadro “Gato Monsiváis” de Francisco Toledo (técnica: gouache sobre lienzo). En esta obra, el pintor exalta uno de los más grandes afectos del cuario: los gatos. Cabe aclarar que no todos los cuarios tienen gatos y que también se les permite tener perros y peces (hámsters no). Aunque, el cuario Aceves no tiene uno o dos gatos sino más de una decena.
No es raro que en el Estanquillo convivan cromos de los héroes de la revolución con una fotografía de Maximiliano o el mismísimo Porfirio Díaz, postales con ilustraciones de Posada, las mejores tomas de Ninón Sevilla, María Félix, Dolores del Río así como las modelos de los años veinte que encarnaban la publicidad de los cigarros El Buen Tono junto con fotografías relativamente recientes de Lourdes Grobet de luchadores mexicanos contemporáneos. Es por eso que los cuarios se sienten tan orgullosos de la existencia de este museo, un recinto abierto a la documentación de los cambios sociales, económicos, políticos y culturales de una sociedad cada vez más dinámica que encontrará pistas secretas de lo que hoy en día es, a través de piezas estratégicamente seleccionadas para dinamitar sus sospechas más íntimas así como sus más profundos temores.
Karla Olvera.
* Este texto aparece en el libro La conciencia imprescindible, ensayos sobre Carlos Monsiváis (FETA, 2009), coordinado por Jezreel Salazar.
Karla Olvera (Pachuca, 1981)
Estudia la maestría en traducción literaria en El Colegio de México. Escribe poesía y ensayo. Actualmente es becaria del programa “Jóvenes creadores" del FONCA en la categoría de ensayo. Ha sido becaria del programa “Jóvenes creadores” del FOECAH en la categoría de poesía. Cree en los géneros híbridos. Ha traducido a la poeta francesa Sylvie Durbec. Su iniciación en la traducción la llevó a cabo en el Colegio Internacional de Traductores Literarios (Arles, Francia). Ha publicado en diversas revistas mexicanas y francesas. Escribe regularmente en: http://karlatone.canalblog.com